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Memorias – Isaac Asimov

En el año 1977 escribí mi autobiografía. Como trataba mi tema favorito, escribí extensamente y terminé con 640.000 palabras. Dado que Doubleday siempre se porta maravillosamente bien conmigo, la publicaron entera, pero en dos volúmenes. El primero fue In memory yet green (1979) y el segundo In joy still felt (1980). Juntas describen los primeros cincuenta y siete años de mi vida con bastante detalle. He llevado una existencia tranquila y no hay demasiadas cosas excitantes que contar, así que, aunque lo compensé con lo que consideré un estilo literario atractivo (nunca me preocupo por la falsa modestia, como pronto descubrirá el lector), su publicación no fue un acontecimiento literario. Sin embargo, algunos miles de personas disfrutaron leyéndola, y periódicamente me preguntan si continuaré con la historia. Mi respuesta siempre es: —Primero tengo que vivirla. Pensaba que debía esperar hasta el simbólico año 2000 (que siempre ha sido tan importante para los escritores de ciencia ficción y para los futuristas) para escribirla. Pero para entonces tendré ochenta años y es posible que no pueda hacerlo. Cuando, justo antes de mi septuagésimo cumpleaños, sufrí una enfermedad bastante grave, mi querida esposa Janet me dijo muy seria: —Empieza ese tercer volumen ahora. Protesté sin mucha convicción y le dije que en los últimos doce años mi vida se había vuelto más tranquila que nunca. ¿Qué podía contar? Me hizo ver que los dos primeros volúmenes de mi autobiografía eran estrictamente cronológicos. Contaban los acontecimientos en un orden preciso y ajustados al calendario (gracias a un diario que siempre he llevado desde que cumplí los dieciocho, por no hablar de mi magnífica memoria) y no decían casi nada sobre mi yo íntimo. Me dijo que quería algo diferente para mi tercer volumen. Quería una retrospección en la que los acontecimientos ocuparan un segundo plano frente a mis pensamientos, mis reacciones, mi filosofía de la vida y demás cosas de índole personal. Dije, todavía menos convencido: —¿A quién le va a interesar eso? Y respondió con más firmeza y mucha menos falsa modestia: —¡A todo el mundo! No creo que tenga razón, aunque quién sabe, así que voy a intentarlo. No voy a empezar donde terminó el segundo volumen. En realidad sería peligroso hacerlo. Los primeros dos volúmenes están agotados y mucha gente que comprara este libro y le pareciera interesante (cosas más raras han sucedido) no podría encontrar los otros dos, ni encuadernados con cubiertas blandas ni con tapas, y podría molestarse conmigo. Así que lo que voy a hacer es describir toda mi vida como un modo de presentación de mis ideas y convertirlo en una autobiografía independiente. No entraré en el tipo de detalles en los que entré en los dos primeros volúmenes. Lo que intento es dividir el libro en numerosos capítulos, cada uno de los cuales tratará de alguna fase distinta de mi vida o alguna persona que tuvo gran influencia en mí, y llegaré tan lejos como considere necesario, hasta el presente si hace falta. Confío y espero que, de esta manera, el lector llegue a conocerme de verdad y, quien sabe, incluso puede que llegue a gustarle.


Esto me encantaría. 1 ¿Niño prodigio? Nací en Rusia el 1 de enero de 1920, pero mis padres emigraron a Estados Unidos, adonde llegaron el 23 de febrero de 1923. Esto quiere decir que he sido estadounidense por ambiente (y, cinco años después, en septiembre de 1928, por nacionalidad) desde que tenía tres años. No recuerdo prácticamente nada de mis primeros años en Rusia; no hablo ruso y no conozco (más de lo que cualquier norteamericano inteligente pueda conocer) la cultura rusa. Soy completamente estadounidense de educación y sentimientos. Pero si ahora intento hablar de mí cuando tenía tres años y de los años inmediatamente posteriores, que sí recuerdo, voy a tener que hacer afirmaciones que después llevan a algunas personas a acusarme de ser «egoísta», «vanidoso» o «engreído». O, si son más dramáticos, dicen que tengo «un ego del tamaño del Empire State». ¿Qué puedo hacer? No hay duda de que las afirmaciones que hago parecen indicar que tengo una gran opinión de mí mismo, pero sólo respecto a cualidades que, en mi opinión, merecen admiración. También tengo muchas carencias y defectos que admito sin reparos, pero nadie parece darse cuenta de ello. En todo caso, cuando afirmo algo que yo creo realmente cierto, me niego a admitir la acusación de vanidad hasta que se pueda probar que lo que digo no es verdad. Así que, después de inspirar profundamente, diré que fui un niño prodigio. Que yo sepa, no hay una buena definición de niño prodigio. El Oxford English Dictionary lo describe como «un niño de genialidad precoz». Pero, ¿cómo de precoz?, ¿cómo de genial? Habrá oído hablar de niños que leen a los dos años, aprenden latín a los cuatro o ingresan en Harvard a los doce. Supongo que todos ellos son, sin duda, niños prodigio, aunque yo no lo fui de esta manera. Supongo que si mi padre hubiera sido un intelectual norteamericano, rico y con importantes conocimientos clásicos o científicos, y además hubiese descubierto en mí un posible candidato al prodigio, entonces podría haberme orientado y habría conseguido algo así de mi. Todo lo que puedo hacer es dar las gracias al destino que ha guiado mi vida e impidió que esto ocurriera. Un niño obligado a aprender, forzado sin descanso al límite de su capacidad, podría derrumbarse sometido a tanta tensión. Pero mi padre era un pequeño tendero sin ningún conocimiento de la cultura americana, sin tiempo para orientarme por ningún camino y sin capacidad para ello, aunque hubiese tenido tiempo. Lo único que podía hacer era animarme a que sacara buenas notas en la escuela, lo que, de todas maneras, yo ya estaba decidido a hacer. En otras palabras, las circunstancias se aliaron para permitirme encontrar mi propio nivel de satisfacción, que resultó ser bastante prodigioso a todos los efectos, y mantuvieron la presión a un nivel bastante razonable, permitiéndome avanzar con rapidez sin ninguna sensación de esfuerzo. Así es como he mantenido mi «prodigiosidad» durante toda mi vida. De hecho, cuando me preguntan si he sido un niño prodigio (y lo hacen con una frecuencia asombrosa), me he acostumbrado a responder: «Sí, y en realidad sigo siéndolo». Aprendí a leer antes de ir a la escuela. Incitado por el descubrimiento de que mis padres todavía no sabían leer inglés, me dediqué a pedir a los niños mayores del barrio que me enseñaran el alfabeto y cómo se pronunciaba cada letra.

Después empecé a pronunciar todas las palabras que encontraba en los rótulos y en cualquier otra parte y así aprendí a leer casi sin ayuda de nadie. Cuando mi padre descubrió que su hijo podía leer antes de llegar a la edad escolar y que, además, el aprendizaje había sido por propia iniciativa, se quedó asombrado. Ésta debió de ser la primera vez que empezó a sospechar que yo era poco común. (Siguió pensándolo toda su vida, aunque nunca evitó criticarme por mis numerosas equivocaciones). Al darme cuenta de que él pensaba que yo era poco común, y fue muy claro respecto a esto, yo mismo empecé a sospechar que lo era. Supongo que debe de haber muchos niños que aprendieron a leer antes de ir a la escuela. Yo enseñé a mi hermana a leer antes de que fuera a la escuela, por ejemplo, pero fui yo quien le enseñé. A mí no me enseñó nadie. Cuando por fin inicié el primer grado en septiembre de 1925, me asombraba de que los otros niños tuvieran problemas con la lectura. Todavía me extrañaba más el que, después de que les explicaran algo, lo olvidaran y necesitaran que se lo volvieran a explicar una y otra vez. Creo que muy pronto observé que yo sólo necesitaba que me lo dijeran una vez. No me di cuenta de que mi memoria era extraordinaria hasta que descubrí que la de mis compañeros de clase no lo era. Debo rechazar totalmente que tenga una «memoria fotográfica». Los que me admiran más de lo que merezco me acusan de ello, pero siempre digo que «sólo tengo una memoria casi fotográfica». En realidad, poseo una memoria normal para las cosas que no me parecen especialmente interesantes, incluso puedo ser culpable de errores llamativos cuando la abstracción se apodera de mí. (Soy capaz de abstraerme por completo). En cierta ocasión, me quedé mirando a mi preciosa hija Robyn, sin reconocerla, porque no esperaba verla allí y sólo me daba cuenta de que su cara me resultaba vagamente familiar. Robyn no se sintió dolida en absoluto, ni siquiera sorprendida, se volvió hacia una amiga que estaba a su lado y le dijo: —Ves, te dije que si me quedaba aquí sin decir nada, no me reconocería. Para las cosas que me interesan, y hay muchas, tengo una memoria prácticamente instantánea. En cierta ocasión en que me hallaba fuera de la ciudad, mi primera mujer, Gertrude, y su hermano, John, estaban discutiendo y mandaron a la pequeña Robyn, que tenía por aquel entonces unos diez años, a mi despacho a buscar el volumen pertinente de la Encyclopaedia Britannica para hallar la solución. Robyn fue a buscarlo mientras murmuraba: —Ojalá papá estuviera en casa. Sólo tendríais que preguntárselo. No obstante todo tiene sus pros y sus contras. Fui agraciado con una maravillosa memoria y una comprensión rápida desde muy pequeño, pero no se me dotó de mucha experiencia ni de una profunda visión de la naturaleza humana. No me di cuenta de que otros niños no iban a apreciar que supiera más cosas y que pudiera aprender con más rapidez que ellos.

(Me pregunto por qué quien demuestra una capacidad atlética superior es admirado por sus compañeros de clase, mientras que quien demuestra una capacidad intelectual superior es casi odiado. ¿Hay algún convencimiento oculto de que es el cerebro y no los músculos lo que define al ser humano y de que los niños que no son buenos en deportes simplemente no son buenos, mientras que los que no son inteligentes se sienten infrahumanos? No lo sé). El problema era que no intentaba ocultar mi capacidad intelectual. La demostraba todos los días en clase y nunca, nunca jamás pensé en ser «modesto» respecto a esto. En todo momento hacía alarde de mi brillantez con alegría y ya puede usted adivinar el resultado. Las consecuencias fueron inevitables puesto que yo era bajito y débil para mi edad, y más joven que cualquiera de la clase (hasta dos años y medio más joven debido a que me adelantaban de clase periódicamente y, a pesar de todo, seguía siendo el «niño listo»). Me convertí en el objeto de todas las burlas, desde luego que sí.

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