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Memorias de un preso – Mario Conde

Ahora, Mario, vas a ir a la celda. Comprendo que el primer encuentro puede ser desestabilizador. Te ruego que no te vengas abajo y que procures leer para evadirte. Al ver el sitio donde vas a vivir es muy posible que… en fin…, no te preocupes porque te sobrepondrás enseguida. Por eso, por favor, lee y no pienses demasiado. Mañana será otro día. Jesús Calvo, el director de la prisión de Alcalá-Meco, y yo charlábamos en el pequeño despacho encalado en blanco que teóricamente se destina al llamado Juez de Vigilancia Penitenciaria, una especie judicial de cuya existencia, contenido y funciones jamás escuché una sola palabra antes de ingresar en prisión, ni siquiera cuando estuve dedicado a las oposiciones a abogado del Estado. —No te preocupes, director —fue mi respuesta, sin que percibiera que esas palabras admonitorias de algún posible y hasta probable desperfecto emocional me causaran demasiado impacto. Al fin y al cabo, era mi primer encuentro con la autoridad del Centro y no era cosa de extenderse excesivamente en discursos improvisados. Con ese «no te preocupes», una frase de esas que pronuncias cuando no sabes qué pronunciar, cuando la mente consume puros reflejos mecánicos condicionados, dimos por finalizado este primer contacto, asumiendo que volveríamos a vernos en alguna que otra ocasión dentro del recinto, a pesar de que no es demasiado usual el encuentro personal y directo entre el director y el recluso, porque para eso están, como tendría ocasiones múltiples de comprobar durante mis estancias, los psicólogos, educadores y demás componentes de eso que llaman Equipo Técnico. Abandoné sin ruido el despacho blanco. Presentía que Jesús Calvo contemplaba en silencio mis movimientos, tratando de descubrir en cualquiera de ellos, por inocuo que pudiera parecer a los profanos de este arte, alguna información relevante sobre mi estado de ánimo, que se suponía abatido, destrozado, descompuesto por ese tránsito forzoso entre la gloria y la cárcel, entendiendo, claro, la finanza como gloria y la cárcel como abismo de lo insondable… Que es mucho entender, desde luego. Jesús Calvo, además de gran director de prisiones, excelente persona, es psicólogo, por lo que no debe extrañar ese escudriñamiento de mi lenguaje gestual. Sintiendo la punzada de su observación en mi nuca, me volví repentinamente hacia él siguiendo un extraño impulso con la finalidad de cruzar miradas y sonrisas, como alargando, estirando la despedida final, como los ministros con sus cargos cuando saben que van a ser cesados. Me fijé en sus ojos: apuntaban curiosidad… y algo más indefinible. ¿Tristeza tal vez? ¿Simpatía? No lo sé. Recorrí el pasillo en dirección contraria y volví al lugar en el que me habían tomado minutos antes las huellas dactilares. Frente a la mesita de formica y aglomerado dedicada a esos menesteres, inmediatamente antes de la puerta que da acceso al lugar en el que se encuentran las llamadas celdas americanas, la prisión cuenta con una especie de control de equipajes, de esos que se utilizan en los aeropuertos para analizar el contenido de las maletas de los que quieren subirse al avión, aunque aquí, en esta prisión de alta seguridad, no se encuentren maletas propiamente dichas, y mucho menos viajeros en tránsito hacia otro lugar, sino personas que llevan sus bolsas, más bien cutres en muchos casos, y que se ven forzadas a quedarse un tiempo en semejante monasterio de la oscuridad. El funcionario del departamento de Ingresos, con movimientos lentos que traslucían meticulosidad, fue vaciando poco a poco, pieza a pieza, la bolsa que Lourdes, con la ayuda de Alejandra, me había preparado. Sentí un poco de rubor cuando vi cómo un extraño manejaba con sus manos mis calzoncillos, calcetines, pijamas y otras piezas de ropa que, por cierto, evidenciaban que por mucho que le dijeran a mi mujer que me iba a la cárcel, cualquiera que viera el contenido de mi bolsa pensaría que mi destino era algún lugar de alta montaña para esquiar o dedicarme a leer y escribir. Cosas del subconsciente, supongo. Bueno, lo que cuenta es que en principio todo mi equipaje se encontraba en orden penitenciario, esto es, cumplía el reglamento, lo que no es tan sencillo como parece, y precisamente por ello el primer escollo se mostró con la evidencia del primer susto carcelario: mi ropa de abrigo no era reglamentaria. Mi primera sorpresa penitenciaria nació al conocer que en la cárcel está prohibido el color azul marino porque es el que utilizan los funcionarios y se trata de evitar que algún preso pueda vestirse con esos tonos con la finalidad de que la cromía de su vestimenta facilite su fuga carcelaria… Un poco sofisticado y hasta infantil, pero… Desgraciadamente, me habían comprado un anorak de ese color y lo habían metido en la bolsa, y el funcionario, cumpliendo las instrucciones recibidas de la superioridad, quería retirármelo. Le dije que era el único que tenía, que yo no conocía esas reglas y que no me lo arrebatara porque hacía mucho frío. Y es que el frío de aquel 23 de diciembre de 1994 penetraba en los huesos y se instalaba como inquilino de pago entre ellos.


Sobre todo en los míos porque, además de que no acostumbro a acumular demasiada grasa en mi estructura corporal, por alguna razón tengo una piel muy sensible a esa inclemencia. El calor lo soporto mejor. Pero el frío no. Así se lo expliqué al funcionario, que comenzaba a sentirse incómodo con la situación. Por un lado, yo percibía simpatía en su mirada y era adivinable sin esfuerzo su deseo de entregarme el anorak. Por otro, la necesidad de cumplir las normas. Máxime en el caso de Mario Conde, porque podría ser letal para su carrera que le acusaran de trato de favor, aunque fuera una nimiedad. El hombre se debatía en cierto tormento interior. No todos los días un personaje como Mario Conde llega a Alcalá-Meco. No sabía si, como decía aquella vieja película, con él llegó el escándalo, pero de momento había llegado un problema… En ese punto nos encontrábamos el funcionario y yo, en un diálogo más plagado de gestos que de palabras, cuando apareció de nuevo Jesús Calvo. El funcionario, evidenciando ante mí con sus gestos el poder de la autoridad que reúne el director de la prisión, le explicó a su jefe, con respeto y casi en voz baja, lo que ocurría. El director echó una mirada a mi ropa de abrigo, la tomó en la mano, la giró y de inmediato encontró una solución salomónica: podía retener mi anorak, pero debía utilizarlo al revés, es decir, que la tela que se mostrara al exterior fuera el forro interior, de color granate oscuro, con la obligación de pedir inmediatamente a mi casa que me trajeran otro de color distinto para dar cumplimiento estricto a las normas de prisionero. —Gracias, señor director —fue mi respuesta. El funcionario sonrió aliviado. Me puse el anorak a toda velocidad porque comenzaba a helarme. También me requisaron la camisa, de color azul pálido, porque, nuevamente, coincidía con la que utilizaban los funcionarios que dedican su vida a vigilar a los presos. Eso me dio exactamente igual, porque una cosa es el frío y otra, ponerse a presumir nada más ingresar en prisión. Por cierto, algún tiempo después de ese incidente, un Juez de Vigilancia Penitenciaria declaró que esa prohibición de usar ropa azul era ilegal, tanto el oscuro como el pálido, porque los presos no son responsables de que los funcionarios de prisiones lleven uniforme azul, verde, caqui militar o de cualquier otra tonalidad. Bastante lógico, por otra parte. Recorrí el pasillo de Ingresos con dirección al módulo PIN, una extraña palabra nacida de la «P» de Preventivos y de la «IN» de Ingresos, del que nos separaba una pequeña puerta metálica. El funcionario encargado de acompañarme a mis nuevos aposentos introdujo la llave y la giró varias veces, 2 o tres, con unos inconfundibles chasquidos en cada una de las paradas del movimiento circular de la llave, de derecha a izquierda. Se abrió la puerta y ante mí apareció el módulo de Ingresos. La cárcel pura y dura, y, encima, de alta seguridad. Y su olor característico, denso, penetrante. Me detuve un segundo.

El corazón se agitó muy levemente. Mis ojos trataban de retener toda la información. Entramos en un pasillo en cuyo fondo aparecía otra puerta, pero esta vez enrejada, que para eso estábamos en una cárcel y no en un hotel de sierra ni de playa levantina. La observé desde lejos: era una puerta terrible, confeccionada con gruesas láminas de hierro escasamente pulidas, ensambladas en cruz unas con otras, pintadas en color verde oscuro, formando un conjunto capaz de intimidar a cualquiera. Avanzamos en dirección a la puerta. De una garita situada a la derecha del pasillo apareció con pasos y gestos silenciosos otro funcionario, vestido de idéntica manera, más alto y más rubio, más displicente y menos acogedor, quien, con movimientos deliberadamente cansinos, me miró de reojo, como no queriendo dar importancia a lo que sucedía en esos instantes, al tiempo que no podía sustraerse a un cierto control de imagen porque seguramente tendría que comentar algo, dentro y fuera de su trabajo. Llegó a nosotros provisto de una llave que por su tamaño podría ser de prisión o de convento de clausura, con la que abrió esa nueva puerta, curiosamente con más facilidad que las anteriores, y me descubrió el acceso a las celdas. De nuevo el ritual de varios giros de llave. De nuevo los chasquidos… Empezaba a familiarizarme con los sonidos que componen la melodía carcelaria. Tras la puerta, las escaleras por las que se asciende a las celdas, a los alojamientos de los prisioneros. Subí despacio pero sin arrastrar los pies, siguiendo como una sombra al funcionario que me abría camino. Al fondo, en el primer descansillo, una nueva puerta enrejada, pero quizá más liviana, algo menos aparatosa. Una vez cruzada, un largo pasillo. Por primera vez desde que se produjo mi ingreso la visión de ese corredor me impresionó, quizá por memorizar de manera inconsciente los pasillos carcelarios que nos mostraban en las películas norteamericanas. En el costado izquierdo de aquel profundo, frío, húmedo y algo lúgubre pasillo se encontraban las celdas, numeradas correlativamente. Contemplé con toda la atención que pude el espectáculo. Cada una de ellas estaba cubierta en el exterior con una gruesa placa de hierro pintada en verde militar, en la que, escritos con tiza blanca, figuraban los nombres de los internos que vivían en ellas. Esas placas verdes, «chapas» en el argot carcelario, eran las puertas de la celda, que se desplazaban lateralmente sobre guías de metal enclavadas en el suelo para permitir la entrada y salida de sus inquilinos. Me asignaron una de esas habitaciones con carácter provisional. Así me lo advirtió el funcionario mientras introducía la llave en el cajetín de la chapa, giraba las 3 vueltas de rigor, desplazaba la placa metálica al costado izquierdo, y pronunciaba la palabra del ritual: —Entre. Lo hice. Sin un ruido. Sin un gesto. Sin una pizca de emoción. Sencillamente, entré.

El funcionario me siguió. Tratamos de encender la minúscula luz que se vislumbraba en una placa de plástico, más bien corroída por el tiempo, situada justo encima del lavabo. Insistimos varias veces. No funcionaba. El funcionario no se inmutó. Me dijo que no me preocupara porque estaba previsto cambiarme a otra celda una vez que terminaran de prepararla, una que, por lo visto, estaría contigua a la que ocupaba Arturo Romaní. La celda era un pequeño cubículo de forma rectangular de unos 8 metros cuadrados de superficie. Nada más entrar, a mano derecha, una plataforma en la que se encontraba el retrete, parecido a los que utilizaba en África, en pleno campo, cuando fui de safari. Inmediatamente a su costado, un pequeño hueco en la pared hacía las veces de armario en el que colgar las cosas, con 2 repisas para dejar las bolsas y algunos libros o enseres personales. Al fondo, pegadas a las 2 paredes, 2 literas. la de abajo construida en obra, y la de arriba en metal. Una pequeña ventana pintada de verde, una mesita de trabajo también del mismo color, a cuya izquierda, colgada de la pared lateral, alguien había colocado una repisa de aglomerado y cartón; un lavabo y un espejo, situado entre el retrete y el «armario», completaban la «decoración» del lugar en el que iba a pasar un tiempo de mi vida. Recordé las palabras de Jesús Calvo acerca de que mi primer encuentro con la celda podría ser desestabilizador. Pues no. Al menos en ese instante no percibía especiales latidos de emoción en mi interior. Quizá es que sentía tan fermentada en mis adentros, como dicen por el sur, la obra políticomediática que representaba este instante de mi vida que me comportaba como el actor de un guión escrito para conseguir éxito de público y audiencia. Quizá… Hacía un frío terrible. Toqué con la mano los 2 gruesos tubos de calefacción, igualmente de color verde militar, y comprobé con gesto doliente que estaban helados. Tenía que dedicar un mínimo de tiempo a las labores de intendencia y, aun a pesar del carácter provisional de esa mi nueva estancia, me dispuse a ordenar un poco mi equipaje. Con calma, sin prisas, que en la cárcel nunca hay prisas —salvo para salir, claro—, saqué las cosas de la bolsa, me quité el traje y la corbata y me vestí de preso. Recordé con cariño el gorro de lana que mi hija Alejandra me había comprado en El Corte Inglés. Lo apreté contra mi pecho mientras pensaba en mi hija, que el día anterior me había dicho: —Este gorro, papá, es de preso total. Tenía que saber controlar mis emociones, sobre todo en esos primeros momentos en los que circulaban a flor de piel, máxime después del agotador interrogatorio al que había sido sometido durante 5 eternos días. Eran las 5 y media de la tarde de aquel 23 de diciembre cuando me asomé a la ventana de la celda. Desde ella se veían los muros de ladrillo y cemento, rematados con alambres de espino, formando figuras parecidas a ochos irregulares, que delimitaban el patio de presos.

«Seguro que si estuviera aquí un ocultista me diría que no son ochos irregulares, sino símbolos del infinito puestos en pie», pensé con cierta sorna. Después de ese primer muro había otro patio, de pura seguridad, vedado a los presos, también rematado con el mismo tipo de alambre y al que arrojábamos los restos de pan que eran devorados por cientos de pájaros que acudían todas las mañanas a comerse nuestras sobras. Una plástica curiosa: el pájaro que simboliza la mejor de las libertades, la que se desplaza por la tierra y el cielo. Y, a su vera, como dicen los andaluces, nosotros, los presos, que constituíamos la más sana de las privaciones de ese sueño inacabado al que llaman libertad…Contraste de intensidad, desde luego.

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