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MEG – Steve Alten

Solo en Estados Unidos puede uno quedar en quiebra, perder el trabajo y hacerse rico unos días más tarde. La realización de los propios objetivos requiere esfuerzo y fe en lo que uno hace cuando llegan tiempos duros, pero también precisa de la ayuda y el apoyo de otros. Como escritor novel, estoy sumamente agradecido a mucha gente maravillosa que ha trabajado con extraordinario empeño en este proyecto. En primer lugar, doy gracias a mi Dream Team, dirigido por Ken Atchity, director y productor literario de excepción, quien se arriesgó al apoyar a un desconocido y con quien estaré siempre en deuda. También debo agradecimiento a su socio, Chi-Li Wong y al resto del equipo de Atchity Editorial Entertainment International, por su visión y esfuerzo en ayudarme a hacer realidad mis sueños. Mi gratitud también a Ed Stackler y a David Angsten por su magnífica revisión del manuscrito y a Warren Zide, de Zide Entertainment, que dedicó a Megalodon un empeño y una energía ilimitados y elevó el proyecto a un nivel completamente diferente. A Joel McKuin y David Colden, de Colden McKuin, les agradezco a ambos su increíble trabajo y amabilidad; asimismo, a Jeff Robinov, de ICM. No puedo concebir un grupo más competente; este libro es, finalmente, el resultado de un esfuerzo en equipo. Gracias a todos. Expreso asimismo mi agradecimiento a Walt Disney Pictures, a su presidente, David Vogel, y a sus ejecutivos, Allison Brecker y Jeff Bynum, así como a Tom Wheeler por haber seleccionado Megalodon. A Shawn Coyne y a la estupenda gente de Bantam-Doubleday-Dell por todo lo que ha hecho. Ha sido un honor y un privilegio para mí haberme relacionado con todos ellos. A mis padres, por mantener a mi familia durante las épocas difíciles y a mi hermana Abby por su apoyo cuando más necesario era. Por último, a mi esposa, Kim, por soportar las largas horas, los años de lucha y a un marido que podía resultar un poco gruñón después de muchas noches en blanco, dedicadas a escribir. MEGALODÓN FINALES DEL PERÍODO CRETÁCICO, HACE 7O MILLONES DE AÑOS. Costa de la masa continental euroasiática-norteamericana (océano Pacífico). Desde que la niebla de la madrugada había empezado a levantarse, se sentían observados. El rebaño de Shantungosaurus llevaba toda la mañana pastando a lo largo de la costa envuelta en bruma. Los reptiles, los mayores del género de los Hadrosaurus con sus más de trece metros de longitud desde el pico de pato hasta la punta de la cola, se atiborraban de las abundantes algas marinas que la marea arrojaba sin cesar a la orilla. Los Hadrosaurus levantaban con frecuencia la cabeza con el aire nervioso de un rebaño de ciervos, atentos a los ruidos del bosque cercano, y observaban los árboles umbríos y la densa vegetación, dispuestos a huir al primer indicio de un movimiento sospechoso. En las lindes de la playa, oculto entre los altos árboles y los tupidos matorrales, un par de ojos rojos y de reptil seguía al grupo. El Tyrannosaurus Rex, el mayor y más mortífero de todos los carnívoros terrestres, se alzaba siete metros del suelo del bosque. Mientras observaba la escena temblando de pura adrenalina, la baba le rezumaba de la boca. Dos Hadrosaurus acababan de aventurarse en las aguas poco profundas y, con la cabeza a ras de estas, pacían entre las espesas masas de algas. El depredador surgió de improviso de entre los árboles; sus ocho toneladas apisonaron la arena e hicieron temblar la tierra con cada paso.


Los Hadrosaurus se alzaron sobre las patas traseras y se dispersaron en direcciones opuestas a lo largo de la orilla. Los dos que se habían internado en el agua volvieron la cabeza y vieron al carnívoro aproximarse a la carrera con las mandíbulas abiertas, los colmillos a la vista y un rugido que helaba los huesos y ahogaba el rumor de las olas. El par de Hadrosaurus se volvió e, instintivamente, se internó en aguas más profundas para escapar. Extendieron sus largos cuellos hacia delante y echaron a nadar, batiendo el agua con las patas para mantenerse a flote, con la cabeza erguida. El Tyrannosaurus Rex se lanzó tras ellos, rompiendo las olas y adentrándose en las aguas. Sin embargo, en la persecución de sus presas, las patas del T. Rex se hundieron en el cieno del fondo marino. El musculoso depredador, a diferencia de los Hadrosaurus, no podía nadar y se quedó irremediablemente varado en el fango. Los Hadrosaurus nadaban aguas adentro y habían escapado a un depredador, pero pronto deberían enfrentarse a otro. Los dos metros de aleta dorsal gris se alzaron poco a poco de la superficie marina y cruzaron la estela de los reptiles deslizándose en silencio. La corriente que creaba la enorme mole del animal empezó a arrastrar a los Hadrosaurus hacia aguas aún más profundas. Estos, ante el repentino suceso, se dejaron llevar por el pánico. Preferían jugarse sus posibilidades con el Tyrannosaurus, pues en aquellas aguas profundas acechaba una muerte segura. Se volvieron, batiendo las patas y agitando la cola frenéticamente en el agua hasta que se posaron de nuevo sobre el limo tranquilizador. El T. Rex emitió un gruñido atronador. Con el agua hasta el tórax, el depredador se debatía por no seguir hundiéndose en el blando lecho marino. Los Hadrosaurus se separaron, cada cual en una dirección, y pasaron a quince metros del frustrado cazador, que hizo ademán de lanzarse contra ellos y abrió sus temibles mandíbulas con un aullido de rabia al ver que sus presas escapaban. Los Hadrosaurus salvaron a saltos las olas más pequeñas, ganaron la playa a duras penas y se dejaron caer sobre la arena cálida, incapaces de moverse de puro agotamiento. Desde allí, los dos animales volvieron la cabeza para observar una vez más a su frustrado asesino. En aquellos momentos, el Tyrannosaurus apenas mantenía su enorme cabeza unos palmos por encima del agua. Loco de rabia, sacudía la cola furiosamente intentando liberar una de las patas traseras. Entonces, de repente, dejó de debatirse y volvió la vista hacia el mar abierto. A través de la bruma gris, hendiendo las oscuras aguas, se acercaba la gran aleta dorsal. E l T.

Rex ladeó la cabeza y se quedó absolutamente quieto; de improviso, cuando ya era demasiado tarde, se dio cuenta de que había entrado en los dominios de un cazador superior a él. Por primera y última vez en su vida, el Tyrannosaurus se sintió atenazado por el miedo. Si el depredador atrapado era la criatura más aterradora que jamás había deambulado por la Tierra, el Carcharodon Megalodon era, sin ninguna discusión, el dueño y señor de los mares. Los ojos encarnados del Tyrannosaurus siguieron el desplazamiento de la aleta dorsal gris y notaron el cambio de la corriente causado por la mole invisible que daba vueltas a su alrededor. La aleta desapareció bajo las aguas enturbiadas. El T. Rex emitió un gruñido grave mientras escrutaba la niebla. La imponente aleta dorsal emergió de nuevo. Esta vez fue directamente hacia él y la fiera terrestre rugió y se agitó, abriendo y cerrando las mandíbulas en una protesta inútil. Desde la playa, los dos Hadrosaurus exhaustos contemplaron cómo su cazador era arrastrado hacia el océano y su cabeza enorme desaparecía bajo las olas con un gran chapoteo. Al cabo de un momento, el T. Rex emergió otra vez y emitió un gemido de agonía en el instante en que las mandíbulas de su cazador aplastaban su caja torácica. Un manantial de sangre brotó de su boca. El poderoso Tyrannosaurus Rex desapareció definitivamente bajo las aguas agitadas teñidas de escarlata. Pasó un largo rato hasta que el mar recuperó la calma. Los Hadrosaurus se incorporaron y se dirigieron lentamente hacia los árboles. De pronto, sobresaltados, se volvieron. Hubo una explosión en el agua y de ella surgió, con el T. Rex atenazado en su boca gigantesca, el gran tiburón de veinte metros. Era casi tres veces mayor que su presa. Su cabeza enorme y su torso musculoso se agitaron en un escorzo como si quisiera mantenerse suspendido sobre las olas. A continuación, en una demostración increíble de fuerza bruta, agitó al reptil de un lado a otro entre sus dientes aserrados, de casi veinticinco centímetros de longitud, enviando una rociada de agua roja y chorros de sangre en todas direcciones. Las veintidós toneladas del Megalodon y su presa mutilada cayeron de nuevo al mar con gran estrépito y levantaron a su alrededor un inmenso muro de agua. Ningún otro carroñero se acercó al Megalodon mientras comía en las aguas tropicales. El tiburón era un animal de temperamento insociable y territorial.

Se apareaba cuando debía y mataba a sus crías cuando tenía ocasión, pues la única amenaza a su dominio procedía de los de su propia especie. Podía adaptarse y sobrevivir a las catástrofes naturales y a los cambios climáticos que causarían la extinción en masa de los reptiles gigantes y de incontables especies de mamíferos prehistóricos. Y, aunque su número acabaría por reducirse, algunos de sus miembros sobrevivirían, aislados del mundo del Hombre, cazando en la oscuridad de las profundidades oceánicas. EL PROFESOR 8 DE NOVIEMBRE DE 1997 19:42 HORAS. Instituto Scripps, Anderson Auditorium. La Jolla, California. —Imaginen un gran tiburón blanco que midiera entre quince y veinte metros y pesara cerca de veinte toneladas. ¿Son capaces de imaginarlo? —El profesor Jonas Taylor miró a su audiencia, de casi seiscientas personas, e hizo una breve pausa para atraer la atención general—. A mí también me cuesta, a veces, pero tal monstruo existió. Solo su cabeza era, probablemente, más grande que una furgoneta Dodge Ram. Sus mandíbulas podrían haber atrapado y engullido a cuatro hombres adultos a la vez. Y qué decir de los dientes: afilados como cuchillas, de dieciocho a veintidós centímetros de longitud, con los bordes aserrados de un cuchillo para carne de acero inoxidable. El paleontólogo sabía que había captado la atención de los asistentes. A sus cuarenta y dos años, hacía varios que había regresado al instituto. Aunque no había imaginado que acabaría pronunciando conferencias ante una audiencia tan numerosa. Jonas sabía que sus teorías eran controvertidas y que entre los asistentes tenía tantos detractores como defensores. Se aflojó un poco el cuello de la camisa e intentó relajarse. —La siguiente diapositiva, por favor. ¡Ah! Aquí tenemos una representación a escala de un submarinista de un metro ochenta junto un gran tiburón blanco de cinco metros y nuestro Carcharodon Megalodon, de veinte. Creo que esto nos proporciona una idea bastante exacta de por qué los científicos se refieren a esa especie como el rey de todos los depredadores. Jonas cogió el vaso de agua y tomó un sorbo. —Los dientes fosilizados recogidos por el mundo demuestran que esta especie dominó los océanos durante setenta millones de años. Pero lo realmente interesante es que tenemos constancia de que sobrevivió a los cataclismos que se produjeron hace unos cuarenta millones de años, cuando perecieron los dinosaurios y la mayoría de especies de peces prehistóricos. De hecho, hay dientes de Megalodon que indican que estos depredadores desaparecieron hace solo cien mil años. Desde la perspectiva geológica, eso es un abrir y cerrar de ojos.

Un estudiante graduado de veintiséis años levantó la mano. —Profesor Taylor, si estaban vivos hace cien mil años, ¿por qué se extinguieron? Jonas respondió con una sonrisa: —Ese, amigo mío, es uno de los grandes misterios del mundo de la paleontología. Algunos científicos creen que el elemento principal de la dieta del animal había sido los peces grandes de movimientos lentos y que no pudieron adaptarse a las especies, más pequeñas y veloces, que existen hoy día. Según otra teoría, el descenso de temperatura del agua oceánica contribuyó a la desaparición de la especie. Un hombre mayor levantó la mano desde su asiento de la primera fila. Jonas lo reconoció. Era un antiguo colega de Scripps. Un antiguo crítico. —Profesor Taylor, creo que nos gustaría oír cuál es su teoría de la desaparición del Carcharodon Megalodon. Unos murmullos de aprobación siguieron a estas palabras. Jonas se aflojó el cuello de la camisa un poco más. Rara vez llevaba traje y aquel, con sus dieciocho temporadas ya, había visto días mejores. —Quienes entre ustedes me conocen o siguen mi trabajo saben que mis opiniones difieren de las de la mayoría de paleontólogos. Numerosos especialistas en mi campo pierden mucho tiempo elaborando teorías de por qué no existe una especie en particular. Yo prefiero plantear por qué una especie que parece extinta podría no estarlo. Su interlocutor de la primera fila se puso en pie. —Señor, ¿está usted diciendo que, en su opinión, el Carcharodon Megalodon puede vagar todavía por los océanos? Taylor esperó a que se hiciera el silencio. —No, profesor. Lo único que señalo es que, como científicos, solemos emplear un enfoque muy negativo cuando investigamos ciertas especies extinguidas. Por ejemplo, no hace tanto era opinión unánime entre los científicos que el celacanto, una especie de pez con aletas lobuladas que perduró durante trescientos millones de años, se había extinguido hace setenta millones. Pero en 1938 un pescador sacó un celacanto vivo de las profundas aguas oceánicas frente a Sudáfrica. Ahora, los científicos observan metódicamente a estos «fósiles vivientes» en su habitat natural. El profesor oyente se levantó otra vez entre murmullos de los asistentes. —Profesor Taylor, todos conocemos el episodio del descubrimiento del celacanto, pero hay mucha diferencia entre un pez de metro y medio que se alimenta en los fondos marinos y un depredador de veinte metros. Jonas consultó el reloj y advirtió que era tarde y se estaba extendiendo demasiado.

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