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Me has dado la vida – Sophie Saint Rose

Larlene se limpió con el pañuelo sus preciosos ojos azules antes de levantar la vista hacia el médico de la familia que le pasó el brazo por el hombro con una triste sonrisa en los labios. — No te pongas así. —El doctor Oakey caminó hacia las escaleras. —Las pruebas han sido tajantes y han confirmado lo que ya me imaginaba. Sabías que este momento llegaría. —Pero no tan pronto —dijo angustiada—. Papá me dijo que le quedaba un año y tan solo han pasado cuatro meses. —Cada cuerpo es distinto y su cáncer es muy agresivo. Te lo advertí hace algunas semanas. Estaba evolucionando demasiado rápido. Miró el pañuelo entre sus manos sin poder dejar de llorar mientras bajaban las escaleras. —Le duele mucho. Avanzaron hacia el enorme salón y la ayudó a sentarse en uno de los sofás. —Ha llegado el momento de una sedación más fuerte. Tenemos que contener su dolor, Larlene. Eso le hará dormir la mayor parte del tiempo hasta que todo acabe, así que te aconsejo que si quieres despedirte… Si tienes algo que decirle a tu padre es mejor que lo hagas ahora que aún puede entenderte. Después será casi imposible. Asintió sin ser capaz de hablar y en ese momento llegó Marita que juntó las manos ante ella. —¿Desean algo los señores? —No, Marita. Debo regresar a la clínica. Siento no poder quedarme más, pero… —Lo entiendo. Tiene obligaciones. —Forzó una sonrisa. —¿Cuándo empezará? —La enfermera tiene instrucciones para ponerle la nueva medicación en una hora. Para darte algo de tiempo.


Reprimió un sollozo. —Gracias. La miró con pena. —No sabes cómo lo siento. Es uno de los mejores hombres que he conocido. Vendré a verle mañana. —Marita, ¿puedes acompañarle a la puerta? —No es necesario. Sé el camino. Tómate las pastillas que te he recetado para dormir y descansa. —Lo haré. Gracias de nuevo, doctor. Marita reprimió las lágrimas acercándose mientras el doctor salía del salón. Pero hasta que no escucharon la puerta no preguntó —¿Se está acercando el final? —Asintió mirando el pañuelo. —Oh, mi niña… Lo siento. —Se sentó a su lado y la abrazó acariciando su largo cabello negro. —¿Qué voy a hacer sin él? —No pienses en eso, aún está aquí. No pierdas el tiempo. Según lo que he oído tienes una hora para estar con él. Límpiate esas lágrimas y aprovecha estos momentos. Desgraciadamente luego tendrás tiempo para llorar. Asintió y susurró —Voy a lavarme la cara. —Se levantó del sofá y en ese momento escuchó que se cerraba la puerta principal y su prima Reggie tiró a un lado la bolsa de las raquetas. —Hola. —Perdió la sonrisa. —¿Pasa algo? —Papá está peor.

Sus ojos negros la miraron con pena mientras se acercaba. —Lo siento mucho. —Tengo que subir. —Miró su trajecito blanco para jugar al tenis y sonrió. —Estás guapísima. Debes tener a los del club de cabeza. —Ya tengo novio, ¿recuerdas? A mi John no lo cambio por nadie. —Estoy deseando conocerle. Debe ser divino. —Le conocerás muy pronto. —Se acercó preocupada apartando su larga trenza morena. — ¿Puedo hacer algo? —Desgraciadamente nadie puede hacer nada. No te preocupes, estoy bien. —Reggie asintió y la besó en la mejilla antes de alejarse hacia la cocina disimulando las lágrimas. Había estado a su lado durante toda la enfermedad de su padre. Hasta se había mudado a su piso para que no estuviera tan sola, pero en ese momento no podía acompañarla. Era ella la que tenía que enfrentarse a esos últimos instantes con la persona que más quería del mundo. Vio que Marita emocionada la animaba con la cabeza. —Dile a Melba que seguramente no voy a comer. —Pero niña… —Por favor, díselo. Estaré con mi padre. —Está bien. Como quieras. Se pasó por su habitación y entró en el baño para lavarse la cara. Cerró el grifo y vio como las gotas recorrían su rostro a través del enorme espejo del siglo diecisiete.

Lo había visto en París en un anticuario y su padre se lo regaló sin dudarlo. Toda la casa parecía un museo porque eran amantes de ese tipo de piezas. Una fortuna en muebles, una fortuna en acciones y empresas, pero ni todo el dinero del mundo podía salvarle. Como había pasado con su abuelo. Como había pasado a su madre al darle a luz. Nada de todo lo que la rodeaba tenía sentido. Cogió la toalla y se la pasó por la cara. Se cepilló su largo cabello negro porque quería que la viera lo mejor posible. Incluso se echó el perfume que había usado su madre para que la tuviera presente en ese momento y tomando fuerzas salió de su habitación para ir hasta el final del pasillo. Abrió la puerta entornada y vio que estaba pálido de dolor. Miraba hacia la ventana observando como nevaba. —Hoy nieva con fuerza. —Se acercó y se sentó a su lado. Robert Prestwood cogió la mano de su hija y sonrió. —Estás tan bella que quitas el aliento. Igual que tu madre. Emocionada forzó una sonrisa. —No me parezco ni en el blanco de los ojos. Su padre sonrió con cansancio. —Puede que ella fuera rubia, pero en todo lo demás sois igualitas. —Respiró cerrando los ojos. —Gracias, hija. —¿Por qué? —preguntó casi sin voz. —Por permitirme sentirla de nuevo a través de ti. Percibir su olor… Solo en tu piel ese perfume huele igual.

—Abrió los ojos y sonrió. —¿Me harás un favor? —Lo que quieras. —Acuérdate de ponerme en el traje un pañuelo con ese aroma, ¿quieres? Ambos sabían a qué traje se refería y las lágrimas corrieron por sus mejillas. —Claro que sí. —Ya está todo arreglado. No tienes que preocuparte por nada. —Lo sé, papá. —Te quiero muchísimo, hija. Sollozó y se agachó para abrazarle. —Y yo a ti. Te quiero, te quiero tanto… —Lo sé. Y lo que más siento es no poder estar a tu lado si me necesitas. —No te preocupes por eso. —Si tienes algún problema fíate de Rainer. —Apretó su mano. —De Paul Rainer, ¿me oyes? —Sí, papá. Ya me lo has dicho antes. Ha sido tu hombre de confianza media vida y nunca te ha fallado. —Exacto. De nadie más. —Lo he entendido —susurró para que se calmara. Besó su mano—. No debes preocuparte por mí. Robert suspiró del alivio antes de sentir un fuerte dolor en el vientre que le hizo gemir. — Ha llegado la hora, no lo soporto más.

—Lo sé. —Se agachó y le besó en la mejilla. —Te quiero. Su padre acarició su cabello con ternura. —Mi niña… Mi preciosa niña… Te deseo toda la felicidad del mundo. Espero ver desde el cielo que encuentras un hombre que te merezca. — Ella miró a la enfermera que tenía la jeringa preparada y asintió con todo el dolor de su corazón. Esta se acercó al gotero y la inyectó. Larlene sonrió a su padre. —Un hombre que te proteja. Que te haga feliz. Eso es lo más importante. —Lo intentaré. Pondré un anuncio. Su padre sonrió. —Siempre me ha encantado tu sentido del humor… No lo pierdas nunca, mi niña hermosa… —Su padre empezó a quedarse dormido. —No lo pierdas nunca. Sin aliento vio como su respiración se relajaba y al cabo de unos minutos la enfermera tocó su hombro. —Ya no siente nada, señorita Prestwood. Ya no hay dolor. Mirando el rostro de su padre asintió y se echó a llorar besando su mano que parecía muerta entre las suyas. Sin poder soportarlo la soltó y corrió hacia su habitación encerrándose para echarse a llorar rota de dolor. Puede que aún estuviera allí, pero aunque su corazón estuviera latiendo su padre acababa de morir y sintió que se le rompía el alma.

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