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Me hablas a mi – Sam Leith

Permítanme comenzar con una escena de Los Simpson: MARGE (canta «Blowin’ in the Wind»): «¿Cuántos caminos debe un hombre recorrer para que puedan llamarlo un hombre?». HOMER: Siete. LISA: No, papá, es una pregunta retórica. HOMER: ¿Retórica, eh?… ¡Ocho! LISA: ¿Sabes lo que significa «retórica»? HOMER: ¿Que si sé lo que significa «retórica»? No es exagerado decir que el libro que tiene en sus manos gira en torno a esta breve escena. ¿Sabe usted qué significa «retórica»? Porque debería saberlo. Y si Homer Simpson, uno de los grandes representantes del hombre corriente de finales del siglo XX, es capaz de hacer una broma sobre la retórica, puede estar seguro de que es un tema que no tiene por qué ser intimidatorio. Así que ¿qué es la retórica? En la definición más sencilla posible, la retórica es el arte de la persuasión: el intento de un ser humano de influir en otro mediante palabras. No es más complicado que eso. Probablemente usted está acostumbrado a asociar la retórica con la oratoria formal: los discursos que pronuncian los políticos por televisión, los directivos en las juntas anuales de accionistas y los sacerdotes en la misa dominical. Lo cual es cierto, pero entonces es cuando la retórica resulta más visible; cuando se viste de largo y saca brillo a sus zapatos de baile. Sin embargo, esa no es más que una parte de todo el vasto terreno que abarca el término. La retórica es un campo del conocimiento: es decir, algo susceptible de ser analizado y comprendido de la misma forma que la poesía. Igual que quienes estudian poesía hablan de anapestos y cesuras y versos catalécticos, los que estudian la retórica han aprendido a reconocer el nombre de algunas de las formas en que funciona el lenguaje retórico. Pero la retórica es también —principalmente— una habilidad práctica: lo que uno de sus primeros y más importantes teóricos, Aristóteles, describió como techné, de la que se deriva la palabra «técnica». Con ese término pretendía diferenciarla de la filosofía. La filosofía constituye un conjunto de métodos para llegar a una comprensión desinteresada de las verdades eternas del mundo. La retórica está orientada a un fin práctico: es un medio para alcanzar un objetivo. La retórica sirve para conseguir cosas, y nuestros antepasados lo sabían. Durante quince siglos aproximadamente, el estudio de la retórica estuvo en el centro de la educación occidental. Ser capaz de reconocer las técnicas retóricas y saber utilizarlas era uno de los atributos básicos de todo hombre educado (entonces la mayoría eran hombres… lo siento). Y era lógico que así fuera. El funcionamiento del Estado tenía, y sigue teniendo, dos instituciones centrales —los tribunales de justicia y la maquinaria del gobierno— en las que la práctica de la retórica era fundamental. Por el momento no hablaré de los tropos y figuras que componen la caja mágica del retórico. La falta de espacio me impide explicar cómo los misteriosos Córax y Tisias ya urdieron todo el asunto en el siglo V a. C.


No me detendré en la forma en que una confusión de hace mucho tiempo ha hecho que se hable de occupatio —cuando en realidad se quiere decir occultatio— para describir el proceso de transmitir una información que, en apariencia, se considera poco importante. Por el contrario, comenzaremos con una panorámica general. Propongo que tomemos una página del libro de William Empson. En la introducción a su obra clásica de crítica literaria, Seven Types of Ambiguity [Siete clases de ambigüedad], estableció sus términos: «Ambigüedad, en el lenguaje cotidiano, significa algo muy característico y, como norma, ingenioso o engañoso. Mi intención es utilizar esa palabra en un sentido amplio y consideraré pertinente para mi tema cualquier matiz verbal, por tenue que sea, que permita reacciones distintas al mismo fragmento de lenguaje». Tras anunciar que se proponía definir la ambigüedad «en un sentido amplio», añadió en el párrafo siguiente que «en un sentido lo suficientemente amplio cualquier proposición en prosa puede considerarse ambigua». De un plumazo, Empson había firmado el equivalente disciplinario de un cheque en blanco. Y a partir de ahí aquel barbudo excéntrico se puso a demostrar que «el gato estaba sentado en la alfombra» es una proposición extremadamente ambigua. Mi intención es utilizar «retórica» en un sentido amplio. Con esto no quiero decir simplemente que me voy a permitir la máxima libertad para escribir acerca de lo que me interesa —aunque lo voy a hacer—, sino también que todo el proyecto del libro se asienta, espero, sobre la conciencia de que prácticamente cualquier acto de habla puede entenderse de una forma u otra como retórico, bien en sí mismo o en el contexto en que se profiere. Voy a poner un ejemplo de esto último. Si digo: «Tony tiene una enfermedad venérea y halitosis», es lisa y llanamente la declaración de un hecho, o, al menos, eso es lo que se supone. Pero puede cobrar un carácter más o menos retórico dependiendo del contexto en que la profiera. Contexto uno: Soy recepcionista de un médico de cabecera y estoy leyendo a mi jefe los resultados de unos análisis clínicos de un paciente que nos han remitido. Aquí, la frase es todo lo neutral posible. Puede haber algo de mordacidad en «halitosis», pero básicamente estoy transmitiendo información sin intentar convencer. Si tiene el efecto de inducir al médico a tomarse la tarde libre, es fortuito. Si, por otra parte, fuera un recepcionista sin ninguna profesionalidad y mientras leyera el diagnóstico me agarrara la garganta y sacara la lengua quizá estaríamos entrando en la región de la retórica epidíctica: la retórica del elogio y el insulto. Contexto dos: Soy un abogado que está intentando desmontar la defensa del demandado, según la cual no solo es virgen sino que se encontraba en el dentista cuando supuestamente engendró un hijo con la señorita X. En este contexto estoy tratando de convencer a mi audiencia de algo sobre el pasado. Esto entra de lleno en el ámbito de la retórica judicial o forense, el tipo de retórica que se da con más frecuencia en los tribunales. Contexto tres: Soy amigo de la señorita Y. Estamos en un club nocturno y ella ya no se tiene en pie. Después de una docena de cubalibres, ha empezado a echar miradas cariñosas a Tony, el guaperas de camisa abierta que está al otro lado de la barra poniendo posturitas de discoteca. Mi objetivo no es transmitir información, sino hacer menos atractiva la perspectiva de irse a casa con Tony.

(Y, quizá, más atractiva la de venirse conmigo). De nuevo, intento convencer y mi interés no está en el pasado o en el presente, sino en el futuro. Esto es lo que se denomina retórica deliberativa, y si resulta útil en los clubes nocturnos aún lo es más en la política. Pero dejemos a Tony. Y dejemos también la división de la retórica en epidíctica, judicial y deliberativa, aunque volveré a ella pronto. Por el momento, lo que me interesa dejar claro es que la retórica significa mucho más que la oratoria formal ensayada. Con sus tentáculos alcanza todos los rincones de la vida cotidiana y salpica de polvo mágico la conversación más convencional. (¿Tentáculos? ¿Polvo mágico? Como ve, tiene facetas insospechadas). En la medida en que el siglo XX —alias «el siglo que la retórica olvidó»— prestó atención a la retórica, pues esta fue colonizada por teóricos del lenguaje, lingüistas estructuralistas y críticos literarios, fue para señalar simplemente eso: la «retoricalidad» del lenguaje. Ocurrió así: a los teóricos literarios y filósofos les entusiasmó la idea de que el lenguaje era ambiguo. Entonces, empezaron a sospechar que podría serlo por una razón: el lenguaje metafórico y figurativo quizá estuviera al servicio de los intereses del Poder. Y entonces se preguntaron si la naturaleza misma del lenguaje no sería metafórica, figurativa y —esta es la palabra importante— «inestable». Finalmente, concluyeron —citando a John Bender y a David E. Wellbery, que ofrecen un buen ejemplo del tipo de verborrea altisonante a la que son aficionados— que: La retoricalidad […] manifiesta el carácter infundado, de infinitas ramificaciones, del discurso en el mundo moderno. Por esta razón no permite un metadiscurso explicativo que no sea en sí mismo retórico. La retórica ya no es el nombre de una doctrina y una práctica, ni tampoco una forma de memoria cultural; por el contrario, se convierte en algo muy próximo a la condición de nuestra existencia[1]. Decidieron que no se podía confiar en el lenguaje. Pero eso ya se lo podía haber dicho Aristóteles. Así que, a partir de este supuesto, me propongo presentar en este libro un panorama general de la materia: cómo se ha enseñado, practicado y concebido la retórica desde sus orígenes en el Ática hasta su apoteosis en el siglo XXI. Relataré las historias de algunas de sus grandes figuras: los héroes y villanos de las artes de la persuasión. Hombres como Cicerón, Erasmo, Adolf Hitler y Gyles Brandreth. Explicaré por qué después de todo George W. Bush no era tan tonto y por qué Winston Churchill no fue siempre el gran orador que recuerda la posteridad. Intentaré proporcionarle un conocimiento práctico del vocabulario técnico. El glosario incluido al final del libro ofrece definiciones y ejemplos de los principales términos, aunque yo también procuraré que su significado quede claro cuando aparezcan en el texto.

Y, lo que es más importante, espero ayudarle a comprender los principios subyacentes a dichos términos. Trataré de que adquiera una intuición de por qué los argumentos prosperan y fracasan, pues el estudio técnico de la retórica no es, en lo fundamental, más que una forma sistemática de hacer eso mismo. Y, a lo largo del libro, examinaré varios grandes y no tan grandes discursos de esta época y de otras, y exploraré algunos de los caminos poco transitados pero más interesantes del pensamiento europeo. Al final, tendrá su propio criterio. Incluso si no se convierte en una lumbrera de la retórica, será capaz de escuchar los discursos de los políticos en la televisión y decir algo más que: «¡Vaya gilipollas que es este tío!». Añadirá levantando una ceja con aire sofisticado: «¿Será capaz de hablar diez segundos seguidos sin utilizar otra maldita anáfora? Parece que este semianalfabeto no pasó de la letra “a” de su manual de retórica». La retórica es el lenguaje en acción; es el lenguaje y algo más. Es lo que convence y engatusa, inspira y embauca, entusiasma y engaña. Hace que los delincuentes sean condenados y después, en la apelación, liberados. Hace que los gobiernos triunfen y caigan, que en ocasiones los padrinos de boda sean temidos por las novias de sus amigos y que adultos sensatos marchen decididos hacia las ametralladoras. Y el material del que está hecha es como el párrafo anterior. Está hecha de pares —«inspira y embauca», «convence y engatusa». Está hecha de grupos de tres. Está hecha de frases repetidas. Está hecha, con mucha frecuencia, de medias verdades y vaciedades que suenan bien, de falsas oposiciones y nombres abstractos e inferencias dudosas. Pero también está hecha de verdades sonoras y declaraciones vitales. Es una forma de aplicar nuestros supuestos y modos de ver a nuevas situaciones y de que el lenguaje de la historia se canalice, revitalice y adquiera nueva fuerza en cada época. El lenguaje técnico de la retórica puede resultar intimidatorio. Auxesis, homoioteleuton, paralipsis, mesozeugma…, al lector ocasional le pueden recordar a las etiquetas de esas botellitas de aguardiente que ha coleccionado en sus vacaciones en Grecia y que ahora están cogiendo polvo al fondo de su mueble bar. Estos términos técnicos, como las bebidas, en realidad son una fuente de satisfacción una vez que se les empieza a conocer. Llegará el momento en que no querrá olvidar una gran noche con el epiquerema. Pero, en sí mismos, no son nada. No son más que una forma de describir una serie de artificios que ya existen y que vemos en acción a nuestro alrededor. Y quizá descubra que su lenguaje es más retórico de lo que supone. Recuerde al bourgeois gentilhomme de Molière, cuando exclamó: «¡He estado hablando en prosa durante más de cuarenta años sin saberlo!».

Sus padres utilizaron la retórica con usted desde los primeros momentos de su vida y, en cuanto pudo formar palabras, usted empezó a usarla para responderles. Sus compañeros de colegio, sus colegas del trabajo y compañeros de chat en los recónditos confines de Internet utilizan la retórica. Sus sacerdotes y políticos, sus locutores y anuncios publicitarios utilizan la retórica. Usted mismo ha estado utilizando la retórica toda su vida. Después de todo, usted sabe lo que es una pregunta retórica, ¿verdad?(1). Todos estamos familiarizados con la forma en que las personas hacen preguntas para las que no esperan respuesta: «¿Es que aquí no me escucha nadie?», «¿Has visto una chaqueta más bonita?» o «¿Cómo se me ocurriría tener dos hijos?». Si nos paramos a pensarlo, esta es una forma bastante abstrusa de emplear el lenguaje. Por qué no decir: «Nadie me escucha», «La chaqueta que me acabo de comprar es muy bonita» o «Estos llorones me han destrozado la vida». Tan integrado está en el lenguaje cotidiano este extraño adorno —la pregunta que no va dirigida a nadie en particular— que apenas lo percibimos. Yo mismo lo utilicé inadvertidamente en la propia frase en la que planteé el interrogante. Y es que cuando pensamos que estamos hablando lisa y llanamente en realidad estamos llenando la frase de artificios retóricos. Todos nosotros somos retóricos por instinto y por formación. Así que no es de extrañar que esos términos —empleados inconscientemente, entendidos instintivamente— hayan colmado nuestro lenguaje hasta hoy. Cuando oímos decir que alguien ha pronunciado un «panegírico» o un «elogio fúnebre», estamos escuchando términos retóricos. Incluso Derek Zoolander —en la estupenda película que lleva su nombre, un modelo masculino de extraordinaria estupidez— sabe de qué hablamos. Casi. «“Panegirizador”. El que habla en los funerales —dice a una periodista, de la que sospecha que le menosprecia—. ¿O creíste que no sé lo que es un “panegirizo”?». Cuando oímos palabras como «paréntesis», «apología», «colon», «cesura» o «periodo»; cuando alguien habla de un «lugar común» o de «emplear una figura del lenguaje», también son términos retóricos. Cuando en una fiesta de despedida se escucha el homenaje más exagerado o en el intermedio de un partido el entrenador pronuncia las palabras más alentadoras, se está utilizando la retórica… y sus formas básicas no han cambiado desde que Cicerón hizo huir al traidor Catilina. Lo que ha cambiado es que, mientras que durante cientos de años la retórica estuvo en el centro de la educación occidental, ahora prácticamente ha desaparecido como área de estudio , y está dividida como el Berlín de la posguerra entre la lingüística, la psicología y la crítica literaria. Incluso en las universidades se considera objeto de interés de una minoría interesada en el pasado y un tanto remilgada. Así que, aunque la retórica está a nuestro alrededor por todas partes, no la vemos. De hecho, es precisamente por eso por lo que no la vemos.

Explicar la retórica a un ser humano es, o debería ser, como explicar el agua a un pez. En los párrafos anteriores he utilizado auxesis, antítesis, quiasmo, digresión, apóstrofe, erotema, epístrofe, endíadis y argumentum ad populum. Incluso algo de polisíndeton. (Por no mencionar la occultatio; prolepsis: volveré más tarde sobre ello). Sin embargo —al menos creo que puedo decirlo con relativa confianza—, suena más o menos a… sí, español. No es una disciplina académica ni está reservada a los oradores profesionales. Está aquí, ahora, cuando usted argumenta a la compañía de seguros, pide a la camarera una mesa cerca de la ventana o trata de convencer a sus hijos, que se han atiborrado de mermelada, de que se coman la dichosa verdura. Lo mismo que el pez en el agua, podemos nadar en la retórica de manera inconsciente. Pero nos perdemos mucho si no nos paramos a pensar un poco sobre ella. Comprender la retórica nos hace más capaces de apreciar sus prodigios y placeres, y nos capacita para utilizarla mejor y para no dejarnos engañar por la palabrería del bribón que nos quiere vender el doble acristalamiento. Pero aún hay más. Pensar sobre la retórica es pensar sobre algo fundamental para la política, el ADN de nuestra cultura y el funcionamiento básico de la mente humana. No empleamos el lenguaje para transmitirnos información sin más. Intercambiamos información porque conseguimos algo con ello, porque nos resulta útil o agradable: nos saca de problemas o nos mete en la cama. Empleamos el lenguaje para engatusar y seducir, impresionar e inspirar, encomiar y justificar. El lenguaje ocurre porque los seres humanos somos máquinas llenas de deseos, y lo que vincula el deseo y el lenguaje es la retórica. Pensar sobre la retórica —volvamos por un momento a mi pobre pez despreocupado de todo esto— es estar un poco más cerca de poder ver la pecera. Y pensemos, por un momento, en lo que la retórica —en su sentido básico de una persona que intenta convencer a otra de una verdad o un ideal— ha conseguido. ¿Qué ha hecho la retórica por nosotros? Bueno, para empezar, ha producido toda la civilización occidental. ¿Qué es la democracia sino la idea de que el arte de la persuasión ha de ocupar formalmente el centro del proceso político? ¿Qué es el derecho sino una forma de dotar a las palabras de poder formal en el mundo y qué es el tribunal sino un lugar en el que el arte de la persuasión configura la sociedad civil? ¿Y cuál es, en una sociedad en la que una persona o grupo ejerce un poder sobre los demás —que es lo mismo que decir en todas las sociedades—, el instrumento de ese poder sino las palabras? Muchos déspotas, como el senil Robert Mugabe (o el difunto Kim Jong-il), no son físicamente más fuertes que las personas que están bajo su poder, pero controlan el lenguaje. Se posicionan — otra idea retórica central— en un sistema de supuestos y temores comunes. Cuando Shakespeare hace que su rey Enrique se mezcle inadvertidamente entre sus hombres antes de Agincourt y les exhorte a las puertas de Harfleur, hemos de entender que sus palabras surtieron un efecto decisivo. Esto no es una licencia poética. La retórica ha impelido a las personas a unirse a batallas y a evitarlas, ha provocado la caída de potencias imperiales y ha colonizado medio mundo. Gandhi nunca cogió una espada.

Karl Marx nunca usó un arma. «WWJD?»(2), pregunta el acrónimo de una pegatina evangélica. «¿Qué haría Jesús?». Sabemos lo que hizo. Habló a la gente. Eso, y nada más. Fue crucificado no porque se levantara en armas contra el Imperio romano, sino porque a los romanos no les gustaba lo que decía. Lo mismo es válido para todas las religiones del libro. La cuestión es que la casi invisibilidad de la retórica como objeto de estudio en el mundo moderno ha tenido un efecto desafortunado e imprevisto sobre la forma en que la consideramos. Cuando percibimos que está actuando sobre nosotros, desconfiamos. En la pintura, la ficción y los filmes realistas se suele decir que hay que aspirar a que «el arte oculte el arte». El público no debe distraerse por la raya de lápiz que el artista no borró, un autor demasiado presente o el visor digital del reloj adivinándose en la muñeca de King Kong. Un poema puede ser un soneto petrarquiano compuesto con el máximo rigor, pero al autor se le admirará porque se lee casi como si fuera prosa. Esta es, en general, la condición de los tiempos. Lo mismo ocurre con la oratoria. Soportamos el estilo elevado en ciertas ocasiones —en momentos de duelo nacional o de cambio histórico—, pero en general preferimos las cosas en tono menor. Esto es algo relativamente reciente. Durante siglos, la oratoria, bien en sermones o en los tribunales, se ha considerado una forma de entretenimiento en sí misma. Hoy en día, los discursos nos emocionan mucho menos cuando parecen representaciones estudiadas. Es un lugar común en el teatro que si la mayoría de nosotros viéramos a uno de los grandes actores del siglo XVIII o XIX representar su Hamlet simplemente nos desternillaríamos de risa. Parecería histriónico y de una teatralidad inverosímil. Incluso Laurence Olivier, a los ojos de hoy, a veces resulta un gran fiasco. Recordemos su película Otelo. La cámara se acerca y —con la cara cubierta de betún negro— hace ademanes y gesticula y pone los ojos en blanco como la caricatura de un minstrel al que le ha dado un ataque. Esto no significa necesariamente menospreciar a Olivier.

En parte, es que ha pasado la época en la que actuar significaba ser capaz de proyectar tanto la voz como los gestos para el espectador más miope y más duro de oído que estuviera en el último rincón del teatro; la época anterior a la intimidad de la televisión y el prodigio del sonido amplificado. Pero también se ha producido un cambio en el estilo. Lo mismo ocurre con la retórica. Aquellos elaborados periodos churchillianos parecen de otra era histórica. Los intercambios políticos cotidianos en el Parlamento —y el sistema que tenemos en el Reino Unido, en el que se lanzan preguntas desde ambos lados de la cámara, ya favorece un estilo más conversacional— recuerdan más a un juego de ping-pong que a intercambios de fuego de mortero. Pero el estilo llano al que estamos acostumbrados no es menos una estrategia retórica que el estilo elevado que nos resulta pomposo o falso. Lo que hoy nos parece «retórico» es, en su mayor parte, retórica que no funciona. En cualquier caso, ahí es donde estamos. Las pocas veces en las que se emplea el término «retórico» es con desaprobación: como el epítome de todo lo que es insustancial, hinchado y adornado innecesariamente, así como poco fiable. La era digital ofrece buenas herramientas para pulsar cómo tienden a agruparse nombres y calificativos. Si tecleas «solo retórica» en Google obtienes más de nueve millones de resultados. «Mera retórica» da 1.360.000. Y el más negativo, «retórica vacía», da 450.000, y más aún relacionándola con «Obama»(3) Aquí volvemos a los orígenes de este libro, en la época de la investidura de Barack Obama como presidente de Estados Unidos en 2009. Eran los tiempos de la «obamamanía» u «obamarama», como solía llamarla un conocido, creada por su retórica durante la campaña — junto con su juventud, liberalismo, raza, el hecho de no ser George Bush y todo lo demás—. Como antiguo estudiante de literatura inglesa que había pasado sus horas más locas no tomando pastillas en el bar de la facultad, sino meditando sobre una lista de términos retóricos, el estilo de los discursos de Obama despertó mi interés. La suya era una oratoria que se reconocía orgullosamente como oratoria, y sin embargo no parecía ni anticuada ni afectada. Y, desde luego, no resultaba anodina. De hecho, parecía que literalmente fuera a cambiar el orden mundial. Cuando escribí un extenso artículo sobre el tema, me preocupaba que el número de términos griegos aparentemente abstrusos fuera a disuadir a los posibles lectores. Al final, parece que nadie encontró el artículo ininteligible; de hecho, es probable que tocara una vena de interés por esta descuidada área del conocimiento. El resultado fue la idea de escribir el libro que tiene en sus manos. Así que volvamos a aquellos momentos.

Es un buen lugar para empezar. La historia de la campaña de Barack Obama a la presidencia constituye un gran ejemplo tanto del poder de la retórica como del poder de la hostilidad a la retórica. Más que ninguna otra cosa, fueron el equilibrio y la persuasión de su oratoria lo que permitió a Obama vencer a Hillary Clinton, mejor organizada y con muchos más fondos, en las primarias demócratas a la presidencia. Cuando la fiebre del «Yes We Can» se apoderó del país, los republicanos —dirigidos por unos oradores considerablemente menos persuasivos: John McCain(4) y Sarah Palin(5)— parecieron hundirse. Lo interesante fue que, en muy poco tiempo, Obama fue atacado no por sus políticas o por su historial de voto, sino por su capacidad para hablar clara, articulada y emotivamente. Daba la impresión de que, aunque esperamos que los políticos pronuncien discursos, no queremos que lo hagan demasiado bien. Sus enemigos políticos adoptaron una línea de ataque constante y distintiva. Incluso Hillary Clinton trató de menospreciarle caracterizándole como un hombre que solo «hace discursos». En octubre de 2008 el crítico James Wood publicó en la revista The New Yorker un divertido y penetrante artículo sobre el tema titulado «La guerra republicana a las palabras». Wood citaba a dos destacados republicanos. De Phyllis Schlafly, a quien de forma muy poco galante describía como «extremista correosa», mencionaba su admiración por Sarah Palin, porque «es una mujer que trabajaba con las manos»(6), mientras que Obama no era «más que un elitista que trabajaba con las palabras». Otro republicano, Rick Santorum, afirmó que Obama «solo era una persona de palabras» y añadió que «las palabras lo son todo para él». Invocando tanto la corriente histórica del antiintelectualismo estadounidense como el viejo resabio puritano de que «la letra mata, pero el espíritu da la vida», Wood diagnosticó «una profunda desconfianza hacia el propio lenguaje». El argumento —repetido incluso por el rival de Obama a la presidencia, John McCain, que acusó varias veces a su oponente de «desmenuzar las palabras»— consistía en que las palabras mismas eran el enemigo y que el cuidado que ponía Obama en su uso le hacía intrínsecamente poco fiable. Por el contrario, Sarah Palin defendía a John McCain de las críticas calificando de injusto un «nuevo ataque a la verborrea [sic] que utilizó». La implicación del argumento de Palin es que las palabras de Obama, bien elegidas, servían para ocultar su esencia (que era mala) y que las de McCain, mal elegidas, también servían para ocultar su esencia (que en este caso era buena). Entonces, ¿cómo va a adivinar el votante la verdadera esencia de los candidatos si no es por sus palabras? Aquí dejamos el ámbito de la política y entramos en el de la teología. Como veremos, existe una arraigada tradición —que se remonta a Platón— de hostilidad a la retórica. Se la considera una herramienta de demagogos y mentirosos. Pero los términos en los que se expresa esa desconfianza siempre son verbales. El senador McCain y sus partidarios no utilizaron el lenguaje de signos en su campaña, ni metieron figuritas de plastilina de los superhéroes republicanos en los buzones de los votantes. Él y su equipo siguieron pronunciando discursos, enviando folletos por correo, pagando cuñas en radio y televisión, pidiendo el voto por teléfono y por e-mail, y todo lo demás. Simplemente no lo hicieron tan bien como Obama. En último término, la antirretórica no es más que otra estrategia retórica. Retórica es lo que hacen los otros, mientras que nosotros simplemente decimos la verdad tal y como la vemos.

Algunos de los grandes oradores de la historia, como Forrest Gump y Yogi Berra, han hecho de esta estrategia su punto fuerte. Usted podría intentar lo mismo. Pero utilizará esa técnica más hábilmente si sabe lo que es: una técnica entre muchas otras. Y si entiende lo que está haciendo el contrario, estará en mejores condiciones de pasar al ataque y desenmascarar su retórica rimbombante. Se ha dicho que el conocimiento es poder. Y la retórica es lo que da su poder a las palabras. Así que conocer la retórica nos proporciona, como ciudadanos, el bagaje para ejercer el poder y oponernos a él. Como escribió W. H. Auden en «1 de septiembre de 1939»: Lo único que tengo es una voz para deshacer la mentira y sus dobleces. La retórica es lo que sirve para hacer y deshacer los dobleces de la mentira. ¿Todavía no acaba de creerlo? Voy a intentar convencerle.

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