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Max Hastings – 1914. El año de la catástrofe

El prestigioso autor Max Hastings se aparta de los relatos al uso para mostrarnos cómo una Europa incapaz de imaginar la magnitud de la catástrofe que iba a desencadenarse se lanzó a lo que pretendía ser «la guerra para acabar con todas las guerras», y fue, por el contrario, el inicio de un siglo de barbarie. Hastings se basa en los resultados de las investigaciones más recientes para profundizar en los orígenes, los planes y la dirección del conflicto, y baja después hasta el campo de batalla para, como gran historiador de la guerra que es, narrarnos los combates y revivir la experiencia humana de quienes participaron en ellos, valiéndose de una riquísima documentación de cartas, diarios y testimonios de veteranos de guerra —oficiales rusos, artilleros serbios, soldados franceses o belgas…— que está en poder del autor. Un libro esclarecedor que va mucho más allá de los tópicos.


 

En 1910, el general de brigada Henry Wilson, por entonces comandante de la escuela militar del Ejército Británico, defendió la probabilidad de que estallase una guerra en Europa y sostuvo que, para Gran Bretaña, la única opción prudente era aliarse con Francia en contra de los alemanes. Un estudiante se aventuró a discutírselo, alegando que solo «una estupidez inconcebible por parte de los hombres de estado» podría precipitar una conflagración general. Wilson le respondió con sorna: «¡Ja, ja, ja! ¡Una estupidez inconcebible es precisamente lo que se va a encontrar!» [1] . «Nos estamos preparando para entrar en un largo túnel, lleno de sangre y oscuridad». AndréGide, 28 de julio de 1914 [2] . El 16 de agosto, un funcionario del ministerio ruso de Asuntos Exteriores le dijo al agregado militar británico, en tono de broma: «Ustedes, los militares, tendrían que estar muy satisfechos de que les hayamos preparado una guerra tan bonita». El oficial respondió: «Mejor esperemos a ver si, después de todo, será una guerra tan bonita» [3] . INTRODUCCIÓN Winston Churchill escribió, años más tarde: «Ninguna parte de la Gran Guerra se puede comparar, por su interés, con el principio. La acumulación silenciosa y acompasada de unas fuerzas colosales, la incertidumbre sobre sus movimientos y posiciones, la gran cantidad de hechos desconocidos e incognoscibles hicieron de la primera colisión un drama jamás superado. En la guerra tampoco se dio ningún otro período en el que la batalla general se librase a tan gran escala, en el que la carnicería fuese tan rápida o hubiera tanto en juego. Por añadidura, al principio, nuestras capacidades de asombro, horror y entusiasmo aún no habían quedado cauterizadas e insensibilizadas por los años de hornos en llamas» [1] . Así sucedió, en efecto, aunque entre los compañeros de Churchill que vivieron aquellos sucesos gigantescos, pocos se echaron sobre ellos con tal ansia. En nuestro siglo XXI, la estampa popular de la primera guerra mundial está dominada por imágenes de trincheras, barro, alambradas y poetas. Se tiende a creer que el primer día de la batalla del Somme, de 1916, fue el más sangriento del conflicto. No es así. En agosto de 1914, el ejército francés avanzaba por entre un bucólico paisaje virginal, bajo un sol radiante, en masas compactas, con sus abrigos azules y sus pantalones rojos, capitaneado por oficiales en sus monturas de batalla, con banderas al viento y bandas de música; así, libró batallas completamente distintas de las que se vivirían luego, y con un coste diario aún más terrible. Aunque las pérdidas del bando francés son objeto de discusión, los mejores cálculos sugieren que en los cinco meses de guerra de 1914 sufrió bastante más de un millón de bajas [*1] , de las que 329 000 fueron fallecidos. Una compañía que entró en su primera batalla con 82 hombres, a finales de agosto solo contaba con tres hombres vivos e ilesos. Los alemanes sufrieron 800 000 bajas en el mismo período, lo que supuso tres veces más muertes que durante toda la guerra franco-prusiana. Esta cifra también representó un índice de pérdidas superior a cualquier otra fase posterior del conflicto. En agosto, los británicos se batieron en dos combates, en Mons y en Le Cateau, que se incorporaron a su leyenda nacional. En octubre, su pequeña fuerza se vio sumida en una pesadilla de tres semanas: la primera batalla de Ypres.


Lograron mantener la línea a duras penas y con una contribución belga y francesa mayor de lo que los chovinistas admiten; pero buena parte del viejo ejército británico descansa para siempre en los cementerios de la región: en 1914 murieron cuatro veces más soldados del rey que los caídos durante los tres años de la guerra de los bóers. Mientras tanto, en el este, semanas después de haber abandonado sus campos de cosecha, tiendas y tornos, los soldados rusos, austríacos y alemanes, todos recién movilizados, se enfrentaron en grandes combates; la diminuta Serbia infligió a los austríacos una serie de derrotas que dejó tambaleante al imperio de los Habsburgo, con un total, en Navidad, de 1,27 millones de bajas a manos serbias y rusas, lo que equivale a una tercera parte de sus soldados movilizados. Muchos libros sobre 1914 se limitan o bien a describir la tormenta política y diplomática que comportó que, en agosto, las tierras se inundaran de ejércitos, o bien ofrecen una historia militar. Yo he tratado de aunar ambas tendencias para ofrecer a los lectores algunas respuestas, al menos, a la gran pregunta: ¿qué le sucedió a Europa en 1914? Los primeros capítulos describen cómo empezó la guerra. Más adelante, narro los sucesos acaecidos en los campos de batalla y detrás de ellos, hasta que, con la llegada del invierno, el conflicto quedó en tablas y adquirió el carácter militar que conservaría, en gran medida, hasta la última fase, en 1918. Poner el punto final en la Navidad de 1914 es arbitrario, pero me gustaría apelar al comentario donde Winston Churchill sostenía que la fase inicial del conflicto tuvo un carácter único, lo que justifica un examen aislado. En el capítulo de conclusión ofrezco algunas reflexiones más amplias. El estallido se ha descrito, con razón, como la serie de acontecimientos más compleja de la historia, mucho más difícil de comprender y explicar que la revolución rusa, el principio de la segunda guerra mundial o la crisis de los misiles de Cuba. Esta parte de la historia es, inevitablemente, la de los hombres de estado y los generales que buscaron la guerra; la de las estratagemas opuestas de la Triple Alianza —Alemania y Austria-Hungría, junto con Italia como miembro inactivo— contra la Triple Entente de Rusia, Francia yGran Bretaña. En laGran Bretaña actual, muchos creen que la guerra fue tan horrenda que apenas importan las causas diversas que motivaron la intervención de los distintos beligerantes; la versión Blackadder de la historia, si me permiten citar la famosa serie satírica de la BBC. Me parece un enfoque erróneo, aún sin compartir plenamente el punto de vista ciceroniano según el cual las causas de los sucesos son más importantes que los sucesos mismos. Un historiador tan sabio como Kenneth O. Morgan, ni conservador ni revisionista, pronunció en 1996 una conferencia acerca del legado cultural de los dos desastres mundiales del siglo XX, en la que sostenía que «la historia de la primera guerra mundial fue secuestrada por los críticos en la década de 1920». Entre estos destaca Maynard Keynes, un germanófilo apasionado que denunció la supuesta injusticia e insensatez del tratado de Versalles de 1919, sin dedicar un momento a pensar qué clase de paz habría tenido Europa si la hubieran diseñado un Kaiserreich victorioso y sus aliados. El contraste entre la repugnancia del pueblo británico tras la primera guerra mundial y su triunfalismo posterior a 1945, igualmente insensato, es llamativo y exagerado hasta el absurdo. Por mi parte, estoy entre los que rechazan la idea de que el conflicto de 1914-1918 perteneciera a un orden moral distinto al de 1939-1945. Si Gran Bretaña se hubiera mantenido al margen mientras las potencias centrales conquistaban el continente, sus intereses se habrían visto directamente amenazados por una Alemania cuya victoria habría alimentado, sin duda, las ansias de dominación. El cronista del siglo XVII John Aubrey escribió: «En 1647 fui a visitar a Parson Stump, movido por la curiosidad de ver sus manuscritos, algunos de los cuales había contemplado ya en mi niñez; pero en aquella época se habían perdido y dispersado: sus hijos eran cañoneros y soldados y limpiaban con ellos sus cañones». Todos los historiadores se enfrentan a disgustos parecidos, pero los estudiosos de 1914 se ven afligidos por el fenómeno inverso: hay una sobreabundancia de material en muchas lenguas, y buena parte es sospechoso o claramente corrupto. Casi todos los actores principales falsificaron, en mayor o menor medida, el testimonio de sus actuaciones; mucho material de archivo quedó destruido, no solo por descuido, sino porque con frecuencia se lo juzgó injurioso para la reputación de los países o los individuos. A partir de 1919, los líderes alemanes, persiguiendo la ventaja política, hicieron cuanto estuvo en su mano por moldear un testimonio que pudiera exonerar a su país de la responsabilidad de la guerra, y para ello eliminaron de forma sistemática todas las pruebas embarazosas. Algunos serbios, rusos y franceses llevaron a cabo acciones similares. Además, dado que fueron muchos los hombres de estado y militares que a lo largo de los años previos a 1914 cambiaron de opinión en diversas ocasiones, sus palabras públicas y privadas pueden utilizarse como prueba de un extenso y variado abanico de juicios acerca de sus convicciones e intenciones. En una ocasión, un estudioso describió la oceanografía como «una actividad creativa que emprenden individuos que… satisfacen su propia curiosidad. Tratan de encontrar modelos significativos en los datos de las investigaciones, propias y ajenas; y, con mucha más frecuencia de la que cabría esperar, la interpretación no pasa de la simple conjetura» [2] .

Lo mismo sucede con el estudio de la historia en general, y con la de 1914 en particular. El debate intelectual sobre la responsabilidad de la guerra se ha prolongado durante décadas y ha vivido diversas fases. Desde la década de 1920, se dio especial credibilidad a la idea —influida por la extendida creencia de que el tratado de Versalles, de 1919, impuso a Alemania condiciones de una severidad excesiva— de que la culpa recaía por igual en todas las potencias europeas. Luego vio la luz —en 1942 en Italia y en 1953 en Gran Bretaña— un trabajo fundamental de Luigi Albertini, Le origini della guerra del 1914, que sentó las bases de muchos estudios posteriores, especialmente en lo relativo al énfasis sobre la responsabilidad alemana. En 1961, Fritz Fischer publicó otro libro innovador, Griff nach der Weltmacht: die Kriegszielpolitik des Kaiserlichen Deutschland, 1914-18, donde sostenía que el Kaiserreich debía cargar con el peso de la culpa, porque pruebas documentales demostraban que los líderes del país habían resuelto iniciar una guerra europea antes de que el acelerado desarrollo de Rusia y su armamento precipitasen un cambio radical en la ventaja estratégica [*2] . Al principio, los compatriotas de Fischer respondieron con indignación. Eran miembros de una generación que aceptaba a regañadientes la obligación de cargar con la responsabilidad de la segunda guerra mundial; y allí estaba Fischer, insistiendo en que su propia nación también debía cargar con la culpa de la primera. Aquello era excesivo y la comunidad académica se le echó encima. El encarnizamiento de la «controversia de Fischer» en Alemania jamás ha tenido igual en ningún otro debate histórico comparable, ya sea en Gran Bretaña o en Estados Unidos. Calmadas las aguas, sin embargo, se llegó a un notable consenso de que, con algún pequeño matiz, Fischer estaba en lo cierto. No obstante, en las tres últimas décadas, autores de ambas orillas del Atlántico han puesto en tela de juicio, de forma rotunda, distintos aspectos de su tesis. Entre las aportaciones más impresionantes se cuenta la de Georges Henri Soutou, L’or et le sang [«El oro y la sangre»], de 1989. Soutou no abordó las causas del conflicto sino los distintos objetivos de guerra de los aliados y las potencias centrales, y demostró de forma muy convincente que los alemanes, más que entrar en la guerra con un plan coherente que buscara dominar el mundo, fueron construyendo sus objetivos sobre la marcha. Otros historiadores han caminado por sendas más polémicas. Sean McMeekin escribió en 2011: «La guerra de 1914 fue la guerra de Rusia, más que la de Alemania» [3] . Samuel Williamson afirmó en un seminario celebrado en marzo de 2012 en el Centro Wilson de Washington que la teoría de una culpa netamente alemana ya no se sostenía. Niall Ferguson atribuye una gran responsabilidad al ministro de Asuntos Exteriores británico, sir Edward Grey. Christopher Clark sostiene que Austria tenía pleno derecho a exigir a Serbia, un país que era de hecho un «estado canalla», una compensación militar por el asesinato del archiduque Francisco Fernando. Por su parte, John Rohl, un historiador magistral del káiser y su corte, no ceja en la defensa de que había «pruebas cruciales de intencionalidad por parte de Alemania». No importa —por ahora— cuál de estas tesis parezca más o menos convincente; baste decir que no hay peligro de que la controversia de 1914 llegue a acallarse jamás. Existen muchas interpretaciones alternativas posibles y todas ellas son conjeturas. En los primeros años del siglo XXI se han publicado abundantes teorías frescas y evaluaciones nuevas e imaginativas sobre la crisis de julio, pero muy poco material documental antes desconocido, relevante y convincente. No existe y jamás existirá una interpretación «definitiva» del inicio de la guerra: cada escritor puede ofrecer, tan solo, una visión personal. Aunque expondré mis propias conclusiones, he hecho cuanto estaba en mi mano por acoger igualmente las pruebas divergentes, para que los lectores puedan decidir por sí mismos. Los testigos contemporáneos quedaron tan sobrecogidos como lo están hoy sus descendientes del siglo XXI ante la enormidad de lo que le ocurrió a Europa en agosto de 1914 y durante los meses y los años que siguieron.

El teniente Edward Louis Spears, oficial de enlace británico en el 5. o Ejército francés, reflexionaba extensamente un tiempo después: «Cuando un trasatlántico se hunde, todo el mundo a bordo —grandes y pequeños sin distinción— lucha en vano por igual y durante un tiempo similar contra elementos que los superan en tal mesura que cualquier diferencia existente entre las fuerzas o capacidades de los nadadores es insignificante comparada con las fuerzas contra las que se enfrentan y que los sepultan a todos con una diferencia de unos pocos minutos entre sí» [4] . A partir del momento en que las naciones quedaron bloqueadas en la batalla, yo he hecho hincapié en el testimonio de las gentes más modestas — los soldados, marinos y civiles— que se convirtieron en sus víctimas. Aunque aquí se retrata a hombres famosos y se habla de sucesos bien conocidos, cualquier libro escrito después de un siglo debe aspirar a traer nuevos invitados a la fiesta, lo que ayuda a explicar mi interés por los frentes serbio y galiziano, poco conocidos para los lectores occidentales. Una dificultad a la hora de describir los vastos acontecimientos que se desarrollaron simultáneamente en campos de batalla situados a muchos cientos de kilómetros unos de otros es decidir cómo presentarlos. Yo he escogido recorrer los escenarios uno tras otro, asumiendo un pequeño perjuicio cronológico. Esto significa que los lectores deben recordar —por ejemplo— que en Tannenberg se batalló al mismo tiempo que los ejércitos francés y británico se replegaban hacia el Marne. En aras de la coherencia, creo más conveniente evitar carreras apresuradas de un frente a otro. Como en algunos de mis libros anteriores, me he esforzado por omitir los detalles militares, como los números de división y regimiento y otros datos semejantes. La experiencia humana es lo que atrae con mayor prontitud la imaginación de un lector del siglo XXI. Pero para comprender la evolución de las primeras campañas de la primera guerra mundial, es esencial saber que todos los comandantes temían por encima de todo quedar «con el flanco al descubierto», porque los extremos exteriores y la retaguardia de un ejército son sus puntos más vulnerables. Mucho de lo que les sucedió a los soldados en el otoño de 1914, ya fuera en Francia, Bélgica, Galizia, Prusia o Serbia oriental, se debió al intento de los generales de atacar un flanco abierto o evitar convertirse en la víctima de semejante maniobra. Hew Strachan, en el primer volumen de su magistral historia de la primera guerra mundial, abordó los sucesos de África y el Pacífico para recordarnos que esta fue, indudablemente, una contienda universal. Yo decidí que un lienzo de esas características no encajaría bien en el marco de mi trabajo. Este es, por tanto, el retrato de la tragedia europea, que bien sabe Dios que fue lo bastante magna y terrible. En aras de la claridad, he impuesto algunas formas estilísticas arbitrarias. San Petersburgo pasó a llamarse Petrogrado el 19 de agosto de 1914, pero yo he conservado el nombre antiguo —y moderno—. Serbia solía aparecer como Servia en los periódicos y documentos contemporáneos, pero yo he utilizado la primera forma, también en las citas. A los soldados y los ciudadanos del imperio de los Habsburgo se los denomina aquí con frecuencia «austríacos», fuera del contexto político, y no austro-húngaros, como sería más propio. Tras la primera mención de una persona cuyo nombre completo incluye un «von», como en el caso de Von Kluck, omito el honorífico. Los topónimos están regularizados, de modo que Mulhouse, por ejemplo, no convive con su designación alemana como Mülhausen. A pesar de haber escrito muchos libros sobre guerra, y en especial sobre la segunda guerra mundial, este es mi primer trabajo por entero dedicado a la precursora de esta última. Mi dedicación a este período empezó en 1963, cuando era un inexperto recién salido de la secundaria; me tomé un año libre y estuve trabajando como ayudante en la investigación para una serie de 26 capítulos de la BBC, The Great War; cobraba por ello 10 libras semanales, al menos 9 más de las que merecía. Entre los autores del programa se contaban John Terraine, Correlli Barnett y Alistair Horne. Entrevisté y mantuve correspondencia con muchos veteranos del conflicto, que para entonces apenas entraban en la tercera edad, e investigué tanto la literatura publicada como los documentos de archivo.

Viví aquella experiencia de juventud como una de las más felices y gratificantes de mi vida, y parte de los frutos de mi trabajo de 1963-1964 han demostrado ser útiles en este libro.

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