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Matrimonio de Sabuesos – Agatha Christie

Cuando el amable Tommy Beresford, queda desempleado y sin perspectivas de futuro al finalizar la Primera Guerra Mundial, se percata que la vida no es como él imaginaba. No obstante, al reencontrar una vieja amiga de infancia, Prudence Cowley, más conocida como Tommy y Tuppence Beresford, su vida cobra un interés inimaginado. Ambos sin dinero y sin trabajo deciden fundar la Young Adventures Limited, colocando un anuncio en el The Times, donde Tommy y Tuppence prometen: «… hacemos de todo, vamos a cualquier parte…». Claro que este irresistible dúo está apasionado por la intriga… y uno por el otro. No pierden la oportunidad de comprar y gerenciar la Agencia Internacional de Detectives Blunt. Juntos, resolverán una serie de casos de una forma que ilustra con algo de humor y en gran estilo la manera de actuar de los mayores detectives del mundo. Tommy y Tuppence se divierten hasta más no poder, mientras intentan resolver los casos más siniestros y mortíferos. En la lista de personajes envueltos en la acción se encuentra una bella actriz, un explorador del Ártico, un embajador americano y mucho más. Cada aventura guía a los recién casados tras la pista de joyas desaparecidas, documentos secretos, chocolates envenenados y otros. Lo más difícil en su tarea es descifrar quién es inocente y qué es legítimo.


 

Mistress Beresford cambió de postura en el diván y miró melancólica a través de la ventana de su departamento. El panorama no era en realidad extenso. Se limitaba a un bloque de pisitos como el suyo, situado al otro lado de la calzada. Mistress Beresford lanzó un suspiro. Después bostezó. —Me gustaría que sucediese algo imprevisto —dijo. Su marido la miró con aire de reproche. —Cuidado, Tuppence, este inmoderado afán que de pronto te ha entrado por el sensacionalismo vulgar acabará por alarmarme. Tuppence volvió a suspirar y cerró los ojos en actitud meditativa. —De modo que Tommy y Tuppence se casaron para vivir felices el resto de sus vidas —declamó—, y por lo que veo llevan camino de conseguirlo. » Pero es extraordinario —prosiguió, después de detenerse unos instantes— lo diferente que son las cosas de tal como una se las forjó. —Un pensamiento profundo, Tuppence, pero carente de originalidad. Poetas eminentes y aun grandes predicadores lo han dicho ya repetidamente y, si me apuras, con bastante más ingenio del que tú has empleado para su evocación. —Hace seis años —continuó Tuppence— hubiese jurado que con suficiente dinero para comprar cuatro chucherías y un marido como tú, la vida hubiese sido un eterno canto, como dice un poeta que a ti tanto parece entusiasmarte. —¿Es la falta de dinero, o es tu marido lo que te produce ese desaliento? — preguntó fríamente Tommy.


—Desaliento no es exactamente la palabra que pueda describir mi estado de ánimo. Es simplemente que estoy acostumbrada a otro modo de vivir. Del mismo modo que nadie se da cuenta de la bendición que supone respirar por la nariz hasta que no ha cogido un fuerte resfriado que le prive de hacerlo. —¿No crees que sería conveniente que te descuidara un poco? —sugirió Tommy—. ¿Que me fuera a los clubes nocturnos en compañía de otras mujeres? —¿Para qué? —respondió, indiferente, Tuppence—. ¿Para que me encontraras allí en compañía de otros hombres? Y con una diferencia a mi favor: yo estaría segura de que a ti no te gustarían las otras mujeres, mientras que tú no podrías decir lo propio con respecto a mí. —Bueno, ¿quieres decirme de una vez qué es lo que te pasa? ¿A qué vienen ahora esas vehemencias y ese descontento? —No lo sé. Quiero que sucedan cosas. Algo espeluznante. ¿No te gustaría, Tommy, que volviésemos a salir a la caza de espías alemanes? ¿Te acuerdas qué días más emocionantes aquellos? Claro que me contestarás que, directa o indirectamente, sigues relacionado con el servicio secreto; pero no ya como agente activo, sino como chupatintas. —¿Quieres decirme que te gustaría que me mandasen otra vez a Rusia disfrazado de contrabandista bolchevique, o algo por el estilo? —Eso no resolvería mi situación —dijo Tuppence—. No me dejarían ir contigo, y soy yo precisamente quien desea las emociones. Algo en qué emplear mi tiempo. Es lo que vengo diciéndome día tras día. —¡Bah, cabezonadas tuy as! —contestó Tommy, agitando en el aire una de sus manos. —Con veinte minutos de trabajo después del desayuno puedo dejar la casa como una patena. ¿Tienes alguna queja de mí en cuanto a orden y limpieza? —Al contrario. Tus menesteres como ama de casa son tan perfectos que casi resultan monótonos. —¡Me gusta el agradecimiento! Tú, como es natural, tienes tu trabajo — prosiguió—; pero dime, Tommy: ¿no sientes nunca un deseo ardiente por algo inesperado, por algo que rompiese esa monotonía, como tú dices, de nuestras vidas? —No —contestó Tommy—, porque esas cosas que con tanto afán buscas quizá no fuesen tan agradables ni tan interesantes como supones. —¡Qué prudentes son los hombres! —exclamó Tuppence, lanzando un suspiro—. ¡Y qué poco imaginativos! —¿Quieres decirme qué clase de novela folletinesca has estado leyendo? — preguntó Tommy. —¿Has pensado en la emoción que experimentarías —prosiguió Tuppence, haciendo caso omiso de la sátira— si alguien llamase de pronto a la puerta y al abrir te encontrases con un cadáver que entrase tambaleándose y se desplomase de pronto a tus pies? —Los cadáveres no se tambalean. —Tú sabes lo que quiero decir. —Bueno, bueno. Te aconsejo un curso de Schopenhauer o de Kant.

—Eso para ti —replicó Tuppence—, que empiezas y a a engordar y a buscar las delicias de un ancho y confortable sillón. —Eso no es verdad —gritó indignado Tommy—. Eres tú la que hace ejercicios para adelgazar. —Eso lo hacemos todas las mujeres —replicó ella impertérrita—. Pero al decir que engordabas no me refería precisamente a la materialidad de la panza, sino a ti en general. Que estabas acostumbrándote con exceso a la prosperidad y a la remolonería. —No sé qué mosca te ha picado hoy. —Es el espíritu de aventura que bulle dentro de mí —murmuró Tuppence—, siempre mejor que el de ansias amorosas, ¿no te parece? Por más que a veces… ¡a qué negártelo!, siempre he sentido el deseo de encontrarme con un hombre verdaderamente apuesto y gallardo. —¿No me has encontrado y a a mí? ¿O es que no te basto? —Un hombre tostado por el sol, fuerte, que monte a caballo y sepa manejar el lazo… —Sí, y lleve zahones de piel y sombrero de vaquero —intercaló sarcásticamente Tommy. —… y que hay a vivido en los bosques —continuó Tuppence—. Me gustaría que se enamorase perdidamente de mí. Claro que yo, fiel a mis votos, y aunque el corazón se me fuera tras él, le rechazaría virtuosamente. —También yo —dijo Tommy— he sentido a veces el deseo de que una mujer de extraordinaria belleza y temperamento de fuego se enamorase desesperadamente de mí. Sólo que a diferencia de ti, no estoy muy seguro de que… vamos, y a me entiendes. —Tommy, eres un sucio. —Pero ¿quieres decirme de una vez lo que te pasa? Nunca me has hablado así. —Lo sé, pero es algo que desde hace tiempo está bullendo en mi cerebro. Como sabes, es muy peligroso eso de acostumbrarse a tener cuanto uno quiere, incluyendo el suficiente dinero para satisfacer cualquier capricho. Menos sombreros, como es natural. —¿Sombreros? Pero si tienes más de cuarenta. Y todos iguales, por añadidura. —Eso es lo que a ti te parece. Pero son distintos. Precisamente he visto uno precioso esta mañana en casa de Violette. —Bien; si no tienes nada mejor que hacer que ir por ahí comprando sombreros… —Tú lo has dicho —intercaló rápidamente Tuppence—.

No tengo nada mejor, de momento. Ojalá lo tuviera. ¡Oh, Tommy! Quisiera que sucediese algo que nos sacara de este enervamiento. Creo… creo que sería beneficioso tanto para ti como para mí. Si al menos se nos apareciese una de esas hadas de las que tanto se habla en los cuentos… —¿Un hada? —exclamó Tommy—. Es curioso que hay as mencionado esa palabra. Se levantó y atravesó rápidamente la sala. Abrió un cajón del escritorio y de allí extrajo una pequeña fotografía que entregó a su esposa. —¡Oh! —dijo Tuppence—. Resulta que las has mandado revelar. ¿Cuál es esta, la que tú sacaste o la que y o saqué de la habitación? —La que saqué y o. La tuy a, como siempre, salió velada. Le das demasiada exposición. —¡Qué galante eres al suponer que siempre haces las cosas mejor que yo! —¡No es eso lo que yo he dicho!, pero… En fin, lo que yo quería enseñarte era eso. Señaló una especie de pequeña mancha que había en la fotografía. —Eso debe ser una rascadura de la película —dijo Tuppence. —No. Eso, Tuppence, y aunque a primera vista no lo parezca, es un hada. — ¡Tonto! —Fíjate bien —dijo, entregándole una lente de bastante aumento. Tuppence la cogió y estudió detenidamente la copia. Vio con sorpresa que, en efecto, la mancha representaba una pequeña criatura con alas posada sobre el guardafuegos de la chimenea. —¡Que curioso! —exclamo con jubilo Tuppence—. ¡Un hada madrina en nuestro piso! ¿Qué te parece si le escribiéramos a Conan Doyle y le comunicásemos nuestro hallazgo? ¡Oh, Tommy! ¿Crees que nos concedería algo si se lo pidiésemos? —Pronto lo sabremos —contestó Tommy—. Has estado deseando toda la tarde que sucediese algo y… ¿quién sabe? En aquel momento se abrió la puerta y un joven alto, de unos quince años de edad, de aspecto entre paje y soldado, inquirió respetuosamente: —¿Puedo saber si la señora recibe hoy? Acaba de sonar el timbre de la puerta. —Quisiera que Albert no fuese tan a menudo al cine —dijo Tuppence con un suspiro después que aquel se hubo retirado al recibir una señal de asentimiento—.

Ahora está tratando de imitar los modales de un may ordomo de Long Island. Gracias a Dios que le he curado de la costumbre de pedir las tarjetas a los visitantes y traérmelas en una bandeja. La puerta se abrió de nuevo y con solemnidad casi palaciega anunció Albert: —Míster Cárter. —¡Mi jefe! —balbuceó Tommy con sorpresa. Tuppence se levantó de un salto y se adelantó a recibir a un hombre alto, de cabellos grises, ojos penetrantes y sonrisa cansada que acababa de aparecer. —¡Míster Cárter! —dijo—. No sabe usted lo que me complace su visita. —En ese caso la complacencia es mutua, mistress Beresford. Y ahora quisiera que me contestase a la siguiente pregunta: ¿cómo van sus asuntos? —Bien. —¿Y la vida? —Un poco triste por lo general. —¡Ajá! Entonces espero hallarles en la mejor de las disposiciones. —Esto parece interesante —exclamó Tuppence. Albert, personificando aún al may ordomo de Long Island, trajo el té. Cuando completó esta operación sin el menor contratiempo y la puerta se hubo cerrado tras él, Tuppence estalló de nuevo: —Usted ha querido significar algo, ¿no es verdad, míster Cárter? ¿Intenta usted acaso enviarnos en comisión de servicio a algún rincón de la sombría Rusia? —No es eso exactamente —replicó mister Cárter. —Pero hay algo de lo que digo, ¿no es así? —Algo hay, es cierto, y no creo equivocarme al suponer que no son ustedes personas de las que tiemblan ni reculan ante el peligro. Los ojos de Tuppence brillaron con extraño fulgor. —Hay un trabajo que preciso llevar a cabo en colaboración con el Departamento y pensé que quizá pudiese convenirles a ustedes dos. —Continúe —dijo Tuppence. —Veo que están suscritos al Daily Leader —prosiguió mister Cárter, cogiendo el periódico que había sobre la mesa. Buscó la sección de anuncios, señaló uno con el dedo y pasó el diario a Tommy. —Lea usted eso —dijo. Tommy obedeció. —Agencia Internacional de Detectives. Theodore Blunt, gerente. Investigaciones privadas.

Plantel competente de agencias. Discreción absoluta. Consultas gratuitas. Calle Halchan, número 118, W. C. Levantó la vista y miró interrogativamente a Cárter. Este asintió con un movimiento de cabeza. —Esa agencia de investigación ha estado haciendo una serie de equilibrios durante los últimos meses —explicó—. Un amigo mío la ha comprado por una bicoca y estamos pensando en hacer una prueba de digamos seis meses para ver si conseguimos volver a ponerla de nuevo en marcha. Como es natural, durante ese tiempo necesitaremos los servicios de un gerente. —¿Y qué hay de mister Theodore Blunt? —preguntó Tommy. —Me temo que mister Blunt no mostró la discreción que su cargo exigía y Scotland Yard se vio obligado a intervenir en el asunto. Hoy está hospedado a expensas del Gobierno de Su Majestad, y no creo que logremos extraer de él algunas informaciones, que por cierto nos interesaría grandemente conocer. —Comprendo —dijo Tommy—. O al menos, pretendo comprender. —Sugiero que curse usted una instancia solicitando seis meses de vacaciones. Por razones de salud. Y como es natural, yo no sabré nada de que usted dirige, con el nombre de Theodore Blunt, una agencia de detectives privados. Tommy se quedó mirando fijamente a su jefe. —¿Hay alguna instrucción especial? —preguntó—. Tengo entendido que míster Blunt mantenía correspondencia con el extranjero. Vigile unos sobres azules con sellos de Rusia. Son de un comerciante de jamones ansioso de encontrar a su esposa, que vino aquí como refugiada hace algunos años. Humedezca el sello y encontrará usted el número dieciséis impreso bajo él. Haga copia de estas cartas y mándeme los originales al Yard.

Y si alguien se presenta haciendo cualquier referencia al número dieciséis, también comuníquemelo inmediatamente. —Comprendido, señor —dijo Tommy—. ¿Algo más? Míster Cárter recogió los guantes que había dejado sobre la mesa y se dispuso a partir. —Puede usted llevar la agencia como mejor le parezca. Se me ocurre también —terminó haciendo un picaresco guiño— que quizá tampoco le disgustaría a mistress Beresford que le diera una oportunidad de probar sus dotes de sabueso. Capítulo II El debut Míster y mistress Beresford tomaron posesión de las oficinas de la Agencia Internacional de Detectives unos días después. Estaban emplazadas en el segundo piso de un edificio bastante ruinoso, por cierto, de Bloomsbury. En la diminuta dependencia exterior, Albert abandonó su papel de mayordomo de Long Island para convertirse en un mensajero de la oficina, cargo que, al parecer, sabía desempeñar a la perfección. Una bolsita de papel llena de caramelos, manos manchadas de tinta y una cabeza desgreñada era el concepto que él tenía del personaje. Dos puertas comunicaban esta especie de salita de espera con las oficinas interiores. En una de ellas se leía « Empleados» . En la otra « Privado» . Tras esta última había una pequeña, pero confortable habitación amueblada con una enorme mesa de despacho, unos archivadores artísticamente rotulados, vacíos todos, y unos cuantos sillones de piel. Tras la mesa se sentaba el supuesto míster Blunt tratando de dar la impresión de no haber hecho otra cosa en su vida que dirigir agencias de investigación. Como es natural, había un teléfono al alcance de la mano. Tuppence había ensay ado varios efectos telefónicos y Albert tenía también sus correspondientes instrucciones. En la habitación adjunta estaba Tuppence con una máquina de escribir, un montón de mesas y sillas de clase inferior a las que había en el despacho del gran jefe, y una cocinilla de gas para hacer el té. Nada faltaba en realidad, excepto los clientes. Tuppence, en el primer éxtasis de su iniciación, abrigaba lisonjeras esperanzas. —Será maravilloso —declaró—. Atraparemos a los asesinos, descubriremos los lugares en que se esconden joy as familiares desaparecidas misteriosamente, encontraremos personas secuestradas y desenmascararemos a los impostores. Al llegar a este punto de sus divagaciones, Tommy se creyó en el deber de intervenir. —Cálmate, Tuppence —dijo—, y procura olvidar esas novelas folletinescas a las que eres tan aficionada. Nuestra clientela, si llegamos a tenerla, constará exclusivamente de maridos que querrán que vigilemos a sus esposas y de esposas que querrán que vigilemos a sus maridos. Obtención de pruebas para un divorcio será casi la única misión de nuestra agencia.

—Pues y o —contestó Tuppence arrugando la nariz en una mueca de fastidio —, no aceptaría ningún caso de divorcio. Hemos de elevar el valor material y moral de nuestra profesión. —¿Ah, sí? —respondió Tommy con aire de duda. Una semana después de instalarse volvieron apenadamente a hacer un resumen de sus más que pobres y ridículos progresos. —Total, tres neuróticas cuyos maridos acostumbran a pasar el fin de semana fuera de sus respectivas casas —suspiró Tommy—. ¿Ha venido alguien mientras y o estaba fuera comiendo? —Sí, un viejo con una mujer poco enamorada, por lo visto, de las delicias del hogar —respondió Tuppence con desaliento—. Hace años que he venido leyendo en la prensa el alarmante incremento de los casos de divorcio, pero hasta esta última semana no me había dado cuenta de la gravedad del asunto. Estoy ya harta de estar diciendo a cada momento: « No, señor, no admitimos casos de divorcio» . —Lo hemos hecho constar así en nuestros anuncios —le recordó su esposo— y espero que no vuelvan a molestarnos en lo sucesivo. —¡Quién sabe! —respondió Tuppence con un tono de melancolía en su voz —. De todos modos estoy decidida a no dejarme vencer. Seré y o quien cometa el crimen, si es preciso, y así podrás tú hacerte cargo de su investigación. —¿Y qué saldríamos ganando con ello? Pienso en su desesperación cuando tuviera que darte mi beso de despedida en la puerta de la cárcel. —Tú estás pensando en nuestros días de noviazgo —replicó ella con ironía—. De todos modos —prosiguió—, es preciso que hagamos algo. Aquí estamos tú y y o cargados de talento y de grandes ideas y sin la menor oportunidad de ejercitar el uno y de llevar a la práctica las otras. —Me admira tu optimismo, Tuppence. ¿De modo que estás segura de tu capacidad mental? —¡Claro que lo estoy ! —estalló Tuppence abriendo unos ojos como platos. —Y, sin embargo, no tienes la más mínima experiencia en esta clase de asuntos. —He leído todas las novelas policíacas que se han publicado en los últimos diez años. —También yo —dijo Tommy—, y no sé por qué, pero tengo la idea de que de muy poco nos va a servir el haberlo hecho. —Siempre has sido un pesimista, Tommy. Fe en sí mismo, esa es la base del triunfo. —Y tú, por lo visto, la tienes. —¡Naturalmente! Claro que en las novelas detectivescas la solución es fácil, puesto que el autor basa sus deducciones en el proceso inverso que ha seguido para llegar a ellas.

Quiero decir que si uno conoce la solución de antemano es fácil establecer después las pistas que le han de conducir a ella. Y ahora que pienso… Se detuvo frunciendo pensativamente el entrecejo. —Di… —Se me ha ocurrido de pronto algo que… —prosiguió Tuppence—. Todavía no consigo darle forma, pero… Se levantó resueltamente. —Creo que debo ir a comprar aquel sombrero del que te hablé el otro día. —¡Otro sombrero! —exclamó Tommy con desesperación. —Si, una verdadera obra de arte —respondió ella con dignidad. Y a continuación abandonó la estancia con un gesto de determinación retratado en su semblante. Al día siguiente Tommy trató de inquirir acerca de la misteriosa idea de su esposa, pero en vano. Esta se limitó a mover la cabeza pensativamente y a pedirle que le concediera tiempo para madurar debidamente su plan. Al fin, y en una gloriosa mañana, llegó el tan ansiado primer cliente. Todo lo demás fue echado en el olvido. Hubo una llamada en la puerta exterior de la oficina y Albert, que acababa de colocarse un caramelo de limón entre los labios, gruñó un displicente « adelante» . El deleite y la sorpresa que le produjo lo que vio a continuación le dejó de momento sin habla. Un joven alto, exquisitamente ataviado, se detuvo indeciso en el umbral. « Un petimetre» , se dijo Albert para sí. Su juicio en esta materia no carecía de exactitud. El joven en cuestión debería tener unos veinticuatro años de edad, pelo meticulosamente planchado y echado hacia atrás, tendencia a la coloración rosácea del círculo que rodeaba sus ojos y prácticamente ausencia absoluta de mentón. En un éxtasis, Albert oprimió el botón que había bajo su mesa y casi a continuación se dejó oír un furioso tableteo que procedía de la habitación de « Empleados» . Se veía que Tuppence había acudido presurosa a su puesto frente a la máquina de escribir. El efecto que en el joven causó esta sensación de actividad fue sorprendente. —¿Es esta —prosiguió cohibido— la Agencia Internacional de Detectives? —¿Desea usted hablar con míster Blunt en persona? —preguntó Albert con aire de duda en cuanto a la consecución del propósito. —Pues… sí, jovenzuelo. Esa es mi idea… si es posible. —Por lo que veo, no tiene usted visita concertada.

—A decir verdad, no. —Pues siempre es aconsejable tenerla. Míster Blunt es un hombre terriblemente ocupado. En este momento está conversando por teléfono con Scotland Yard. Una consulta urgente. El joven quedó profundamente impresionado. Albert bajó el tono de voz y, en forma amistosa, se avino a hacer partícipe al visitante de una pequeña información. —Un importante robo de documentos en una de las oficinas gubernamentales. Desean que míster Blunt se encargue del caso. —¿Qué me dice? —Como lo oy e. El joven se sentó en una de las sillas, ignorante del hecho que dos pares de ojos le observaban atentos desde agujeros astutamente disimulados entre los objetos que adornaban las paredes, los de Tuppence, en intervalos de descanso de su frenético teclear, y los ojos de Tommy, en espera del momento oportuno de la admisión del anhelado cliente. Poco después, un timbre sonó ruidosamente en la mesa de Albert. —El jefe está libre. Voy a ver si puede recibirle —dijo Albert encaminándose en dirección a la puerta señalada con el nombre de « Privado» . Reapareció casi inmediatamente. —¿Quiere usted pasar, caballero?

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