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Matar al heredero – Carlos Laredo Verdejo

Esta novela, como todas las de la serie del cabo Holmes, es pura ficción. Si bien los lugares en los que trascurre la narración, los hoteles, los restaurantes, los pueblos, las calles, los paisajes y las playas que se describen existen, solo los utilizo como decorado y nada tienen que ver con la acción de la novela. Los personajes son inventados. La casa cuartel de Corcubión, esa bonita localidad de la Costa de la Muerte gallega, se describe solo para dar un toque realista a la narración y, por supuesto, no tiene ninguna relación con la novela, como no la tienen los jueces, los forenses, los guardias civiles y los demás personajes, empresas y organismos públicos o privados que se citan. Capítulo I 1 La llamada del cabo primero de la Guardia Civil de Corcubión, José Souto, a quien sus colegas llamaban cariñosamente Holmes, sorprendió a su amigo Julio César Santos, madrileño rico y vividor, que tenía como entretenimiento una agencia de detectives generalmente inactiva. Eran las once de la mañana y Santos estaba desayunando en su elegante piso de la calle de Serrano. Hacía más de un año que no se veían. —¡No me lo puedo creer, Pepe! —exclamó César Santos mirando su reloj—. Has tenido la delicadeza tan poco cuartelera de esperar a una hora decente para llamarme. ¿No habrás dejado la Benemérita? —No, César, yo no soy millonario como tú: tengo que currar. Supongo que no estarás en la cama. —No, no. Me acabo de levantar y estoy desayunando —le respondió Santos—. Ya ves, a veces me da por madrugar. ¿A qué debo el placer de tu llamada? —Se te va a enfriar el desayuno si te lo cuento todo, tío. Han ocurrido muchas cosas desde la última vez que nos vimos. El cabo José Souto era un hombre serio, a pesar de su relativa juventud, y no muy hablador. Sin embargo, como César Santos solía provocarlo y bromear acerca de su supuesto complejo de aldeano, el guardia, cuando hablaba con él, intentaba mostrarse más desinhibido e informal que de costumbre. Tildaba a su amigo de «pijo madrileño», no por estar convencido de que lo fuera, sino como autodefensa por su inevitable provincianismo. A pesar de ello, como el azar había hecho que sus caminos profesionales se cruzaran en varias ocasiones y que en alguna de ellas el cabo le salvase la vida, existía un fuerte lazo afectivo entre ambos. —No te preocupes por mi desayuno, Pepe, y cuéntame. —Verás, son varias cosas. La primera es que me caso. —¡Coño, Holmes, eso es algo extremadamente grave! ¿Te encuentras bien? —¿Te importaría escucharme y dejar de soltar una chorrada cada vez que te digo algo? —Sí, sí, perdona. Es que lo que me acabas de decir es demasiado importante como para no hacer ningún comentario, incluso serio.


Se me ha caído la tostada encima del pantalón, tío. Por cierto, supongo que te casarás con tu Lolita de siempre. —Pues sí. Pensaba hacerlo con el sargento Vilariño, pero resulta que ya está casado y, además, se acaba de jubilar. Esto último no sería un impedimento, claro, pero te lo digo porque, de momento y provisionalmente, soy el nuevo jefe del puesto de Corcubión. —¡Enhorabuena! —¡Gracias! ¿Puedo seguir? —Claro, Pepe. —Bien, pues lo que quería decirte, en realidad son varias cosas. La primera ya te la he dicho: me caso. La segunda es que, desgraciadamente, Lolita quiere que seas el padrino de nuestra boda, por lo que no me queda más remedio que pedírtelo en su nombre. Como sé que es el tipo de cosas que te encantan, espero una contestación afirmativa y emocionada. No es necesario que digas nada, gracias. Si Lolita tuviera padre, te privaría de ese placer, pero la pobre es huérfana, como sabes, de modo que la llevarás del brazo al altar. —Será un placer. ¿La tercera? —Murió mi tía Carmen y nos vamos a ir a vivir a la casa de la aldea. —Santos guardó un respetuoso silencio—. Lolita ha tenido la idea de convertirla en una casa de turismo rural, ya sabes, un hotelito rústico. Dado que tanto la casa como la finca son muy bonitas, creo que su idea puede funcionar. Llevamos diez meses de obras y, para tu tranquilidad, te comunico que hemos previsto un apartamento de lujo, a modo de suite cardenalicia enmoquetada, para cuando te dignes venir por aquí. Lo que no hemos podido construirte es un campo de golf, porque la propiedad tiene poco más de una hectárea. —No sabes cuánto os agradezco que hayáis pensado en mí. Es un detalle. No importa lo del golf: practicaré en la moqueta de la suite. ¿Para cuándo es la boda? —Para el verano. Pero no te preocupes; los de la aldea tenemos la costumbre de enviar una invitación por correo. Espero que las obras se hayan terminado mucho antes, porque nos gustaría celebrarla con la casa rural ya inaugurada.

Tendremos ocasión de hablar de todo eso hasta entonces. Solo quería que lo supieras con tiempo. —Muchas gracias, Pepe, me doy por enterado y, por supuesto, cuenta conmigo, no solo como padrino, sino para cualquier cosa que necesites y en lo que yo pueda serte útil. —Lo único que necesito es que no tengas asuntos profesionales en Galicia y que, cuando vengas, sea solo para comer bien y pasarlo mejor. —Bueno, ya sabes que nunca intento tener asuntos profesionales, ni en Galicia ni en ninguna otra parte; lo que pasa es que, de vez en cuando, aparece algún plasta empeñado en hacerme trabajar. —Ya. Te lo digo porque preferiría ocuparme tranquilamente de mis asuntos, sin tener que dedicarme a salvarte la vida. No es que me importe, compréndelo, es que voy a estar muy ocupado durante los próximos meses. —¡Holmes, eres un ingrato! Te he dado varias veces la oportunidad de lucirte y ni siquiera me lo agradeces. ¿Sabes? Creo que un buen investigador no tiene por qué resolver siempre y de modo brillante todos los casos. Hay que tener un poco de consideración con los demás policías, guardias civiles o detectives que no somos unos superdotados como tú. Fallar de vez en cuando te hace más humano, ¿no crees? —No sigas con tus chorradas, César. Y tampoco creas que siempre resuelvo los casos de los que me ocupo. Precisamente tengo desde hace meses un asunto jodido, aquí en Corcubión, que no consigo… Bueno, dejémoslo. No te interesa. —¡Claro que me interesa! ¿Tú, con un caso que no consigues resolver? Es lo más interesante que he oído en mi vida. Ya me estás contando de qué se trata. —Ni lo sueñes, César. Olvídate. No te he dicho nada. Además, no te iba a interesar porque no hay tías buenas de por medio… ¡Perdona!, quise decir esa clase de señoritas elegantes con las que sueles relacionarte. —No cambies de tema. ¿Te das cuenta de lo que me estabas diciendo? Eso es algo para contárselo a mis nietos. —¿A qué nietos?, si no tienes hijos. —¡No importa! A los nietos de mi hermana.

El famoso cabo José Souto, alias Holmes, incapaz de resolver un caso en Corcubión. ¿De qué se trata, de un asesinato, un atraco, un secuestro? No me puedes dejar así, Pepe, sería una crueldad indigna de ti. —Vale, tío. Deja de decir gilipolleces. No voy a entrar al trapo. Solamente, si me prometes bajo juramento y por lo más sagrado que no vas a intentar meter tus narices en el asunto, te contaré algo cuando vengas a mi boda. —¿Eso quiere decir que no admites mi colaboración? —Exactamente. —¿Puedo saber por qué? —Porque no quiero que vuelvas a cagarla. —Eso es una grosería, Pepe. —Ya ves. En Madrid sois pijos y en la aldea brutos. Los amigos se despidieron tras sus habituales bromas, que al cabo Souto le costaba a menudo seguir, por su carácter reflexivo y reservado. Sin embargo, le gustaba hablar con César Santos de vez en cuando en aquel tono trivial y desenfadado, porque lo consideraba un ejercicio dialéctico eventualmente útil, aunque no supiera para qué, como su pequeña carrera matinal por el bosque cercano a la casa cuartel lo era para estar en forma. El detective millonario de Madrid y el guardia de Corcubión eran dos personas completamente distintas, incluso opuestas, y probablemente por eso o por alguna cualidad común en la que no pensaba ninguno de los dos se apreciaban sinceramente. Quizá fuera porque ambos eran buenos profesionales, rigurosos y competentes en su trabajo. Aunque los métodos del detective no siempre fueran tan ortodoxos como los del guardia civil.

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