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Matar a un elefante y otros escritos – George Orwell

Todo lo que Orwell escribió sobre la verdad, la lengua o el nacionalismo me parece pertinente y útil. No se trata de asuntos irrelevantes. Su vida, aunque corta, tiene el excipiente justo de ironía y heroísmo. Le interesaron la literatura y la política de un modo parejo, vinculado. Escribió de una manera clara y elegante, y nunca pensó que la escritura política fuese un asunto desligado de la estética. En cualquiera de sus párrafos se advierte la presencia de un hombre que escribe y no de un phraseur. Por si todo esto fuera poco, supo elegir perfectamente su pseudónimo: Orwell es misterioso y único, y tan necesario para librarse del anodino Blair como Gaziel para hacerlo del Calvet semejante. Luego hay un puñado de cosas concretas. Por ejemplo, su actitud ante la Guerra Civil española, plasmada en Homenaje a Cataluña, quizá el mejor reportaje que se haya escrito. Del evangelista Juan a Antonio Gramsci han sido muchas las declamaciones sobre la imprescindible equivalencia entre la verdad y la libertad. Orwell las puso en acto con su implacable denuncia en el mismo lugar de los hechos: un crimen de izquierdas es un crimen. Aún resuena el eco y aún sigue alentándonos. Es probable que Paul Johnson tuviera razón cuando escribió que la Guerra Civil española era la epopeya contemporánea sobre la que se habían escrito más mentiras. Pero se le olvidó añadir que entre las pocas verdades que no murieron estaba la de su compatriota George Orwell. Otra de las grandes cosas concretas está presente en este volumen. Por vez primera se recoge en un libro español [1] un ensayo fundamental de la cultura de nuestro tiempo: La política y la lengua inglesa. El ensayo no sólo formaliza la noción moderna del eufemismo sino que describe el periodismo y la política como sistemas eufemísticos. Si un eufemismo detectado (pacificación o rectificación de fronteras) es, automáticamente, un eufemismo desactivado, se comprenderá la importancia de la crítica orwelliana de la política y los medios. Sería, por supuesto, de un optimismo más que cándido, patético, atribuir al general desconocimiento en España de este texto canónico el aspecto general que presentan la política y el periodismo en sus relaciones con la verdad: por desgracia no está verificada semejante influencia de las letras sobre las armas. Sin embargo, la evidencia de que sea un texto ampliamente citado en todo el mundo, saqueado por columnistas de toda época y condición, y el hecho de que tras haberse traducido a las principales lenguas haya visto la luz en español muchos años después de haberse escrito, sí metaforiza una cierta orientación de la cultura española, perceptible por lo demás en muchos otros ejemplos posibles. Por si fuera poca desidia, cabe reseñar que el ensayo incluye alguna referencia explícita a nuestra circunstancia. Dice Orwell: “Lo que ante todo se necesita es que el sentido escoja a la palabra”. En España, y especialmente en la política española, es la palabra —la palabra nación, por ejemplo—, la que escoge el sentido. Y otras muchas. Algunas están en este párrafo del propio Orwell: “La palabra fascismo ahora no tiene significado propio, salvo en la medida en que significa ‘algo que no es deseable’.


Las palabras democracia, socialismo, libertad, patriótico, realista, justicia, tienen todas ellas varios sentidos diferentes e irreconciliables entre sí”. Por supuesto que semejante perversión puede detectarse todavía en muchos países. Y también en Gran Bretaña. Pero mi experiencia de lector de periódicos me dice que de ningún modo eso sucede con la misma frecuencia y la misma intensidad que en España. Es razonable la crítica que este ensayo ha recibido [2] por adherirse a un cierto determinismo lingüístico, según el cual la calidad de las ideas se ve afectada por el lenguaje que emplean los hablantes. “La lengua inglesa”, escribe Orwell, “se torna fea e inexacta porque nuestros pensamientos rayan en la estupidez, pero el desaliño de nuestro lenguaje nos facilita caer en esos pensamientos estúpidos”. Orwell vacila frecuentemente entre la razón y la metafísica lingüísticas. No sólo en este ensayo, sino también, por ejemplo, en su crucial 1984. Pero la objeción, justa insisto, tiene poca importancia práctica, porque lo que prevalece en su análisis es el estado moral que describen unos determinados usos lingüísticos: Esto: “El gran enemigo de una lengua clara es la falta de sinceridad. Cuando se abre una brecha entre los objetivos reales que uno tenga y los objetivos que proclama, uno acude instintivamente, por así decir, a las palabras largas [3] y a las expresiones más fatigadas, como una sepia que escupe un chorro de tinta”. Desde luego es una certera analogía. También, aunque se trate de sepias, por la evidencia de que el cerebro decide cuánta tinta hay que verter, pero la tinta nada decide sobre cuánto cerebro tiene el calamar. Calamares, pensamiento y lenguaje. La última de las grandes cosas concretas alude al intelectual, esa palabra que da tanta risa en España, y especialmente en sus provincias. A mi juicio, Orwell es un modelo de conducta intelectual. Caen las bombas alemanas sobre Londres y él las anota escrupulosamente. Quiero decir que da la cara ante los sentimientos absolutos, el miedo o el odio, y no acude a escapatorias más o menos estetizantes. Puede observarse en sus diarios de guerra, recogidos por completo en esta edición. Aunque, al mismo tiempo, es un hombre que anota, el 22 de enero de 1941: “En el Daily Express ya se ha utilizado blitz como verbo”. En efecto hay que ocuparse de las bombas y de los verbos: en eso consiste la tarea. Su mérito mayor, en este sentido, es la sutura de la creación y el descubrimiento, esas funciones que respectivamente se reservan a los artistas y a los científicos (o a los lampistas y a los policías). En la abrumadora mayoría de sus textos destaca la pasión del descubrimiento: pero era un hombre convencido de que la estética es una de las herramientas de la búsqueda. La obra de Orwell traza un rastro verídico del siglo XX. Del colonialismo al comunismo y de la guerra al Estado del bienestar, vivió con intensidad el que algunos historiadores consideran un siglo especialmente contradictorio de la actividad humana. Creo que sus lecciones, algunas realmente visionarias, nos ayudarán durante mucho tiempo.

Es una gran noticia que gran parte de su literatura no ficcional aparezca ahora reunida y traducida con limpieza al castellano. Porque es en esa literatura donde se puede apreciar uno de los rasgos del clásico. La voz. Orwell se oye íntimo siempre, hasta en la arenga. Arcadi Espada, septiembre de 2006 MATAR A UN ELEFANTE En Moulmein, en la baja Birmania, fui objeto de odio por parte de gran número de personas. Ha sido la única vez en toda mi vida en que he sido tan importante como para que me sucediera una cosa así. Yo era el oficial de policía de la subdivisión responsable de la localidad, donde, aunque de un modo difuso y mezquino, eran entonces muy agrios los sentimientos contrarios a los europeos. Nadie tenía agallas suficientes para alzarse en rebeldía abierta, pero si una mujer europea iba sola a pasear por los bazares, lo más probable era que alguien le lanzara un escupitajo de jugo de betel ensuciándole el vestido. Como oficial de policía, yo era diana evidente de ese odio y, siempre que no hubiera riesgo para el provocador, víctima de un constante hostigamiento. Cuando un ágil birmano me zancadilleó en el campo de fútbol, y el árbitro (otro birmano) miró hacia otro lado, el gentío que presenciaba el partido prorrumpió en repugnantes carcajadas. Esto me sucedió en más de una ocasión. Al final, las caras burlonas y aceitunadas de los jóvenes que me salían al paso en cualquier parte, los insultos con que me increpaban cuando estaban a distancia segura, terminaron por atacarme los nervios muy en serio. Los jóvenes monjes budistas eran de largo los peores. Eran varios miles los que había en la ciudad y ninguno parecía tener otra cosa que hacer, aparte de plantarse en las esquinas a mofarse de los europeos. Todo esto era para mí motivo tanto de perplejidad como de irritación. Por aquel entonces, yo había tomado ya la determinación de que el imperialismo era mala cosa, y de que cuanto antes renunciara a mi empleo y me largara de allí, mejor que mejor. Teóricamente —y en secreto, claro está—, estaba a favor de los birmanos y en contra de sus opresores, los británicos. En cuanto al trabajo que desempeñaba, lo odiaba con más amargura de la que posiblemente sabré expresar con claridad. En un empleo como ése, uno ve muy de cerca el trabajo sucio del Imperio. Los desdichados prisioneros que se hacinaban en las apestosas jaulas de las cárceles, las caras grises y acobardadas de los presos con largas condenas, las nalgas destrozadas de quienes habían sido azotados con cañas de bambú, todo ello me causaba una opresión redoblada por un intolerable sentimiento de culpa. Pero no era capaz de poner nada en su justa perspectiva. Yo era joven, carecía de una educación apropiada, había tenido que resolver mis problemas en el total silencio que se impone sobre cada inglés en Oriente. Por no saber, ni siquiera sabía que el Imperio británico se está muriendo, y menos aún que es bastante mejor que los jóvenes imperios que vienen a suplantarlo. Todo cuanto alcanzaba a saber con claridad es que estaba atrapado entre mi odio contra el imperio a cuyo servicio trabajaba y mi ira contra el espíritu malvado de las bestezuelas que trataban de hacerme la vida imposible. Una parte de mi ánimo consideraba el Raj Británico como una tiranía de la que era imposible huir, algo cerrado a cal y canto, in sœcula saeculorum, impuesto sobre la voluntad de los pueblos postrados; con otra, pensaba que la mayor alegría del mundo sería seguramente clavarle una bayoneta en las entrañas a un monje budista.

Esa clase de sentimientos son efectos normales del imperialismo; pregúnteselo el lector a cualquier funcionario anglo–indio, si logra encontrarlo cuando no esté de servicio. Un día sucedió algo que de un modo indirecto fue esclarecedor. Fue en sí mismo un incidente mínimo, pero me permitió atisbar con más claridad que nunca la verdadera naturaleza del imperialismo, los motivos reales por los cuales los gobiernos despóticos actúan como actúan. A primera hora de la mañana, el subinspector de la comisaría de policía de la otra punta de la ciudad me llamó por teléfono y me dijo que un elefante había escapado y estaba causando graves estropicios en el bazar. ¿Tendría yo la amabilidad de acercarme y ver si se podía hacer algo? No sabía yo qué podía hacer, pero tuve ganas de ver lo que estaba ocurriendo, de modo que tomé un caballejo y me encaminé hacia allí. Me fui con mi escopeta, un viejo Winchester del calibre 44, demasiado poca cosa para matar a un elefante, aunque sí pensé que el ruido de los disparos podría ser útil in terrorem. Varios birmanos me pararon por el camino y me hablaron de las fechorías del elefante. No era, obviamente, un elefante salvaje, sino domesticado, que se había vuelto majareta. Había sido encadenado, como sucede con los elefantes domesticados cuando se espera que les sobrevenga el consabido ataque de locura más o menos pasajera que por aquellas tierras llaman must, pero la noche anterior había roto la cadena y había escapado. Su mahout, la única persona capaz de lidiar con él cuando se hallaba en tal estado, había emprendido su persecución, pero tomó una dirección errónea y se encontraba a doce horas de camino. Por la mañana, el elefante había irrumpido en la localidad. Los birmanos de la población no disponían de armas, estaban desamparados ante el animal. Ya había destruido una choza de bambú, había acabado con una vaca y saqueado algunos puestos de fruta, devorando cuanto encontró a su paso; también había tropezado con la camioneta municipal de recogida de basuras, y cuando el conductor saltó y puso pies en polvorosa, dio un vuelco a la furgoneta y prácticamente la destrozó. El subinspector birmano y algunos policías indios me estaban esperando por el barrio donde se vio al elefante. Era un barrio muy pobre, un laberinto de sórdidas chozas de bambú, con techumbre de hojas de palma, que se enroscaba por las empinadas cuestas de una ladera. Recuerdo que la mañana era nublada, calurosa, al comienzo de la estación de las lluvias. Comenzamos a preguntar a los transeúntes por dónde se había ido el elefante, lo cual, como de costumbre, no sirvió para obtener ninguna información concreta. Así sucede en Oriente de manera invariable; un relato parece bastante claro a cierta distancia, pero cuando uno se acerca a la escena de los acontecimientos se va tornando más impreciso. Algunos dijeron que el elefante había ido hacia allá, otros indicaron la dirección contraria, y hubo aun otros que afirmaron no haber siquiera oído nada de ningún elefante. Casi había tomado la resolución de que todo era un simple atajo de mentiras cuando oímos chillidos a escasa distancia. Se oyó un grito a voz en cuello, un grito escandalizado: “¡Márchate, niño! ¡Largo de aquí ahora mismo!”. Una anciana con un palo en la mano apareció a la vuelta de una choza, espantando con violencia a un enjambre de niños desnudos. La siguieron algunas mujeres más; chasqueaban la lengua y exclamaban todas a la vez; era evidente que los niños habían visto algo que no deberían haber visto. Rodeé la choza y vi el cadáver de un hombre tendido en el barro. Era un indio, un culi negro, dravídico, casi desnudo.

No podía llevar muerto muchos minutos. La gente decía que el elefante se le había abalanzado a la vuelta de la choza, lo había sujetado con la trompa, le había puesto una pata encima de la espalda y lo había incrustado en la tierra. Estábamos, como digo, en la estación de las lluvias, por lo que el terreno estaba reblandecido. La cara del hombre había abierto un surco de dos palmos de profundidad y un metro de largo. Estaba tendido boca abajo con los brazos en cruz y la cabeza retorcida hacia un lado. Tenía la cara recubierta de barro, los ojos como platos, los dientes al aire, y una expresión de insufrible agonía. (Que nunca me venga nadie, por cierto, con eso de que los muertos parecen estar en paz. La mayoría de los cadáveres que he visto parecían diabólicos). La fricción de la pata del enorme animal le había despellejado la espalda igual que se desuella a un conejo. Nada más ver al muerto, mandé a un ordenanza a casa de un amigo, a pedirle prestado un rifle para elefantes. Ya había devuelto el caballejo, pues no tenía ganas de que le entrase un susto de muerte y diera conmigo por tierra si olfateaba al elefante

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