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Mascarada – Terry Pratchett

El viento aullaba. La tormenta crepitaba sobre las montañas. Los relámpagos hurgaban entre los peñascos como un anciano intentando sacarse una esquiva pepita de mora de la dentadura postiza. Entre los arbustos susurrantes de tojo resplandecía un fuego; las ráfagas de viento empujaban las llamas de aquí para allá. Una voz ultraterrena chilló: —¿Cuándo volveremos a encontrarnos las… dos? Retumbó un trueno. Una voz bastante más ordinaria dijo: —¿Por qué te ha dado por gritar eso? Has hecho que se me cayera la tostada al fuego. Tata Ogg se sentó de nuevo. —Perdona, Esme. Solamente lo hacía por… ya sabes… por los viejos tiempos… Pero es que no me sale natural. —Ya la tenía bien tostadita, además. —Lo siento. —En cualquier caso, no tenías por qué gritar. —Lo siento. —Quiero decir que no soy sorda. Me lo podrías haber preguntado en tono normal. Y yo te habría dicho: «El miércoles que viene». —Perdona, Esme. —Ahora me cortas otra rebanada. Tata Ogg asintió y volvió la cabeza. —Magrat, córtale a Yaya otra… Oh. Se me ha ido la cabeza por un momento. Mejor que lo haga yo, ¿no? —¡Ja! —dijo Yaya Ceravieja, mirando fijamente el fuego. Durante un momento no se oyó nada más que el rugido del viento y el ruido de Tata Ogg cortando el pan, operación que llevó a cabo con tanta eficacia como un hombre que intentara partir un colchón con una sierra mecánica. —Se me ocurrió que te animaría subir aquí —dijo al cabo de un momento. —De veras.


—No era una pregunta. —Sacarte de ti misma, esas cosas… —continuó Tata, mirando a su amiga con cautela. —¿Hum? —dijo Yaya, sin dejar de mirar el fuego con aire taciturno. Oh, cielos, pensó Tata. No tendría que haber dicho justamente eso. Lo cierto era… bueno, lo cierto era que Tata Ogg estaba preocupada. Muy preocupada. No estaba segura en absoluto de que su amiga no estuviera… esto… volviéndose… bueno, como si dijéramos… por decirlo de alguna forma… esto… negra… Sabía que era algo que les pasaba a las que eran muy poderosas. Y Yaya Ceravieja era poderosa a base de bien. Probablemente a estas alturas era una bruja más consumada incluso que la infausta Aliss la Negra, y todo el mundo sabía cómo había terminado esta. Empujada al horno de su propia cocina por un par de críos, y todo el mundo había dicho que era mejor así aunque luego se tardara una semana entera en limpiar el horno. Pero Aliss, hasta aquel día terrible, había sembrado el pavor en las Montañas del Carnero. Había llegado a dominar tanto la magia que no le quedaba sitio en la cabeza para nada más. Decían que las armas no la podían herir. Que las espadas rebotaban en su piel. Decían que se podía oír su risa desquiciada desde un kilómetro de distancia, y por supuesto, aunque la risa desquiciada formaba siempre parte del repertorio de una bruja bajo circunstancias necesarias, aquella era una risa desquiciada demente, o sea, de la peor clase. Y convertía a la gente en mazapán y tenía una casita hecha de ranas. Al final de todo la situación se había puesto muy desagradable. Pasaba siempre que una bruja se volvía mala. A veces, por supuesto, no se volvían malas. Simplemente se marchaban… a alguna parte. El intelecto de Yaya necesitaba cosas que hacer. No le sentaba bien estar aburrida. Lo que hacía en aquellos casos era irse a la cama y mandar su mente en Préstamo, al interior de la cabeza de alguna criatura del bosque, para escuchar con sus oídos y ver con sus ojos. Aquello podía no estar mal en términos generales pero es que a ella se le daba demasiado bien.

Podía permanecer fuera mucho más tiempo que nadie de quien Tata Ogg hubiera oído hablar. Un día, era casi seguro, ya no se molestaría en volver… y aquella era la peor época del año, cuando las ocas graznaban y cruzaban el cielo a toda velocidad por las noches, y con aquel aire otoñal vigorizante y atractivo. Había algo terriblemente tentador en todo aquello. Tata Ogg creía saber cuál era la causa del problema. Tosió. —El otro día vi a Magrat —se aventuró a decir, mirando de reojo a Yaya. No hubo reacción. —Tiene buen aspecto. Le sienta bien reinear. —¿Hum? Tata gimió para sus adentros. Si Yaya ni siquiera se molestaba en hacer un comentario desagradable, entonces era que echaba muchísimo de menos a Magrat. Tata Ogg no se lo había creído al principio pero Magrat Ajostiernos, por mucho que se comportara como una mocosa a mitad del tiempo, había tenido más razón que un santo sobre una cosa. Las brujas tienen un número natural. Y ellas habían perdido a una. Bueno, no exactamente perdido. Ahora Magrat era reina, y las reinas eran difíciles de traspapelar. Pero… aquello significaba que ahora eran solamente dos en lugar de tres. Si había tres personas, siempre había una de ellas que iba de un lado a otro convenciendo a las demás para que se reconciliaran después de una pelea. Eso a Magrat se le daba bien. Sin Magrat, Tata Ogg y Yaya Ceravieja se ponían de los nervios mutuamente. Cuando estaba ella, las tres habían sido capaces de poner de los nervios a todo el resto del mundo sin excepción, lo cual resultaba mucho más divertido. Y no había forma de recuperar a Magrat… por lo menos hablando con precisión, no había forma de recuperar a Magrat todavía. Porque, aunque tres era un buen número para las brujas… no podían ser tres cualesquiera. Tenían que ser tres… del tipo correcto. A Tata Ogg le vino vergüenza solamente de pensar en aquello, y era bastante poco usual porque generalmente a Tata le venía la vergüenza con tanta naturalidad como a un gato le viene el altruismo.

Como bruja, estaba claro que no creía en tonterías ocultistas de ninguna clase. Pero había un par de verdades allí por debajo del cauce del alma que una tenía que afrontar, y entre ellas se contaba aquel asunto de, bueno, de la doncella, la madre y la… otra. Eso. Ya había puesto el tema en palabras. Por supuesto, no era más que una vieja superstición y pertenecía a los viejos tiempos oscurantistas en que «doncella» o «madre» o… la otra… eran categorías que abarcaban a todas las mujeres por encima de los doce años más o menos, salvo tal vez durante nueve meses de sus vidas. En la actualidad, cualquier chica lo bastante lista como para contar y lo bastante sensata como para seguir el consejo de Tata podía librarse al menos de una de ellas durante bastante tiempo. Aun así era una superstición antigua —más vieja que los libros y más vieja que la escritura—, y creencias como aquella eran grandes pesas sobre la lámina de goma de la experiencia humana, y solían atraer a la gente hacia su órbita. Y Magrat llevaba tres meses casada. Aquello debería significar que estaba fuera de la primera categoría. Por lo menos —Tata desvió el tren de sus pensamientos por una vía lateral— era probable que lo estuviera. Oh, seguro que sí. El joven Verence había mandado a buscar un manual de gran utilidad. Tenía lustraciones, con las partes numeradas. Tata lo sabía porque se había colado en el dormitorio real un día mientras estaba de visita y había pasado diez minutos bastante instructivos dibujándoles bigotes y gafas a algunas de las figuras. Seguramente ni siquiera Magrat y Verence podrían haber fallado en… No, ya tenían que haber encontrado la manera, aunque Tata se decía que Verence había estado preguntando a la gente dónde podía comprar un par de bigotes postizos. No podía faltar mucho para que Magrat fuera candidata a la segunda categoría, incluso si los dos eran lentos leyendo. Por supuesto, Yaya Ceravieja se las daba mucho de independiente y de bastarse a sí misma. Pero lo que pasaba con estas cosas era que uno necesitaba tener a alguien cerca hacia quien ser orgullosamente independiente y bastarse a sí misma. La gente que no necesita a la gente necesita tener a gente cerca para que sepa que son de la clase de gente que no necesita a la gente. Era como los ermitaños. No tenía sentido congelarse los cataplines en lo alto de una montaña mientras se entraba en comunión con el Infinito a menos que hubiera garantías de que un montón de jovencitas impresionables iban a venir de vez en cuando a decir «¡Caray!». Necesitaban volver a ser tres. Las cosas se ponían emocionantes cuando eran tres. Había trifulcas, y aventuras, y cosas que hacían enfadar a Yaya, que solamente era feliz cuando está enfadada. De hecho, a Tata le parecía que solamente era Yaya Ceravieja cuando estaba enfadada.

Sí, tenían que ser tres. Si no… Se iban a oír alas grises en medio de la noche, o el ruido metálico de la puerta del horno… * * * El manuscrito se deshizo en cuanto el señor Goatberger lo cogió. Ni siquiera estaba escrito en papel de verdad. Estaba escrito en viejos sobrecitos de azúcar y en el dorso de sobres y en trozos de calendarios antiguos. Gruñó y agarró un puñado de aquellas páginas mohosas para arrojarlas al fuego. Le llamó la atención una palabra. La leyó y su mirada fue arrastrada hasta el final de la frase. Luego siguió leyendo hasta el final de la página, volviendo atrás unas cuantas veces porque no se acababa de creer lo que estaba leyendo. Pasó la página. Y luego volvió atrás. Y luego siguió leyendo. En un momento dado sacó una regla de su cajón y se la quedó mirando con aire pensativo. Abrió su mueble-bar. La botella tintineó jovialmente en el borde del vaso cuando intentó servirse una copa. Luego se asomó a la ventana y contempló el edificio de la Ópera que estaba al otro lado de la calle. Había una figura pequeñita barriendo la escalera. Y entonces dijo: —Oh, cielos. Por fin fue a la puerta y dijo: —¿Podría venir usted aquí, señor Tijeretazo? Su impresor jefe entró con un fajo de pruebas de imprenta en la mano. —Vamos a tener que decirle al señor Cripslock que vuelva a grabar la contraportada —dijo en tono lastimero—. Ha escrito «Mundovisión» en vez de… —Lea esto —dijo Goatberger. —Pero me iba a comer… —Lea esto. —El convenio del gremio dice… —Lea esto y a ver si le queda algo de hambre. El señor Tijeretazo se sentó a regañadientes y echó un vistazo a la primera página. Luego pasó a la segunda página. Al cabo de un rato abrió el cajón del escritorio, sacó una regla y se la quedó mirando con aire pensativo.

—¿Acaba de leer lo de la Sopa Sorpresa de Bananana? —dijo Goatberger. —¡Sí! —Espere a llegar al Rabo con Patatitas. —Bueno, mi abuelita hacía Rabo con Patatitas… —No con esta receta —dijo Goatberger, con una certeza absoluta. Tijeretazo pasó las páginas torpemente. —¡Carámbanos! ¿Cree que algo de esto funciona? —¿A quién le importa? Baje ahora mismo al Gremio y contrate a todos los grabadores que estén libres. Preferiblemente a los ancianos. —Pero todavía me faltan las predicciones de grunio, junio, agosto y espunio del Almanaque del año que viene por… —Olvídese de eso. Use algunas antiguas. —La gente se dará cuenta. —Nunca se han dado cuenta otras veces —dijo el señor Goatberger—. Ya conoce usted la cantinela. Increíbles Lluvias de Curry en Klatch. Asombrosa Muerte del Serif de Ee, Plagas de Avispas en Howondalandia. Esto es mucho más importante. Volvió a mirar por la ventana sin ver lo que había al otro lado. —Considerablemente más importante. Y soñó el sueño de todos los que publican libros, que no era otro que tener tanto oro en los bolsillos como para necesitar contratar a dos tipos solamente para que le sujetaran los pantalones. * * * La enorme fachada llena de columnas y abarrotada de gárgolas de la Ópera de Ankh-Morpork estaba allí, delante de Agnes Nitt. Se detuvo. Por lo menos, la mayor parte de Agnes se detuvo. Había un buen montón de Agnes. Las regiones más periféricas tardaron un poco en quedar en reposo. Bueno, ya estaba. Por fin. Podía entrar o podía marcharse.

Era lo que se llamaba una elección vital. Nunca antes había tenido una de esas. Por fin, después de permanecer quieta durante el tiempo suficiente como para que una paloma considerara las posibilidades posatorias de su enorme y más bien triste sombrero blanco y negro, subió la escalera. Había un hombre que en teoría la estaba barriendo. Lo que hacía en realidad era mover la suciedad de un lado a otro con una escoba, a fin de proporcionarle un cambio de aires y la posibilidad de hacer amigos nuevos. Iba vestido con un abrigo largo que le venía un poco pequeño y tenía una boina negra colocada de forma incongruente sobre el pelo negro de punta. —Perdone —dijo Agnes. El efecto fue eléctrico. El hombre se dio la vuelta, se enredó un pie con el otro y cayó de culo encima de su escoba. Agnes se llevó la mano a la boca y luego extendió un brazo para ayudarlo. —¡Oh, lo siento mucho! La mano tenía ese tacto pegajoso que hacía a quien la cogiera añorar el jabón. Él la apartó apresuradamente, se quitó el pelo grasiento de delante de los ojos y le dedicó una sonrisa aterrada. Tenía lo que Tata Ogg llamaba una cara poco hecha, con lo rasgos gomosos y pálidos. —¡No hay problema señorita! —¿Se encuentra bien? Se levantó a trompicones, consiguió que se le enredara de alguna forma la escoba entre las piernas y volvió a caer de culo. —Esto… ¿quiere que le aguante la escoba? —dijo Agnes en tono solícito. Ella sacó la escoba del enredo. El se levantó otra vez, después de un par de arranques en falso. —¿Trabaja usted para la Ópera? —¡Sí señorita! —Esto, ¿puede decirme dónde tengo que ir para presentarme a las pruebas? —dijo Agnes Él miró a su alrededor, aturullado. —¡A la entrada para actores! —dijo—. ¡Yo la llevo! —Las palabras le salieron atropelladamente, como si tuviera que ponerlas en fila y dispararlas todas a la vez antes de que tuvieran tiempo de dispersarse. El hombre le arrebató la escoba de las manos y echó a andar escaleras abajo y en dirección a la esquina del edificio. Tenía unos andares únicos: parecía que su cuerpo estuviera siendo arrastrado hacia delante y que sus piernas tuvieran que debatirse por debajo y aterrizar donde pudieran encontrar sitio. No parecía tanto una forma de andar como un desplome postergado indefinidamente. Sus pasos erráticos lo llevaron a una puerta situada en la Pared lateral. Agnes los siguió hasta el interior.

Nada más entrar había una especie de caseta, con una pared abierta y un mostrador colocado de tal forma que quien estuviera detrás pudiera vigilar la puerta. La persona que estaba detrás del mostrador debía de ser un ser humano, porque las morsas no llevan chaqueta. El hombre extraño ya había desaparecido en algún lugar de la oscuridad que se extendía más allá. Agnes miró a su alrededor, desesperada. —¿Sí, señorita? —dijo el hombre morsa. Realmente se trataba de un bigote impresionante, que había minado todo crecimiento del resto de su propietario. —Esto… He venido para las… las pruebas —dijo Agnes—. He visto un letrero que decía que estaban haciendo pruebas… Ella esbozó una sonrisita impotente. La cara del portero proclamaba que había visto y quedado impasible ante más sonrisas desesperadas que cenas calientes pudiera haber comido incluso Agnes. Sacó una tablilla sujetapapeles y un trozo de lápiz. —Tiene que firmar aquí —dijo. —¿Quién era esa… persona que ha entrado conmigo? El bigote se movió sugiriendo que había una sonrisa enterrada en alguna parte por debajo. —Todo el mundo conoce a nuestro Walter Plinge. Aquella parecía ser toda la información que se le iba a impartir.

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