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Más Allá de las Sombras – Brent Weeks

El pueblo de Cenaria se ha sacudido el yugo del opresor, pero el reino está exangüe y su legítimo heredero ha tenido que ceder el trono a una noble de la causa rebelde para apaciguar los ánimos y no desencadenar una guerra civil en un momento tan precario. En el imperio de Khalidor, ha sido elegido un nuevo gobernante. Tiene un plan, y si lo ejecuta con éxito, jamás nadie podrá arrebatarle el poder. De nuevo una amenaza se cierne sobre Cenaria y en las manos de Kylar, que conoce el amargo precio que impone la inmortalidad, está el destino de sus amigos… y también de sus enemigos. Para salvarlos debe lograr lo imposible: asesinar a una diosa. Si fracasa, condenará a medio continente; si triunfa, perderá aquello por lo que le merecía la pena vivir.


 

Logan de Gyre estaba sentado en medio del lodo y la sangre, en pleno campo de batalla de la arboleda de Pavvil, cuando Terah de Graesin fue a verlo. Apenas había pasado una hora desde que habían provocado la desbandada de los khalidoranos, cuando el monstruoso ferali forjado para devorar al ejército cenariano se había vuelto contra sus amos norteños. Logan había dado las órdenes que le habían parecido más urgentes y después había concedido permiso a todo el mundo para sumarse a los festejos que estaban apoderándose del campamento de Cenaria. Terah de Graesin llegó sola. Logan estaba sentado en una piedra baja, sin preocuparse del barro. De todas formas, su elegante ropa ya estaba manchadísima de sangre y cosas peores. El vestido de Terah, en cambio, estaba limpio a excepción del dobladillo de la falda. Llevaba calzado alto, pero ni siquiera eso podía mantenerla del todo a salvo de la gruesa capa de fango. Se detuvo ante Logan, que no se puso en pie. Terah fingió que no se daba cuenta. Logan fingió no reparar en que los guardaespaldas de la reina, inmaculados tras la batalla, estaban escondidos entre los árboles a menos de cien pasos de distancia. Terah de Graesin solo podía tener un motivo para buscarlo: se preguntaba si seguía siendo la reina. Si Logan no hubiese estado tan derrengado, le habría hecho gracia. Terah acudía a él sola, como muestra de vulnerabilidad o de arrojo. —Hoy habéis sido un héroe —le dijo—. Habéis parado a la bestia del rey dios. Dicen que la habéis matado. Logan meneó la cabeza. Él había atacado al ferali, y entonces el rey dios lo había abandonado; pero otros soldados le habían causado heridas más graves que él.


Algo había parado al rey dios, pero no Logan. —Habéis ordenado al monstruo que destruya a nuestros enemigos, y ha obedecido. Habéis salvado Cenaria. Logan se encogió de hombros. Le parecía que todo había sucedido mucho tiempo atrás. —Supongo que la cuestión es —prosiguió Terah de Graesin— si habéis salvado Cenaria para vos, o para todos nosotros. Logan le escupió ante los pies. —No me vengas con gilipolleces, Terah. ¿Te crees que vas a manipularme? No tienes nada que ofrecer, nada con lo que amenazar. ¿Que tienes una pregunta para mí? Muestra un poco de respeto y hazla sin tanto puto rodeo. Terah estiró la espalda, alzó la barbilla e hizo un amago de movimiento con la mano, pero entonces se contuvo. Fue ese gesto abortado lo que llamó la atención de Logan. Si hubiese llegado a levantar la mano, ¿habría sido la señal para que sus hombres atacasen? Logan miró detrás de ella, al bosque que bordeaba el campo de batalla, pero lo primero que vio no fueron los hombres de Terah, sino los suyos. Los Perros de Agon, entre ellos dos de los diestros arqueros que Agon había armado con arcos ymmuríes y convertido en cazadores de brujos, habían tomado posiciones con sigilo a espaldas de los guardaespaldas de Terah. Los dos cazadores de brujos tenían los arcos armados pero no tensos. Era evidente que ambos se habían cuidado de colocarse donde Logan pudiera verlos con claridad, porque no distinguía a primera vista a ninguno de los demás Perros. Un arquero iba alternando entre mirar a Logan y a un blanco entre los árboles. Logan siguió su mirada y avistó al arquero oculto de Terah, que le apuntaba esperando un gesto de su señora. El otro cazador de brujos tenía la vista fija en la espalda de la propia reina. Estaban esperando una señal de Logan. Tendría que haber adivinado que sus seguidores, que se las sabían todas, no lo dejarían solo cuando Terah de Graesin andaba cerca. Miró a Terah. Era delgada, guapa, con unos ojos verdes imperiosos que le recordaban a los de su madre. Terah creía que Logan no estaba al corriente de la presencia de sus hombres en el bosque. Pensaba que Logan no sabía que ella jugaba con ventaja.

—Esta mañana me habéis jurado lealtad en unas circunstancias poco propicias —dijo Terah—. ¿Pretendéis ser fiel a vuestro juramento, o deseáis coronaros rey ? No podía preguntarlo a las claras, ¿verdad? No estaba en su naturaleza, ni siquiera cuando creía tener un control absoluto sobre Logan. No sería una buena reina. Logan creía haber tomado y a una decisión, pero vaciló. Recordó la sensación de impotencia que había experimentado en el Agujero, la desesperanza que había sentido cuando asesinaron a Jenine, con la que acababa de casarse. Recordó el desconcertante placer que le había procurado ordenar a Ky lar que matase a Gorkhy y ver cumplido su deseo. Se preguntó si sentiría el mismo gozo viendo morir a Terah de Graesin. Con un mero gesto de cabeza a esos cazadores de brujos, lo descubriría. Nunca volvería a sentirse impotente. Su padre le había dicho que un juramento es la medida del hombre que lo presta. Logan había visto lo que pasaba cuando hacía lo que sabía correcto, por estúpido que pareciera en su momento. Eso era lo que había unido a los ojeteros en torno a él. Eso era lo que le había salvado la vida cuando estaba con fiebre y apenas consciente. Eso era lo que había hecho que Lilly, la mujer que los khalidoranos metamorfosearon en el ferali, se volviese contra sus amos. En última instancia, haciendo lo correcto Logan había salvado a toda Cenaria. Sin embargo, su padre, Regnus de Gy re, había vivido fiel a sus juramentos cargando con un matrimonio infeliz y un servicio infeliz a un rey mezquino y malicioso. Tragaba sapos todo el día y dormía bien cada noche. Logan no sabía si era tan hombre como su padre. No podría hacerlo. De modo que vacilaba. Si Terah levantaba la mano para ordenar a sus hombres que atacaran, estaría rompiendo el pacto entre señora y vasallo. Si lo rompía, Logan sería libre. —Nuestros soldados me han proclamado rey —dijo Logan con tono neutral. Pierde los nervios, Terah. Ordena el ataque.

Ordena tu propia muerte. Los ojos de Terah se encendieron, pero mantuvo la voz firme y la mano inmóvil. —Los hombres dicen muchas cosas en el ardor de la batalla. Estoy dispuesta a perdonar esa indiscreción. ¿Para esto me salvó Kylar? No. Pero esto es el hombre que soy. Soy hijo de mi padre. Se puso en pie poco a poco para no alarmar a los arqueros de ningún bando y luego, con lentitud, se arrodilló y tocó los pies de Terah de Graesin en señal de sumisión. Esa noche, un pelotón de khalidoranos atacó el campamento cenariano y mató a docenas de hombres borrachos en plena celebración antes de huir al amparo de la oscuridad. Por la mañana, Terah de Graesin mandó a Logan de Gy re y a mil de sus hombres a darles caza. 2 El centinela era un sa’ceurai veterano, un señor de la espada que había matado a dieciséis hombres, cuyos mechones delanteros había atado a su cabello de un rojo encendido. Escudriñaba sin tregua la oscuridad allá donde se encontraban el bosque y el robledal y, cuando se volvía, escudaba sus ojos de las fogatas bajas de sus camaradas para proteger su visión nocturna. A pesar del viento fresco que azotaba el campamento y arrancaba gemidos de los grandes robles, no llevaba casco que entorpeciera su oído. Sin embargo, no tenía ninguna oportunidad de detener al ejecutor. Ex ejecutor, pensó Kylar, equilibrado usando un solo brazo sobre una gruesa rama de roble. Si todavía fuese un asesino a sueldo, mataría al centinela y problema resuelto. Kylar se había convertido en algo diferente, el Ángel de la Noche —inmortal, invisible y casi invencible—, y solo administraba la muerte a quienes la merecían. Aquellos espadachines del país cuy o nombre mismo significaba la espada, Ceura, eran los mejores soldados que Kylar había visto. Habían acampado con una eficiencia que evidenciaba años de campañas. Habían arrancado los matorrales que pudieran ocultar una incursión enemiga, habían amontonado tierra junto a cada hoguera para reducir su visibilidad y habían distribuido sus tiendas de campaña de tal modo que protegiesen a sus caballos y sus oficiales. Cada fogata calentaba a diez hombres, cada uno de los cuales conocía a todas luces sus responsabilidades. Se movían como hormigas en el bosque y, una vez terminadas sus tareas, cada hombre se alejaba como mucho hasta una hoguera adyacente. Jugaban apostando, pero no bebían ni alzaban la voz. El único borrón en la eficiencia de los ceuríes parecía proceder de su armadura. Con las piezas ceuríes de bambú lacado, un hombre podía armarse solo.

Sin embargo, para ponerse las armaduras khalidoranas que habían robado una semana antes en la arboleda de Pavvil hacía falta ayuda. Había escamas de acero mezcladas con cota de malla y hasta corazas, y los ceuríes no podían decidir si debían dormir con la armadura puesta o si debían organizar a los hombres en parejas para que se hicieran de escuderos. Al ver que se permitía a cada pelotón que decidiera por sí mismo cómo arreglar el problema, sin perder tiempo consultando a instancias superiores, Kylar supo que su amigo Logan de Gy re no tenía nada que hacer. El adalid Lantano Garuwashi acompañaba el amor ceurí por el orden con un sentido de la responsabilidad individual, lo que explicaba en buena medida por qué nunca había perdido una batalla. Por ese motivo debía morir. De modo que Ky lar avanzó entre los árboles como el aliento de un dios vengativo, agitando las ramas solo cuando coincidía con un golpe de viento. Los robles crecían en filas rectas y espaciadas, interrumpidas solo por los árboles jóvenes que se habían abierto hueco a codazos entre sus may ores para después volverse a su vez ancianos. Se acercó tanto como pudo a la punta de una rama y espió por entre las copas mecidas por el viento a Lantano Garuwashi, que a la tenue luz de su hoguera tocaba la espada que tenía en el regazo con el júbilo que proporciona una adquisición reciente. Si Kylar conseguía pasar al roble siguiente, podría descender a meros pasos de su muriente. ¿Puedo seguir llamando «muriente» a mi blanco aunque ya no sea un ejecutor? Resultaba imposible pensar en Garuwashi como en un blanco. Kylar todavía podía oír la voz de su maestro, Durzo Blint: Los asesinos —decía con tono despectivo— tienen blancos, porque los asesinos a veces fallan. Calculó la distancia hasta la siguiente rama capaz de aguantar su peso. Ocho pasos. No era un gran salto. Lo complicado era frenar su impulso al aterrizar, en silencio y con un solo brazo. Si no saltaba, tendría que escurrirse entre dos hogueras donde los hombres todavía cruzaban de forma intermitente y el terreno estaba cubierto de hojas muertas. Saltaría, decidió, cuando se levantase el siguiente soplo fuerte de brisa. —Brilla una luz extraña en tus ojos —dijo Lantano Garuwashi. Era grande para ser ceurí, alto, esbelto y musculoso como un tigre. Las franjas de su propio pelo, que llameaba con el mismo color que el fuego titilante, solo se entreveían entre los sesenta mechones de todos los colores que se había cobrado de los oponentes a los que había dado muerte. —Siempre me ha encantado el fuego. Quiero recordarlo mientras muero. Ky lar cambió de postura para ver a quien había hablado. Era Feir Cousat, un coloso rubio tan ancho como alto. Kylar había coincidido con él una vez.

Feir no solo era diestro con la espada, sino también un mago. Era una suerte para Kylar que estuviera de espaldas. Una semana atrás, después de que el rey dios khalidorano Garoth Ursuul lo matase, Kylar había hecho un trato con el ser de ojos amarillos llamado el Lobo. En su fantasmagórica guarida en las tierras entre la vida y la muerte, el Lobo le prometió restaurarle el brazo derecho y devolverlo a la vida enseguida si Kylar robaba la espada de Lantano Garuwashi. Lo que había parecido sencillo —¿quién puede impedirle robar a un hombre invisible?— se estaba complicando por momentos. ¿Quién puede parar a un hombre invisible? Un mago capaz de ver a los hombres invisibles. —¿De modo que realmente crees que el Cazador Oscuro vive en este bosque? —preguntó Garuwashi. —Desenvainad un poco la espada, adalid —dijo Feir. Garuwashi desnudó un palmo de la espada. La hoja, que parecía un cristal lleno de fuego, irradiaba luz —. La hoja arde para avisar de un peligro o de magia. El Cazador Oscuro es ambas cosas. Yo también, pensó Kylar. —¿Está cerca? —preguntó Garuwashi. Se puso en cuclillas como un tigre listo para saltar. —Os advertí que atraer hasta aquí al ejército cenariano podía ser nuestra muerte, y no la de ellos —dijo Feir. Volvió a fijar la vista en el fuego. Durante la última semana, desde la batalla de la arboleda de Pavvil, Garuwashi había conducido hacia el este a Logan y sus hombres. Como los ceuríes se habían disfrazado con armaduras de los khalidoranos muertos, Logan creía que estaba persiguiendo los restos del ejército invasor derrotado. Kylar aún no tenía ni idea de por qué Lantano Garuwashi había llevado a Logan hasta allí. Bien pensado, tampoco tenía ni idea de por qué la bola de metal negro llamada ka’kari había decidido servirle, por qué lo devolvía a la vida al morir, por qué él veía en el alma de los hombres la contaminación que exigía la muerte o, y a puestos, por qué salía el sol o cómo se mantenía colgado en el cielo sin caerse. —Me dijiste que estaríamos a salvo siempre que no entrásemos en el bosque del Cazador. —Dije probablemente a salvo —corrigió Feir—. El Cazador detecta y odia la magia. Esa espada sin duda cuenta.

Garuwashi expresó su desprecio del peligro con un gesto de la mano. —No hemos entrado en el bosque del Cazador, y, si quieren combatir con nosotros, los cenarianos tendrán que hacerlo —dijo. Al comprender por fin el plan, a Kylar se le cortó la respiración. El robledal estaba rodeado de espesura por el norte, el sur y el oeste. La única manera de que Logan sacara partido a su superioridad numérica sería cortar por el este, donde las secuoy as gigantes del bosque del Cazador Oscuro concedían a un ejército espacio de sobra para maniobrar. Sin embargo, se decía que una criatura de otra época mataba todo lo que entrara en ese bosque. La gente culta se mofaba de tal superstición, pero Kylar había conocido a los campesinos de Vuelta del Torras. Si eran supersticiosos, eran un pueblo con una sola superstición. Logan se metería derecho en una trampa. Volvió a levantarse un viento que arrancó gemidos de las ramas. Kylar gruñó para sus adentros y saltó. Con la ay uda de su Talento superó la distancia con facilidad. Por otra parte, se había dado demasiado impulso y se pasó de largo, de modo que resbaló hasta rebasar el extremo más alejado de la rama. Unos pequeños espolones negros atravesaron su ropa a lo largo de los lados de sus rodillas, su antebrazo izquierdo e incluso desde sus costillas. Por un momento, los espolones fueron de metal líquido, por lo que más que desgarrar su ropa la absorbieron en cada minúsculo pincho, y después se solidificaron y Kylar se detuvo de sopetón. Cuando volvió a encaramarse a la rama, las púas regresaron bajo su piel como si se derritieran. Ky lar se quedó temblando, y no solo por lo cerca que había estado de caer. ¿En qué me estoy convirtiendo? Con cada muerte que cosechaba y cada muerte que padecía se volvía más fuerte. Era algo que lo mataba de miedo. ¿A qué coste? Tiene que haber un precio. Apretando los dientes, bajó por el árbol con la cabeza por delante, dejando que las garras fuesen emergiendo de su piel, perforaran minúsculos agujeros en su ropa y en la corteza y desapareciesen de nuevo. Cuando llegó al suelo, el ka’kari negro rezumó de todos sus poros hasta cubrirlo como una segunda piel. Enmascaró su cara, su cuerpo, su ropa y su espada, y empezó a devorar la luz. Invisible, Ky lar avanzó. —Soñaba con vivir en un pueblo pequeño como esa Vuelta del Torras —dijo Feir, que daba a Kylar su espalda ancha como la de un buey—.

Construir una forja en el río, diseñar una noria de agua para mover los fuelles hasta que mis hijos tuviesen edad para ay udarme. Un profeta me dijo que podía pasar. —Basta de tus sueños —lo interrumpió Garuwashi, poniéndose en pie—. Mi ejército principal ya casi debería haber atravesado las montañas. Tú y yo nos vamos. ¿Ejército principal? La última pieza encajó en su lugar. Por eso los sa’ceurai se habían vestido de khalidoranos. Garuwashi había atraído a lo más selecto del ejército de Cenaria muy al este, mientras concentraba el grueso de sus tropas en el oeste. Derrotados los khalidoranos en la arboleda de Pavvil, los campesinos que Cenaria había movilizado probablemente y a estaban regresando a toda prisa a sus granjas. En cuestión de días, un par de centenares de guardias del castillo de Cenaria tendrían que vérselas con el ejército ceurí al completo. —¿Nos vamos? ¿Esta noche? —preguntó Feir, sorprendido. —Ahora. Garuwashi lanzó una sonrisita directamente hacia Ky lar. Este se quedó paralizado, pero no captó ningún destello de reconocimiento en aquellos ojos verdes. En lugar de eso, vio algo peor. Había ochenta y dos muertes en los ojos de Garuwashi, ¡ochenta y dos!, y ni una sola de ellas era un asesinato. Matar a Lantano Garuwashi no sería justicia; sería acabar con él sin más. Ky lar renegó en voz alta. Con un solo salto Lantano Garuwashi se puso en pie, arrojó la vaina lejos de la columna de llamas que era su espada y adoptó una posición de combate. El corpulento Feir fue solo un poco más lento. Se levantó y se volvió con el acero desnudo en la mano más rápido de lo que Kylar habría creído posible de un hombre tan grande. Abrió mucho los ojos al ver al intruso. Ky lar gritó de frustración y dejó que unas llamas azules barrieran la negra piel de ka’kari y la gran máscara ceñuda que lo cubrían. Oy ó por detrás los pasos de un guardaespaldas ceurí que se disponía a atacar. Con un fogonazo de Talento, Ky lar dio un salto mortal hacia atrás, plantó los pies en los hombros del guardaespaldas y se impulsó en ellos para salir volando de nuevo.

El sa’ceurai se estrelló contra el suelo y Kylar dio volteretas por los aires, envuelto en llamas azules que crepitaban y relampagueaban. Antes de agarrarse a la rama, apagó el fuego azulado y se hizo invisible. Saltó de copa en copa con su única mano, renunciando a todo sigilo. Si no hacía algo esa misma noche, Logan y todos sus hombres morirían. —¿Eso era el Cazador? —preguntó Garuwashi. —Peor aún —respondió Feir, pálido—. Era el Ángel de la Noche, quizá el único hombre en el mundo al que deberíais temer. Los ojos de Lantano Garuwashi se encendieron, y Feir vio en aquel fuego que el adalid interpretaba las palabras hombre al que temer como digno adversario. —¿Hacia dónde ha ido? —preguntó Garuwashi.

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