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María de Nazaret – Marek Halter

¿Quién no conoce el nombre de María, madre de Jesús, la que engendró la mayor conmoción espiritual desde la aparición del monoteísmo? Sin embargo, lo que nos dicen los Evangelios se resume en unos pocos versículos elípticos y misteriosos. Marek Halter dedicó varios años a esta novela, imaginando quién fue esa Miriam de Nazaret, nacida en un caótico reino de Israel en permanente lucha contra la ocupación romana. ¿Qué vínculos mantenía con la resistencia judía y con uno de sus jefes más populares, un tal Barrabás? ¿Y con los esenios de Damasco, de la secta de los terapeutas? ¿Y con su primo lejano, Juan el Bautista? Desde su infancia en Polonia, donde el culto a María domina la Iglesia Católica, Marek Alter se sintió fascinado por esta joven judía, clave en el origen del cristianismo. El resultado fue una novela de gran éxito en Francia y traducida en veintidós países.


 

ERA de noche. Los portones y postigos de la aldea estaban cerrados, la oscuridad había absorbido los ruidos del día. Sentado en su taburete con el asiento relleno con un poco de lana, Joaquín, el carpintero, pulía, con unas ramas de zarza envueltas en trapos, unas piezas de madera de delicadas nervaduras que, una vez acabadas, depositaba con cuidado en un cesto. Sus gestos eran los habituales, más lentos ahora por el cansancio y el sueño. A veces se quedaba parado. Los párpados se le cerraban y se le caía la cabeza. Al otro lado del hogar, Hannah, su esposa, con el rostro enrojecido por las brasas y a débiles, le dirigió una tierna mirada. Su sonrisa fruncía sus mejillas. Guiñó el ojo a su hija Miriam, que le sostenía una madeja de lana. La niña respondió a su madre con una mueca cómplice. Después, los ágiles dedos de Hannah volvieron a tirar de las hebras de lana, cruzándolas y retorciéndolas de forma tan regular que formaban un único hilo. Unos gritos los sobresaltaron. Venían de fuera, muy cerca. Joaquín se levantó; tenía tensa la nuca; los hombros, rígidos, y estaba completamente despejado. Oyeron más gritos, reconocieron las voces, más agudas que ruidos metálicos, más fuertes que el ruido del metal, y las carcajadas que surgían de repente, incongruentes. Se oyó el gemido de una mujer, que acabó en sollozos. Miriam escrutaba el rostro de su madre. Hannah, con los dedos encogidos sobre la lana, se volvió a Joaquín. Madre e hija le vieron depositar en el cesto la pieza en la que todavía estaba trabajando. Un gesto preciso, cuidadoso. Por encima, tiró el puñado de zarzas envueltas en trapos.


En el exterior, los gritos aumentaban, más violentos. Toda la callejuela de la aldea estaba agitada. Estallaban insultos, claramente comprensibles, que atravesaban puertas y paredes. Hannah dejó la labor en el paño extendido sobre sus rodillas y ordenó en voz baja a Miriam. —Sube. Sin esperar, retiró la madeja de los brazos extendidos de la niña. Con voz más dura, repitió: —Sube. ¡Date prisa! Miriam se apartó de la chimenea y retrocedió hasta la cortina que ocultaba el hueco de la escalera sumida en la sombra. Corrió la cortina, se detuvo, incapaz de apartar los ojos de su padre. Joaquín estaba de pie, acercándose a la puerta. Él también se detuvo. La tranca estaba atravesada sobre el portón y el único postigo. Él mismo la había colocado. La puerta estaba bien atrancada, lo sabía. También sabía que era inútil. No los protegería de quienes se acercaban. Se reían de portones y postigos. Ahora, los gritos resonaban más cerca, entre las paredes de desvanes y talleres. —¡Abrid! ¡Abrid! ¡En nombre de Herodes, vuestro rey ! Unas palabras pronunciadas en mal latín y repetidas en mal hebreo. Unas voces, un acento, una forma de gritarlas que parecían de una lengua extranjera. Así ocurría cada vez que los mercenarios de Herodes venían a sembrar el terror y la desgracia a la aldea. Llegaban preferentemente de noche, sin que nadie supiera por qué. A veces, se eternizaban en Nazaret durante varios días. En verano, acampaban a las afueras de la aldea. En invierno, echaban a las familias de sus ruinosas casas y se instalaban en ellas a su capricho.

No se marchaban hasta haber robado, quemado, destruido y matado. Se tomaban las cosas con calma, disfrutando con la contemplación de los efectos del mal y del sufrimiento que provocaban. A veces, se llevaban presos con ellos. Hombres, mujeres, niños incluso. Raramente se los volvía a ver, pero tenía que pasar algún tiempo hasta que se los diese por muertos. En ocasiones, los mercenarios dejaban en paz la aldea durante unos meses. Una estación entera. Los más pequeños, los más despreocupados casi se olvidaban de su existencia. Ahora, los gritos rodeaban la casa. Miriam oía el roce de las suelas sobre el enlosado de piedra. Joaquín sentía la mirada de su hija en la espalda. Se volvió y buscó su silueta en la sombra. No se enfadó al encontrarla aún allí, pero movió la mano con un gesto de urgencia. —¡Sube deprisa, Miriam! Ten cuidado. Le hizo un gesto. Quizá una sonrisa. Miriam vio a su madre que se llevaba las manos a la boca y la miraba atemorizada. Esta vez, se volvió y subió la escalera. En la oscuridad, se pegaba a la pared para orientarse, sin tomarse la molestia de evitar los escalones que crujían. Los soldados gritaban tanto que no se arriesgaba a que la oyesen. Los golpes que pegaban eran tan violentos que la pared temblaba bajo la mano de Miriam en el momento en que empujaba la puerta que conducía a la terraza. Desde aquí, el tumulto de gritos, órdenes y gemidos se perdía en la noche. Abajo, en la sala común, la voz de Joaquín parecía asombrosamente tranquila mientras retiraba la tranca de la puerta y dejaba que girara sobre sus goznes. * * * Las antorchas de los soldados formaban una onda roja en la oscuridad. Con el corazón acelerado, Miriam resistió el deseo de acercarse al murete para contemplar el espectáculo.

Lo adivinaba sin esfuerzo. Los gritos resonaban en la casa, bajo sus pies. Percibía las protestas de su padre, los gemidos de su madre, a quienes mandaban callar los berridos de los mercenarios. Corrió hacia el otro extremo de la larga terraza, encima del taller, evitando el desorden que la obstruía. Cestos, sacos con madera vieja, serrín, ladrillos mal cocidos, tarros, maderos y pieles de borrego. Todo lo que su padre arrumbaba allí por falta de espacio en el desván. En un rincón, unos tablones enormes apenas escuadrados estaban amontonados en un desorden tal que amenazaban con desplomarse. Sin embargo, todo ese batiburrillo solo era un engaño. El escondite preparado por Joaquín para su hija era, sin duda, la más bella e ingeniosa obra de carpintería que había construido en su vida. Entre los tablones amontonados, tan pesados que hacían falta al menos dos hombres para levantarlos, estaban atravesadas por distintos sitios varias tablillas delgadas. Cualquiera creería que los troncos las habían bloqueado al deslizarse unos sobre otros a causa de su peso. Sin embargo, en el extremo del montón, bastaba apretar una de estas tablillas de algarrobo para abrir una trampilla. Confundiéndose con el brillo natural de la madera, los golpes de gubia y el desgaste de la intemperie, este batiente resultaba perfectamente invisible. Detrás, hábilmente excavada en el montón de tablones, cuidadosamente fijados y clavados, había un hoyo lo bastante grande para que un adulto pudiera tumbarse en él. Solo Miriam, su madre y Joaquín conocían su existencia. Ni amigos ni vecinos. No podían correr ese riesgo. Los mercenarios de Herodes sabían cómo hacer confesar a hombres y mujeres lo que creían poder callar para siempre. Con la mano en la tabla, Miriam iba a accionar el mecanismo, cuando se quedó inmóvil. A pesar del estrépito espantoso que aumentaba en la calle y en la casa, tuvo la sensación de una presencia muy cercana. Volvió la cabeza rápidamente. Brilló por un instante el reflejo de un tejido. Después se desvaneció. Buscó con la vista el reflejo detrás de los barriles de salmuera en los que maceraban las aceitunas, a sabiendas de que no podría quedarse allí mucho tiempo. —¿Quién está ahí? —susurró ella.

No hubo respuesta. Desde abajo llegaba la voz apagada de Joaquín que afirmaba, en respuesta a los gritos de un soldado, que no, que nunca había habido ningún niño en esta casa. Dios Todopoderoso no le había dado ninguno. —¡No mientas! —gritó el mercenario, con un acento que hacía que las sílabas entrechocasen—. Los judíos siempre tienen niños. Miriam tenía que apresurarse: iban a subir. ¿Había visto realmente algo o era su imaginación? Conteniendo el aliento, avanzó. Y chocó con él. Él saltó como un gato al ataque. Un chico, alto y delgado, por lo que podía adivinar a la débil luz de las antorchas de la calle. Ojos brillantes, rostro con la piel tensa sobre los huesos. —¿Quién eres? —susurró ella, estupefacta. Si él tenía miedo, no lo demostró. Agarró a Miriam por la manga de su túnica y, sin decir palabra, la arrastró en la espesura de la oscuridad. La túnica se rasgó. Miriam acabó por ponerse en cuclillas al lado del chico. —¡Idiota! ¡Vas a hacer que me localicen! Una voz seca, grave. —Suéltame, me estás haciendo daño. —¡Cretina! —gruñó aún. Pero le soltó el brazo, acurrucándose contra el murete. Miriam se incorporó a medias y se apartó. Si creía que podría escapar de los soldados escondiéndose allí, era tan estúpido como bruto. —¿Te están buscando a ti? —preguntó ella. Él no respondió; era inútil. —Por tu causa, lo destruyen todo —dijo ella.

En esta ocasión, no era una pregunta. Sin embargo, él no abrió la boca. Miriam echó un vistazo por encima de los barriles. Iban a venir, lo encontrarían. Los mercenarios no atenderían a razones. Creerían que sus padres habían querido esconder a este idiota. Estarían perdidos. Ya veía a los soldados de Herodes pegando a su madre y a su padre. —¡Si te imaginas que no te encontrarán, ahí detrás! ¡Vas a hacer que nos detengan a todos! —¡Cállate!… ¡Lárgate, maldita sea! No era momento de discutir. —No seas tan bestia. ¡Rápido! ¡Tenemos el tiempo justo antes de que lleguen! Esperaba que no fuese demasiado obstinado. Sin esperarle, corrió hacia el montón de tablones. Por supuesto, él no la siguió. Ella miró hacia la puerta de la terraza. Abajo, las protestas de su madre se mezclaban con el ruido de los objetos rotos. —¡Date prisa, por favor! Ella había empujado ya la tabla y abierto la trampilla. Al fin, había comprendido y estaba detrás de ella, todavía con ganas de discutir. —¿Qué es esto? —¿Qué crees? Entra, es suficientemente grande. —Pero tú… Sin responder, lo empujó con todas sus fuerzas al escondite. Con cierta satisfacción, oy ó que se daba un golpe en la cabeza y soltaba una maldición; después, cerró la trampilla, procurando no hacer ruido. Giró la tabla, bloqueando así el mecanismo que permitía abrir desde el interior. « ¡Así no correremos ningún riesgo por su causa!» Ella no le conocía; ni siquiera sabía su nombre. Pero no necesitaba saber nada más para adivinar que solo hacía lo que le daba la gana. Se agachó detrás de los barriles en el instante en el que los mercenarios subían una antorcha a la terraza. * * * Iban empujando a Joaquín delante de ellos.

Cuatro soldados, espada en mano, con el pecho cubierto de cuero. Las plumas de sus cascos se estremecían a cada uno de sus movimientos. Agitaban sus antorchas para ver mejor en medio del desorden que reinaba en el lugar. Uno de ellos golpeó a Joaquín en la espalda con el pomo de la espada, obligándolo a inclinarse. Un gesto inútil, más humillante que doloroso. Pero a los mercenarios les gustaba mostrarse crueles. Su jefe exclamó en un pésimo hebreo: —¡Un buen sitio para esconderse! ¡Fácil! Sorprendido, Joaquín no protestó y parecía desconcertado. El decurión escrutaba su reacción. Se echó a reír. —¡Sí, seguro! ¡Aquí se esconde alguien! Gritó unas órdenes. Sus esbirros empezaron a registrarlo todo, a derribarlo todo, mientras Joaquín, una vez más, les aseguraba que allí no se escondía nadie. El oficial se reía y repetía: —¡Sí, alguien ha entrado en tu casa! Mientes, pero, para ser judío, mientes mal. Resonó un doble grito. El de sorpresa del soldado y el de dolor de Miriam a la que un puño agarraba por los cabellos. Joaquín gritó a su vez; quería adelantarse para proteger a su hija. El oficial agarró su túnica y lo echó atrás. —¡Es mi hija! —protestó Joaquín—. ¡Mi hija Miriam! Las antorchas iluminaron a Miriam hasta el punto de deslumbrarla. La barbilla le temblaba de miedo. Todas las miradas estaban clavadas en ella, incluso la de su padre, furioso porque no estuviera en el escondite. Ella apretó las mandíbulas; apartó la mano que la agarraba por el pelo. Para sorpresa suya, el hombre soltó los dedos con cierta suavidad. —Es mi hija —suplicó aún Joaquín. —¡Cállate! —gritó el oficial. Le preguntó a Miriam: —¿Qué estabas haciendo ahí? —Me escondía.

La voz de Miriam temblaba más de lo que hubiera deseado. Su miedo encantó al oficial. —¿Por qué te escondes? —le preguntó. La mirada de Miriam se dirigió brevemente hacia donde retenían a su padre. —Mis padres me obligan a hacerlo. Os tienen miedo. Los soldados se rieron sarcásticamente. —¿Creías que no te encontraríamos detrás de esos barriles? —se mofó el oficial. Miriam se encogió de hombros. Joaquín, con voz más firme, dijo: —Es una niña, decurión. No ha hecho nada. —Entonces, ¿por qué tienes miedo de que descubramos a tu hija en tu casa, si no ha hecho nada? Se produjo un embarazoso silencio. Después, Miriam replicó: —Mi padre tiene miedo porque se dice que los soldados del rey Herodes matan incluso a las mujeres y a los niños. También se dice que os los lleváis al palacio del rey y que no se los vuelve a ver. El decurión se echo a reír, sobresaltando a Miriam, antes de que los mercenarios, a su alrededor, imitaran a su jefe. El hombre volvió a ponerse serio. Cogió a Miriam por el hombro; la miró intensamente. —Quizá tengas razón, pequeña. Pero solo prendemos a quienes no obedecen a la voluntad del rey. ¿Estás segura de que no has hecho nada malo? Miriam le sostuvo la mirada; sus facciones inmóviles; las cejas levantadas con estupor, como si el mercenario hubiese proferido una estupidez. —¿Cómo podría hacer algo contra el rey? Solo soy una niña y ni siquiera sabe que existo. De nuevo, los soldados se rieron. El oficial empujó a Miriam hacia su padre. Joaquín le echó los brazos y la abrazó tan fuerte que le cortó el aliento. —Tu hija es lista, carpintero —dijo el oficial—.

Deberías vigilarla mejor. Esconderla en la terraza no es una buena idea. Los chicos a los que estamos buscando son peligrosos. Cuando están asustados, matan incluso a vuestra gente. * * * A su vuelta a la casa, Hannah, vigilada también por mercenarios, los esperaba al pie de la escalera. Abrazó a su hija, balbuciendo una oración al Todopoderoso. El oficial los amenazó: unos jóvenes bandoleros habían tratado de asaltar la villa del recaudador de impuestos. Habían tratado, una vez más, de robar al rey. Serían capturados y castigados. Ya sabían cómo. Y quienes los ayudasen correrían la misma suerte. Sin la menor clemencia. Cuando los soldados se fueron, Joaquín se apresuró a poner la tranca en la puerta. Un vivo chisporroteo atizaba las brasas del hogar. Los mercenarios no se habían contentado con volcar los asientos, dar la vuelta a camas y arcones; habían arrojado al fuego las piezas de madera delicadamente trabajadas por Joaquín. Ahora ardían con unas llamas brillantes que se sumaban a la tenue luz de las lámparas de aceite. Miriam se precipitó, se agachó delante del hogar, quería retirar las piezas trabajadas con la ay uda de un atizador de hierro. Era demasiado tarde. La mano de su padre se posó en su hombro. —No hay nada que se pueda salvar —dijo dulcemente—. No es nada. Lo que he sabido hacer, sabré rehacerlo. Las lágrimas nublaban la mirada de Miriam. —Al menos, no han tocado el taller. No sé qué los habrá detenido —suspiró Joaquín.

Mientras Miriam se levantaba, su madre le preguntó: —¿Cómo se las arreglaron para encontrarte? Dios Todopoderoso, ¿han descubierto el escondite? Joaquín respondió: —No. Simplemente, se había escondido detrás de los barriles. —¿Por qué? Miriam contempló sus rostros todavía lívidos de miedo, sus ojos demasiado brillantes, sus facciones desencajadas ante la idea de lo que podía haber ocurrido. Ella pensaba en el chico escondido arriba, en su sitio. A su padre, podría haberle confiado este secreto, pero no a su madre. Ella murmuró: —Tenía miedo de que os hiciesen daño. Tenía miedo de quedarme allí sola mientras os hacían daño. Era solo una mentira a medias. Hannah la estrechó contra su pecho, humedeciéndole las sienes con sus lágrimas y besos. —¡Oh, mi pobre pequeña! Estás loca. Joaquín levantó un taburete, esbozó una sonrisa. —Se ha desenvuelto perfectamente con el oficial. Nuestra hija es valiente; eso está muy bien. Miriam se apartó de su madre, un poco sonrojada por el cumplido. La mirada de Joaquín estaba llena de orgullo, era casi feliz. —Ayúdanos a arreglar esto —dijo él— y vete a dormir. La noche será tranquila. * * * En efecto, los gritos de los mercenarios cesaron. No habían encontrado lo que buscaban. Como de costumbre. Era lo más habitual, en realidad. Esta impotencia los volvía a menudo tan locos como bestias salvajes. Entonces, masacraban y destruían sin discernimiento ni piedad. Esa noche, sin embargo, se contentaron con alejarse de la aldea, agotados y soñolientos, para regresar al campamento de la legión, a dos millas [1] de Nazaret. Cuando ocurrían estas cosas, cada familia se cerraba en sí misma.

Cada cual vendaba sus heridas, secaba sus lágrimas, calmaba sus temores. Al amanecer, aún estaría todo demasiado reciente para recordarlo, para que dé vecino a vecino se contaran sus terrores. Miriam tuvo que esperar un buen rato antes de poder levantarse de la cama en silencio. Hannah y Joaquín, temblando todavía de angustia, tardaron mucho en dormirse. Cuando por fin oyó sus respiraciones regulares a través de la delgada mampara de madera que separaba su habitación de la suya, se levantó. Envuelta en un grueso chal, subió la escalera de la terraza, cuidando, en esta ocasión, de que no crujiera ningún escalón. La luna creciente, velada por la neblina, cubría todo con una luz pálida. Miriam avanzó confiada. Podía moverse por allí en la oscuridad más completa. Sus dedos encontraron con facilidad la tabla que mantenía cerrado el escondite. Apenas tuvo tiempo de apartarse para evitar que la trampilla de troncos, empujada violentamente desde el interior, la golpease. El chico y a estaba de pie. —¡Soy yo! No tengas miedo —susurró ella. Él no tenía miedo. Maldecía, sacudiéndose como una fiera para quitarse del pelo la paja y las mechas de lana que tapizaban el fondo del escondite.

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