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Malos de la Historia de España – Gabriel Cardona & Juan Carlos Losada

Ésta es la amena relación de algunos de los malos más malvados que han marcado nuestro pasado y que han encarnado nuestros vicios y pecados desde la antigüedad hasta casi el presente. Españoles traidores, ambiciosos, asesinos, pervertidos, fanáticos, cobardes y crueles, de todas las épocas, aparecen en este libro tratando de explicar las circunstancias que les rodearon y los posibles motivos de la perversidad de sus acciones. Por eso aquí desfilan, desnudos en su maldad aunque sin renunciar tampoco al humor, aquellos reyes, guerreros, políticos, eclesiásticos y conquistadores, que más se han destacado por sus depravaciones. Irónicamente a muchos de ellos —don Rodrigo, Roger de Flor, Pizarro, Cortés, el duque de Alba, Fernando VII, el cura Merino…— la historia oficial les ha enmascarado de tal manera que casi les ha mitificado, convirtiendo sus fechorías en heroicidades o, simplemente, ocultándolas. Ésta es la memoria más negra de nuestro pasado, la más descarnada, pero también la que ha de permitirnos afrontar nuestros demonios para evitar que vuelvan algún día.


 

Hay amigos que uno quiere porque son muy simpáticos y generosos. Hay otros con los que es un placer compartir mesa porque son muy graciosos y ocurrentes. También los hay más serios, que uno admira y respeta porque son tan eruditos que constantemente se aprende de ellos. Lo que es muy, muy raro es el amigo que reúne todas estas cualidades. Este tipo de ser humano y a casi extinto es lo que era Gabriel Cardona. Le conocí hace más de veinte años, cuando publicó su primer libro, El poder militar en la España contemporánea hasta la Guerra Civil (Siglo XXI, Madrid, 1983). Se trata de un texto a la vez ameno y rico que me impresionó lo suficiente para intentar conocer al autor. Fue posible a través de amigos comunes en Barcelona, y nunca me hubiera imaginado lo que así comenzaba. Quién iba a pensar que el autor de este libro tan serio fuera una persona tan campechana y tan graciosa. A mí me interesaba mucho el tema de los militares tanto en el franquismo como en la Transición. Se puede imaginar mi satisfacción al encontrarse con una persona que conocía la milicia desde dentro, que había servido en el Ejército de Franco y que había sido una figura de primera importancia en la Unión Militar Democrática. Esto significaba que y o, como extranjero relativamente ignorante, podría aprender mucho del historiador Gabriel Cardona. Lo que no esperaba era la bondad y el humor con que compartiría su sabiduría. Muestra de esto fue su novela Franco no estudió en West Point (Littera Books, Barcelona, 2002). A lo largo de más de dos décadas se fue intensificando nuestra amistad, intercambiando libros, correos y llamadas telefónicas. Con sus libros Franco y sus generales. La manicura del tigre (Ediciones Temas de Hoy, Madrid, 2001), El gigante descalzo. El ejército de Franco (Aguilar, Madrid, 2003) y El poder militar en el franquismo. Las bayonetas de papel (Flor del Viento, Barcelona, 2008) me seguía educando Gabriel Cardona. Con su gracia y su camaradería enriquecía mi vida como solamente pueden hacer los amigos de verdad.


En una época, organicé unos cursos de verano en El Escorial que, gracias a Gabriel, se convirtieron en antológicos. Sus conferencias, muy serias y enjundiosas en el fondo, lograron iluminar a los públicos jóvenes precisamente por el humor con que se pronunciaban. La insólita mezcla del humor y de la erudición que caracterizaba las conferencias de Gabriel se puede ver suby acente en todo lo que escribía. Basta con ver los títulos arriba citados o el más reciente Cuando nos reíamos de miedo. Crónica desenfadada de un régimen que no tenía ni pizca de gracia (Destino, Barcelona, 2010). Leerle sigue siendo un placer aunque no tanto como ese placer y a imposible de escucharle dar una conferencia o compartir mesa y mantel con él. Sin embargo, algo, mucho, queda de él en este libro ingenioso, Malos de la historia de España, que ha hecho con su íntimo amigo Juan Carlos Losada. Se trata de un libro amenísimo, que oculta su erudición bajo una prosa elegante e irónica. Cubre muchas épocas de las que yo era totalmente ignorante. Tras leerlo me he quedado con el deseo de saber más, de ser un guiri menos ignorante. Cubre también temas de los que yo supuestamente tengo más conocimiento y en esas páginas también he aprendido mucho. Éste es el último adiós de Gabriel Cardona. No nos podrá evitar que sigamos echándole de menos todos los días. Pero, como mínimo, nos deja despedirnos de él con detenimiento y buen humor. Paul Preston Introducción Sobre el sentido de la historia y la maldad La historia no sirve para nada. Absolutamente para nada. No es una ciencia exacta en modo alguno, por mucho que innumerables pedantes sigan hablando de eso de las ciencias sociales, que ni ellos saben lo que quiere decir. Tampoco es nada práctico. No sirve para hacer dinero, ni para ser famoso, ni para alcanzar fama o poder y menos para ligar. Ni sirve para vaticinar el futuro, ni para arreglar ningún problema concreto y apremiante que tenga hoy en día la humanidad. Muchas veces, demasiadas, es simplemente ideología, propaganda, mentiras al servicio de la política… Muchos presuntos historiadores se han aprovechado para, haciendo el relato que gustaba a los políticos de turno, acceder a chollos políticos, cargos, premios, etc. Tenemos historiadores políticos, tertulianos, articulistas de prensa, pero que hace tiempo, mucho tiempo, dejaron de investigar, reflexionar y publicar sobre historia y se dedican a la mera propaganda para mantener el cargo, la cátedra o plaza universitaria correspondiente (a la que muchos han llegado con el único mérito de ser los correveidiles de los cátedros de turno) sin dar un palo al agua. Solo investigan, y desde un punto de vista muy concreto, para que sus « hallazgos» les demuestren lo que pretendían buscar de antemano, dándoles la razón en sus ridículos planteamientos previos. Pero son deshonestos, son grandes traidores a la historia, que viven de la fama de alguna investigación o publicación que hicieron hace veinte, treinta e incluso cuarenta años (o a veces ni eso), pero que nada han vuelto a hacer. Muchos son antiguos apóstoles del materialismo histórico y de Marta Harnecker, y hoy de los nacionalismos de todo signo, en busca de nuevas religiones a las que adorar, como la de las banderas o el deporte, con sus respectivos dioses, santos y apóstoles.

Otros son simples pelotas del poder y de la ideología del partido que les paga. Todos ellos han renunciado a la búsqueda de la objetividad y han optado, sin escrúpulos, por construir una historia que les dé la razón, a ellos y a sus patrocinadores, en las previas opciones políticas por las que han optado. Como si la historia fuera un chicle. Pero a los que no hemos sacado partido de la historia (nunca mejor dicho) se nos vienen muchas dudas a la mente. Porque somos muchos los que amamos la historia y que hacemos historia anónimamente. Lo hacemos, no desde grandes tribunas, ni viajando a grandes congresos, lo hacemos día a día, cuando salimos del instituto en que damos clase (muchos no hemos podido ni acceder a la universidad por el perverso sistema endogámico de selección), o arrancando tiempo al fin de semana. Y no podemos evitar preguntarnos por su utilidad cuando nos dedicamos a ella indagando en el pasado. Parece que es una cosa de raros, pero ¿acaso es tan inútil como dedicarse a la colección de sellos, de ositos de peluche o a estar todo el día viendo partidos de fútbol y memorizando alineaciones de equipos? Por supuesto que no. Estudiar historia, acercarse al pasado tratando de saber lo que ocurrió en verdad, es acercarse a las personas, aspirar a conocer la condición humana. Pero cuando vas descubriendo ese pasado, un escalofrío te recorre el espinazo. La maldad surge por todas partes y en todas las épocas, dejando claro el error de Rousseau cuando afirmaba que los hombres son buenos por naturaleza. Millones de muertos y atroces sufrimientos nos hemos causado los seres humanos. Obviamente, más responsabilidad ha tenido quien más poder ha detentado. Si un rey absoluto o un guerrero con todo el poder se levantaba un día de mal humor, podían correr ríos de sangre… y al revés. Ahí entra en juego el maldito (o afortunado) azar en la historia, demasiado importante, ignorado por muchos, pero real y sempiterno como la vida misma. Un ser humano anónimo, anodino, tal vez solo podía hacer el mal a su familia, a sus compañeros… aunque si estaba en el lugar y momento oportuno y tenía ciertas habilidades, podía devenir en un Hitler, o un Stalin, o un Franco, o un Pol-Pot. La maldad nace en el ser humano, y también se hace. El resultado es que la historia de la humanidad es una cadena de horrores y de maldades, donde se demuestra que la vida no valía nada y hoy, en muchos sitios, sigue sin valerlo. Estudiar historia es estudiar la condición humana. Es ver los errores cometidos, la maldad (y la bondad) que hay dentro de nosotros como género humano, y nos da la oportunidad de pensar y reflexionar para no volver a repetir todos esos pecados que nos han llenado de sangre y crueldad. Saber historia es aprender a conocernos mejor y tratar de mejorarnos poco a poco; luchar para que, en un futuro muy lejano (demasiado lejano, nos tememos), la raza humana deje de matarse y nos unan vínculos de solidaridad y amor. Hacer historia es, por tanto, hacer autocrítica como miembros de la raza humana. Es tratar de vivir, de dejar nuestra huella en esta vida, haciendo reflexionar a la sociedad sobre lo miserables que somos, y lo buenos que podemos llegar a ser. Hacer historia es un imperativo moral, es ajustar cuentas con nuestro pasado. Hacer historia es luchar por reconciliar a la humanidad consigo misma.

Hacer historia es acrecentar la empatía, la compasión y la solidaridad que los seres humanos hemos de sentir entre nosotros. Hacer historia puede servir para hacer algo menos mala a la humanidad. Hacer historia de la maldad, de los malos, supone ante todo recordar a los millones de víctimas inocentes que sufrieron dolor y muerte por sus manos. Sensibilizarnos ante su sufrimiento y transmitirlo a todos los que nos quieran leer u oír, y de esta manera contribuir a que su recuerdo sirva para frenar, aunque solo sea un ápice, las tropelías que se siguen cometiendo contra el género humano. Para eso sirve la historia, para nada más ni para nada menos. La maldad en la historia Por lo general todos los llamados grandes héroes nacionales han incurrido en asesinatos, robos y todo tipo de violencias propias de las guerras de conquista y de ocupación, o de los gobiernos autoritarios. Las guerras, lo mismo que la may or parte de las monarquías absolutas o de regímenes no democráticos, han estado invariablemente ligadas a la crueldad, que en muchas ocasiones ha alcanzado cotas de auténtico genocidio. Es casi imposible encontrar un caudillo, rey o político que haya dirigido a sus soldados a la guerra sin que al hacerlo incurriera en responsabilidades de este tipo, hasta en la misma actualidad. La maldad es algo innato al ser humano y lo que hemos hecho hasta la fecha ha sido tratar de anularla, someterla, dominarla. En ocasiones se ha conseguido totalmente, pero en muchas otras no, y en ciertos contextos favorables aparece de nuevo esa faceta horrible que todos tenemos, que pensábamos borrada para siempre. Tan atroces habían sido estos actos a lo largo de la historia que, por fin, a finales del siglo XIX y y a en el siglo XX, se comenzó a elaborar un derecho de guerra internacional (las Convenciones de Ginebra), en el cual quedaban, al menos teóricamente, prohibidas prácticas asesinas contra los soldados enemigos vencidos o heridos y la población civil. Ello es resultado de un profundo cambio de mentalidad, en sentido positivo, que se ha operado en nuestra cultura, legado sin duda de los valores construidos a raíz de la Ilustración y la Revolución Francesa. Desde la proclamación de las diferentes declaraciones, han ido calando los valores que deben encarnar los derechos humanos. Por eso hoy, a diferencia de siglos atrás, nadie se atreve a aprobar los genocidios, la tortura y demás violaciones de los mencionados derechos como medio de ganar una guerra o de mantenerse en el poder, aunque en la práctica sí se sigan perpetrando. A pesar de esta hipocresía, el reconocimiento de derechos inalienables es un gran paso, y nos horrorizamos y lo denunciamos cuando en los conflictos contemporáneos se dan flagrantes violaciones que entran en contradicción con los tratados que los mismos estados protagonistas han suscrito o con los principios que proclamamos. Hoy ya nadie se atreve a decir en voz alta que el fin justifica cualquier medio. Vistas las infinitas dosis de crueldad que hemos demostrado a lo largo de la historia como género humano, este pequeño avance en nuestra sensibilidad moral y en el derecho internacional es muy importante. Nos estamos volviendo menos animales poco a poco. Estamos venciendo los instintos animales que, hace miles de años, en la prehistoria, nos dominaban y gracias a los cuales, seguramente, sobrevivieron nuestros antepasados. Esos ancestros paleolíticos no tenían normas morales más allá de las meramente instintivas de la tribu. Yo te ayudo porque tú me ayudas a mí y mutuamente nos necesitamos, y poco más. Pero al aumentar la población, ya en el Neolítico, el asunto fue cambiando. La historia, la antropología y la psicología han demostrado que, gracias a la necesaria convivencia de mayor número de seres, al aumento demográfico que obligaba a vivir en núcleos cada vez más poblados, el ser humano fue estableciendo normas de comportamiento (las leyes y las religiones) que fueron incorporándose a la cultura, porque se demostró que era más útil y rentable para la supervivencia de la comunidad el ser bueno y solidario entre sus miembros, y que la violencia se había de regular y encauzar, en todo caso, hacia el exterior. A lo largo de miles de años fuimos desarrollando esa cultura, cultivando la sensibilidad y la empatía hacia nuestra comunidad, que luego se fue extendiendo al resto de la humanidad. Y en esa importantísima tarea, enorme, muy larga y de frutos casi invisibles, también aporta su grano de arena el estudio de la historia.

Conocerla, junto con otras disciplinas humanísticas, ha contribuido decisivamente a ese proceso de desanimalización que el ser humano ha emprendido desde hace milenios. Sin ese proceso que supone aumentar nuestra sensibilidad, nuestra empatía por los que sufren, no habría esperanza para la humanidad. Una prueba de que hay lugar para la esperanza es que, como me comentaba un amigo, hoy en día en el mundo occidental, en la vida adulta, es cada vez más normal que nuestra existencia discurra sin que nadie nos golpee ni nos ataque físicamente nunca. Algo, si nos detenemos a pensar, que era absolutamente impensable para nuestros más cercanos antepasados. Hoy hemos conseguido horrorizarnos ante la crueldad, no ya con los seres humanos, sino con los animales (lo que no quiere decir que famosos vegetarianos no hayan sido bestias sanguinarias), movilizarnos como nunca en ONG, conmovernos ante el dolor ajeno… Eso es una buena señal que nos permite, a muy largo plazo, ser optimistas en cuanto al futuro del género humano. Contra la relatividad o la contextualización moral Lo dicho hasta ahora adquiere especial relevancia a la hora de valorar a ciertos famosos personajes históricos, grandes conquistadores o vencedores en innumerables batallas. ¿Cómo hay que calificarlos? Sin duda como lo que son según nuestro actual código de valores: asesinos, saqueadores, genocidas y lo que haga falta. Somos nosotros los que hablamos, opinamos y escribimos, y no podemos renunciar a valorar la historia desde nuestro mundo, desde nuestro presente, desde nuestro código de valores, mucho más sensible ante el sufrimiento de la humanidad que el de nuestros antepasados. Pero muchos dirán, y dicen, que calificarles así no es justo, pues actuaban en consonancia con los valores y usos de guerra de su tiempo: la audacia, la presunta virilidad y demás virtudes raciales. Dirán y dicen que todos los bandos hacían lo mismo y que (¡ay, los nacionalismos!) actuaban en nombre del engrandecimiento y la gloria de su patria. Eso lleva a que una colección de seres abominables y de criminales, que hubiesen sido hoy juzgados en los tribunales, sea parte de las respectivas glorias nacionales de las diversas patrias. O lo que es contradictorio y sin duda refleja la mentira latente: que un mismo personaje sea visto como un héroe en el bando vencedor y como un asesino perverso en el bando vencido. Ambas visiones, la de unos para glorificar y justificar sus fechorías, y la de otros para exagerarlas y satanizarlas aún más, sirven para cohesionar las identidades nacionales de las diferentes patrias que hoy en día dicen ser sus herederas. No podemos caer en el relativismo cultural a la hora de valorar los hechos, aduciendo que eran las costumbres de la época, excusar los crímenes porque tal o cual ilustre conquistador fuese presuntamente español o de tal o cual nación (ya me dirán ustedes el significado de ser español, francés o italiano en la Edad Media). No se pueden justificar con tales argumentos todas las abominaciones sangrientas que cometieron en aras de las presuntas patrias. Es bastante repugnante, por falsa, esa frase exculpatoria que siempre se dice para referirse a alguien perverso: « Era un hombre de su tiempo» . Porque no es cierto que los crímenes cometidos por ellos no fuesen también condenados por muchos de sus contemporáneos. A veces se les disculpa alegando que, simplemente, siguieron su conciencia o sus convicciones. Ciertamente hay que seguir a la conciencia, pero también es un deber formarla y someterla a constante autocrítica, no haciendo oídos sordos a quien la cuestionaba o criticaba. El cristianismo como doctrina, lo mismo que otras religiones y que los valores morales universales abogaron desde la Antigüedad, en la Edad Media y después por la misericordia, la honradez y la indulgencia, y por la protección de los indefensos. Existían códigos legales que defendían de las injusticias y abusos. Los valores de bondad, generosidad, compasión, hospitalidad y defensa de los débiles estaban incluidos tanto en la religión como en las costumbres populares y en el código caballeresco. Había una omnipresente obligación moral ante los pobres y desvalidos. Incluso para que una guerra fuese proclamada como justa tenía que cumplir unas obligaciones y condiciones, y son cientos los documentos eclesiales de la época implorando a los gobernantes un trato humano, tanto hacia los vasallos como hacia los vencidos, sobre todo la población civil. Cierto es que la Iglesia como institución era muchas veces la primera en saltarse estas normas y encabezar sangrientas cruzadas o persecuciones contra cualquiera que fuese acusado de hereje.

Pero junto al salvajismo de la época, también coexistía ese código moral que trataba de velar por los desprotegidos y compensar los excesos de violencia. Ambas tendencias convivían en la misma época, y todos los conquistadores, rey es, gobernantes y gentes en general las conocían, estaban influenciados por ambas y, por supuesto, sabían las consecuencias que sus acciones podían tener, tanto en lo material como en lo espiritual, pudiendo elegir entre unas acciones u otras, entre acciones más violentas o más pacíficas. Existían los que ensalzaban públicamente y cantaban las gestas militares llenas de excesos y violencia gratuita, pero también, y al mismo tiempo, existían hombres de bien, religiosos o no, que las criticaban, deploraban y condenaban, y no solo desde el punto de vista religioso. Podían elegir entre el bien y el mal, y es falso que las circunstancias les obligaran a ser malos. Al respecto, no olvidemos a quién situaba Dante en sus círculos del infierno más profundos. Comprender las maldades, las acciones sanguinarias y de saqueo, debido al clima bélico y violento de la época, no significa justificarlas, banalizarlas y menos exaltarlas alegando que se daban en un marco histórico diferente, o que se realizaban por la gloria nacional. Ciertamente hoy la tolerancia hacia la maldad en sus diversas formas es mucho menor, por suerte, que la de nuestros antepasados, al haberse incrementado la empatía y la sensibilidad social ante el dolor ajeno. Por eso hoy abominamos de esos seres que se han quedado anclados en el código de valores del Paleolítico, que no se han desanimalizado en absoluto, como sí lo hemos hecho casi toda la humanidad. Esos malos, esos « animales» que en su mayor parte han sido poco filtrados por la cultura (sea por no haberla tenido o por su simple naturaleza refractaria a la empatía) forman la legión de acosadores, maltratadores de género, camorristas, criminales, sicarios que hoy menudean en nuestra sociedad, aunque, por suerte, son cada vez menos (o eso queremos creer). El problema llegó cuando esos malos alcanzaron el poder y nadie pudo poner freno a sus tropelías, obteniendo la impunidad. Es cierto que incluso los más perversos seres de la historia podían tener momentos de ternura o de bondad. No todos eran simples psicópatas carentes de capacidad de sentir empatía. Eran individuos complejos, de múltiples caras, pero que eligieron libremente hacer más daño que bien, ser malos, aunque ellos crey esen todo lo contrario. Ciertamente la maldad es muy compleja, pues hay muchas formas de maldad y ningún ser humano es absolutamente malvado en todas sus facetas, a no ser que sea un sádico enfermo. Somos muy complejos, demasiado, y podemos ser malvados para unas cosas y buenos para otras, aunque la trascendencia de unos y otros actos sea muy diferente. Recordemos cómo a muchos israelíes les molestó que a Hitler, en la excelente película El Hundimiento, se le reflejase no como un demonio de maldad integral, sino como un ser que también tenía momentos de cordialidad y dulzura con los niños, su perra o sus cocineras. Por desgracia, y aunque nos parezca absolutamente contradictorio y aberrante, es posible hacer funcionar una cámara de gas mientras se escucha con sensibilidad a Bach. Se puede ser un sublime y delicado artista y, a la vez, una persona cruel y malvada. La complejidad del ser humano rebasa toda frontera.

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