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Mala – Chloe Esposito

Hay algo que debes saber antes de continuar: la semana pasada fue una locura. Aunque, en realidad, llamarlo así es quedarse muy corto. Eché los mejores polvos de mi vida. Descubrí mi afición a las pistolas. Ahora todo el mundo cree que soy mi hermana gemela (porque se murió, y yo me quedé con su vida). Varias personas expiraron. No creo que sea de extrañar, porque tampoco soy una puta santa. Pero hasta la semana pasada yo no era una asesina; era como tú. Claro que había cometido algún delito como robar en tiendas, provocar incendios y cometer fraudes. Pero, aparte de eso, hacía lo mismo que los demás: me aguantaba y bebía. Trabajaba en el sector de los anuncios clasificados, tenía alquilado un apartamento en el barrio de Archway de Londres, no había matado a nadie (aunque ya se me había pasado por la cabeza) y no tenía nada que ver con la mafia. La Interpol no me buscaba. Pero en tan sólo unos cuantos días pueden cambiar muchas cosas, y supongo que esta de ahora es la nueva yo. Todavía me da vueltas la cabeza. No sé por dónde empezar. Debería hacerlo por el principio, pero lo que no logro olvidar es el final, cuando Nino me rompió el corazón. Todo empezó la semana pasada con un accidente. No fue culpa mía. De verdad que no. Hazme un favor y no me juzgues. La razón por la que fui a Sicilia es mi hermana. Beth estaba tan desesperada por que la visitara que hasta me pagó el billete. Me engatusó con champán gratis y la promesa del buen tiempo. Normalmente no habría ido, pues sé mejor que nadie que, en el mejor de los casos, pasar el rato con la puta coñona de mi hermana gemela es una tortura. Pero acababan de despedirme por ver porno, y los gilipollas de mis compañeros me habían echado de casa: o iba a Sicilia, o acababa viviendo entre cartones en la calle.


Así que me fíe de ella por idiota y allí fui. Mala idea. Cuando llegué a su chalet de Taormina, resultó que el lugar era magnífico. A niveles de Condé Nast Traveler. Una choza para mandar al mundo a tomar por el culo. Jardines del siglo xvi, estatuas de mármol, fuentes, flores. Y la piscina… ni te la imaginas. Pues claro que me dio mucha envidia. ¿No te la daría a ti? Aparte de eso, estaba Ernesto, el bebé de Beth. El Nino que tuvo con Ambrogio. Deberías haberlo visto: se parecía a mí. Podría haber sido mío. De hecho, debería haberlo sido. «Ma, ma, ma —me decía—. Ma, ma, ma.» Fue más de lo que pude soportar. Me puse verde de envidia. Y entonces Beth me contó por qué me había invitado a su casa. No es que me echase de menos. Ja, ja, ja. Claro que no. Me pidió que nos intercambiásemos la ropa para que ella pudiera salir una noche sin que Ambrogio se enterase. Me di cuenta de que ahí pasaba algo raro y, aunque jamás debería haber accedido, me sobornó con unas sandalias doradas de Prada. ¿Qué querías que hiciese? Esperé y esperé vestida con la ropa de Beth hasta casi medianoche. Cuando por fin regresó, tuvimos una discusión horrorosa.

Estábamos al borde de la piscina y, no sé cómo (ni idea, la verdad), resbaló. Se abrió la cabeza en las baldosas y desapareció bajo la superficie del agua. Burbujas y luego nada. Ya lo sé. Sé lo que piensas. Que debería haber saltado al agua para salvarla. Pero no sabes cuánto he sufrido. Así que la dejé morir y le robé la vida. Le robé los vestidos. El hijo. Le robé el puto marido. Me quedé con sus millones y con su chalet. De todos modos, todo eso debería haber sido mío. Y Ambrogio no se enteró de nada (al menos, al principio). Fue mejor que cuando te toca la lotería. Mis mejores sueños se habían hecho realidad. Sin embargo, resultó que Ambrogio pertenecía a la mafia y tenía amigos muy peculiares. Sus socios Domenico y Nino son sicarios de la Cosa Nostra. Nos ayudaron a enterrar el cadáver de mi hermana en un agujero en un bosque cercano. Todo parecía de color de rosa. Todo el mundo creía que el fiambre era yo. Pero lo que mi hermana pretendía al hacerse pasar por mí era zafarse de la mafia. No quería que su querido hijito acabara con una bala en la cabeza. Quería dejar a Ambrogio y uparse con Salvatore, su amante. El par de tortolitos planeaba asesinarme y abandonar la isla para siempre, porque Beth creía que sólo si había un cadáver (el mío) podría marcharse sin que fuesen a por ella.

Pues vaya. Cabrona. De mierda. Menuda víbora. Sin embargo, a última hora, Salvatore se negó a ayudarla a matarme. Alvie uno, Beth cero. En toda la cara. Pero entonces me acosté con Ambrogio y, señoras y señores, tuve que fingir. Aquello fue como meter una ramita en el Eurotúnel. Decir que tenía una micropolla es tratar el tema con amabilidad. Ay, cuántos años he desperdiciado fantaseando con el hombre de mi hermana… Enseguida se dio cuenta de que era yo. Me persiguió por ahí a oscuras y tuve que correr como alma que lleva el diablo. Creí que me mataría, así que me adelanté: le aplasté la cabeza con una piedra. Cuando Ambrogio murió, fui corriendo a casa de Salvatore. Le dije que había sido en defensa propia, cosa que no era del todo mentira, y Salvo, que pensaba que yo era Beth, me ayudó a deshacerme del cadáver. La última vez que lo vimos fue al borde de un acantilado. Hicimos que pareciese un suicidio. Después me acosté con Salvatore. Cien kilos de músculo escultural: no pude evitarlo. Pero se dio cuenta de que me faltaba la cicatriz que Beth tenía en el vientre, de la cesárea. Otra vez me habían pillado. No me fiaba de que fuera a guardar el secreto. Había demasiadas cosas en juego. Así que fui a ver al socio de Ambrogio, Nino, y le dije que Salvatore había matado a su jefe. Nino era sexi.

Y leal. Me dijo que Ambrogio era como un hermano para él. Y funcionó. Asesinó a Salvatore, y luego me acosté con él también. Seré sincera. Ha sido el mejor humano con el que me he acostado (y han sido unos cuantos). De pronto, soñaba con convertirme en asesina a sueldo junto a Nino. Ser su compañera. Su futura esposa. Creía haber encontrado a mi media naranja. Urdimos un plan para trabajar juntos y ganar una fortuna. Decidimos vender un Caravaggio, un cuadro de valor incalculable que Ambrogio tenía en casa. El comprador era un cura muy chungo que trabajaba para la mafia siciliana, pero el cabrón nos dijo que el cuadro era falso y que no pensaba darnos el dinero. Así que también me lo cargué. Nos escapamos a Londres con el Lamborghini de Nino y dos millones de euros en una maleta. Y no me alegra en absoluto tener que admitir que Nino fue un error. Cuando llegamos al Ritz, se llevó el coche. Me robó la puta maleta. Sé que tal vez no vuelva a verlo; pero, si lo logro, te prometo que se desatará el caos.

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