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Mahoma – Cesar Vidal

La figura de Mahoma continúa siendo una gran desconocida en Occidente. Durante siglos, Mahoma sólo fue contemplado como el origen de un impulso enemigo que había ocupado partes enteras de Europa —desde la península Ibérica hasta los Balcanes pasando por Sicilia— al que se entendió y presentó como un archihereje o como el mismo Anticristo. Los golpes asestados por los ejércitos musulmanes eran ciertos y dolorosos, pero la visión que se tenía de Mahoma y del islam resultaba también, en no escasa medida, deplorable y falsa. Se tardó siglos en traducir el Corán a cualquier lengua occidental y también durante siglos, los autores occidentales pudieron permitirse afirmar que los musulmanes adoraban a un ídolo de Mahoma —doble disparate en una religión monoteísta y que además prohíbe el culto a las imágenes— y vincularon su vida y su enseñanza exclusivamente con menciones a la lujuria de los harenes y a los horrores de la guerra. A decir verdad, hubo que esperar prácticamente hasta el siglo XIX para que los acercamientos historiográficos a la figura de Mahoma se acometieran partiendo de criterios científicos. El cambio resultó espectacular ya que se analizó entonces con notable rigor el conjunto de fuentes relacionadas con Mahoma y el islam; se las sometió a la crítica histórica y, finalmente, se elaboraron aportes ciertamente notables al estudio científico. En paralelo a los intentos de biografiar a Mahoma, se abordaron cuestiones como el origen del Corán, su desarrollo o su contenido. Se trató de una línea de trabajo que también llegó a España y que ya en el siglo XX, contó con aportes hispanos como los de Cansinos Assens o Vernet, ambos, de manera bien reveladora, traductores tanto del Corán como de Las mil y una noches. Ciertamente, en ninguno de los dos casos sus biografías se adentraron en los terrenos de la crítica historiográfica, pero sí se refirieron, al menos, al contenido de las fuentes islámicas e intentaron acercar el personaje a un público hispano tradicionalmente hostil y que todavía hace unos años contaba chistes de dudoso gusto sobre Mahoma. De manera bien reveladora, mientras que los estudios sobre Mahoma y el islam han continuado desarrollándose de manera extraordinaria en el curso de la última década, no es menos cierto que, en el caso de España e Hispanoamérica, la mayoría de las nuevas biografías publicadas están teñidas por una coloración irenista o incluso proselitista. Así, o han aparecido biografías que orillan prácticamente todos los aspectos espinosos de la vida de Mahoma (K. Armstrong) o lo presentan simplemente desde la perspectiva del islam de una manera totalmente acrítica (M. Lings) cuando no abiertamente propagandística (T. Ramadan). Incluso, hemos llegado a ver textos donde Mahoma aparece absorbido en la Nueva Era (D. Chopra). El irenismo y el proselitismo tienen, sin duda, su interés desde una perspectiva sociológica e incluso psicológica, pero ninguna de las dos actitudes es propia de una investigación histórica seria y rigurosa. Ésa es, por el contrario, la finalidad de esta biografía —con la que, por añadidura, concluye la trilogía iniciada con Jesús, el judío y continuada por Buda, el príncipe— que tiene como meta acercar la figura de uno de los grandes fundadores de religiones a un público que, verdaderamente, quiera conocer quién era y qué enseñó Mahoma. Mahoma es un personaje relevante desde una perspectiva historiográfica independientemente de fenómenos contemporáneos como el terrorismo islámico, la revolución iraní o la «primavera árabe». Es cierto que todos ellos pueden estar inspirados, en mayor o menor medida, por Mahoma y sus enseñanzas, pero éstas ya resultaban de notable importancia muchos siglos antes. Sin duda, un fenómeno relacionado con más de mil millones de personas que creen en Mahoma como el sello de los profetas posee una enorme importancia por sí mismo. Sin duda, no es posible analizar con propiedad situaciones como la Hermandad musulmana o Hamás sin conocer la enseñanza de Mahoma. Sin duda, no está de más intentar comprender lo que creen —y, sobre todo, sienten— las decenas de millones de musulmanes que se han asentado en los últimos años en el seno de la Unión Europea. Sin embargo, la figura y la enseñanza de Mahoma disfrutan de una importancia «per se» que trasciende de esos hechos de la misma manera que Jesús es mucho más relevante que las Cruzadas, el arte gótico o el Vaticano Segundo y que Buda lo es más que el Dalai Lama, la dieta vegetariana seguida por algún actor de Hollywood que afirma encontrarse entre sus seguidores o alguna despistada película de Bertolucci. Como en el caso de Jesús y de Buda, en el presente volumen se ha seguido una metodología propia de la ciencia histórica y no de la teología o de la filosofía.


Así, se ha procedido a analizar las fuentes para determinar lo que podemos saber de su vida y enseñanza; a someterlas a la crítica partiendo de los últimos estudios filológicos, arqueológicos e históricos sobre el tema —en su inmensa mayoría no traducidos al español y desconocidos por el público de habla hispana— y a articular unas conclusiones relativas al desarrollo vital del personaje y de su enseñanza. Deducir en qué medida de esos desarrollos derivan fenómenos actuales es un proceso en el que ya no entra esta obra, y queda al libre arbitrio del lector las conclusiones al respecto. Precisamente por ello, si, gracias al resultado final, alguien consigue comprender de manera más cabal quién fue Mahoma y lo que enseñó, el autor se dará por más que satisfecho. Madrid-Dallas-Miami-Madrid, invierno de 2011 1 ¿Existió realmente Mahoma? [1] (I): el Corán Las fuentes históricas sobre Mahoma (I): el Corán [2] La primera pregunta obligada a la hora de acercarse históricamente a la figura de Mahoma es la de si realmente existió y, en caso de ser así, qué es lo que conocemos de él. Por chocante que pueda resultar semejante pregunta para los no especialistas, resulta obligado indicar que hay autores que cuestionan la existencia histórica de Mahoma o que indican la práctica imposibilidad de saber nada cierto acerca de él. [3] Sus posiciones han sido expuestas con solidez, se apoyan en un análisis exhaustivo de las fuentes y no pueden desdeñarse como delirios. Sin embargo para abordar esas y otras cuestiones, como siempre sucede en Historia, tenemos que examinar, en primer lugar, las fuentes que nos permiten reconstruir los hechos. Por regla general, se cita el Corán como la primera fuente para trazar una biografía de Mahoma. La afirmación es comprensible puesto que, por definición, constituye la revelación que entregó. La realidad, sin embargo, en términos historiográficos, no resulta tan evidente. De entrada, el primer problema que plantea esta afirmación es que, hasta la fecha, existe una ausencia de una edición crítica del Corán como las que tenemos, por ejemplo, del Antiguo o del Nuevo Testamento. Esta circunstancia provoca dificultades al investigador que quedan realzadas por las circunstancias a las que nos referiremos a continuación. Como ha resumido un estudio reciente, la simple lectura gramatical del Corán nos enfrenta con palabras cuyo significado no es claro; [4] con frases cuyo significado no resulta diáfano; [5] con pasajes y palabras fruto de interpolaciones, inserciones o revisiones; [6] con frases que contienen errores gramaticales desde el punto de vista del árabe clásico en que está escrito el Corán; [7] con frases y versículos que parecen haber sido cambiados de sitio y cuya relación con el texto resulta oscura, [8] así como un largo listado de problemas textuales adicionales. [9] Por si lo anterior fuera poco, un problema especial relacionado con el Corán es el de su transmisión. La tradición islámica ha insistido, con el paso del tiempo, en la existencia de un libro en el cielo cuyo descenso se corresponde, sin alteración alguna, con el texto del Corán que podemos encontrar hoy impreso. [10] A decir verdad, la inmutabilidad del texto resulta un dogma indiscutible desde el punto de vista del islam. Sin embargo, la realidad histórica es notablemente diferente. Desde la primera aleya que comunicó a sus coetáneos, Mahoma siguió anunciando otras revelaciones prácticamente hasta su muerte. Pero cuando ésta se produjo, a diferencia, por ejemplo, de lo sucedido con las cartas de Pablo de Tarso (II Pedro 3, 16-16), no existía un texto en el que se hubiera recogido su contenido íntegro. Hasta entonces tal situación no había sido un problema, en parte, porque el propio Mahoma podía autenticar las versiones que corrieran de los anuncios que había realizado en los años anteriores y, en parte, porque, según la tradición, algunos de sus seguidores, como Ubayy ibn Kab, Muadh ibn Jabal, Zaid ibn Thabit, Abu Zaid y Abu ad-Darda, las habían ido aprendiendo de memoria. El fallecimiento de Mahoma y la muerte —especialmente en combate— de buen número de las personas que habían ido memorizando las sucesivas revelaciones convirtieron en obligado el poner por escrito la totalidad del texto del Corán. Téngase en cuenta, por ejemplo, que la primera generación de seguidores de Mahoma no sabía a ciencia cierta si la primera revelación era la contenida en 96: 1-5 o en 74: 1-7 [11] y que los únicos textos puestos por escrito circulaban en materiales tan perecederos como omoplatos de camello o pedazos de cuero recogidos ya en la época en que Mahoma se había instalado en Medina. [12] La muerte de Mahoma provocó, además, otros problemas añadidos. No se trataba sólo de que no quedaba nadie que pudiera dar por canónicas las revelaciones, sino que, por añadidura, ya antes de su fallecimiento, habían ido apareciendo en Arabia otros personajes que afirmaban ser profetas que también entregaban revelaciones. Asimismo, comenzaron también a circular versiones diversas de las suras reveladas.

Por último, las guerras que estallaron en distintos puntos de Arabia tuvieron como consecuencia que cayeran en el campo de batalla algunos de los que habían aprendido de memoria alguna parte de las revelaciones. Así, tras la batalla de Yamama, Omar insistió ante el califa Abu Bakr, el sucesor primero de Mahoma, sobre lo urgente del problema y éste ordenó a Zaid ibn Thabit que preparara, al fin y a la postre, una edición escrita del Corán. Según la tradición, Zaid realizó una labor exhaustiva de recopilación de fuentes escritas y orales en las que incluso se encontró con fragmentos que él no recordaba, como los conservados en la memoria de Abu Juzaimah. El resultado final fue un texto privado que se entregó a Abu Bakr y que luego pasó a Omar y a su hija Hafsa. A pesar de todo, resulta significativo que nadie pareciera creer que todas las revelaciones anunciadas por Mahoma se hubieran conservado. Por ejemplo, el piadoso hijo del califa Omar afirmaría: «Que ninguno diga que tiene todo el Corán en su posesión. ¿Cómo sabe que lo tiene completo? Mucho del Corán ha desaparecido». [13] No sorprende, pues, que durante el gobierno de los dos primeros califas esta fijación por escrito fuera de carácter privado y coexistiera con otras distintas. Se trató de una situación que no duró mucho. Durante el califato de Otmán comenzaron a surgir serias discrepancias en cuanto al contenido exacto del texto del Corán. En Irak, por ejemplo, se prefería el texto de Abdullah ibn Masud, mientras que en Siria el más apreciado era el de Ubayy ibn Kab. Para zanjar controversias tan enojosas además de delicadas a la hora de sustentar el origen divino del Corán, Otmán ordenó que el texto recopilado durante el califato de Abu Bakr se convirtiera en canónico y que se llevara a cabo la destrucción de todos los demás textos y volúmenes coránicos.

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