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Magena – Christian Martins

Observo el paisaje a través de la ventanilla del autobús. Hace calor, mucho calor. La carretera se extiende ante nosotros como si no tuviera fin, haciendo parecer que el trayecto hasta Cave Creek será eterno. Y sí, después de dos días de viaje, puedo jurar que lo está siendo. Vuelvo la mirada hacia atras y compruebo que ningún vehículo circula tras nosotros. Creo que debería haber dejado de preocuparme por ese asunto hace muchos kilómetros, pero no puedo evitar pensar que quizás alguien esté siguiendo mi rastro. Es increíble que después de tanto tiempo fuera vaya a regresar a mi pueblo natal. Un cartel raído que dejamos atrás indica que tan sólo nos faltan cincuenta y siete kilómetros para llegar a nuestro destino, lo que se traduce a que en menos de una hora ya habremos llegado. Aún no sé qué explicación le daré al sheriff cuando me lo encuentre, pero decido que estos minutos de viaje que aún tengo por delante los dedicaré a meditar al respecto. Diez años atrás, la última vez que le vi, me dejó muy claro que no me quería de vuelta en su pueblo. La ventanilla sucia del autobús me devuelve mi reflejo y, de forma inconsciente, me recoloco el cabello detrás de la oreja. No tengo buen aspecto; ojeras, la piel pálida y los labios agrietados. Supongo que, ahora que estoy de vuelta en Arizona, no tardaré demasiado en recuperar mi moreno habitual. La ropa que llevo está sucia y desgastada, aunque era de esperar después de tantas horas metida en un autobús. Tampoco he dormido demasiado en las últimas tres semanas, y eso también me pasa factura. Me masajeo las sienes y me digo a mí misma que todo saldrá bien y que venir a Cave Creek ha sido una buena idea. En realidad, era mi única opción, así que lo mejor es que no le dé demasiadas vueltas al asunto. El autobús se detiene en la antigua parada del pueblo. Está en la entrada, así que tendré que caminar unos dos kilómetros hasta alcanzar el centro de Cave Creek. La colocaron tan alejada para que el autobús no tuviera que desviarse en su trayecto, pero nos hicieron una gran faena al resto. Las puertas se abren, así que tras aspirar y suspirar profundamente varias veces, cojo mi pequeña mochila del apartado para maletas y recorro el pasillo hasta la salida. Tengo la sensación de haber retrocedido en el tiempo cuando el aire caliente de Arizona inunda mis pulmones, dándome de nuevo la bienvenida. No he caminado más de quinientos metros cuando el desvío a la reserva apache aparece frente a mí. Detengo mis pasos unos instantes para contemplar el cartel que reza un “prohibido el paso” con dos ardillas muertas colgadas a cada lado de las letras. Pienso, de forma inevitable, que si los indios pretenden espantar a los intrusos con esos dos pobres animalitos van por mal camino.


Lo único que causan es repulsión. Por lo general, la gente de Cave Creek siempre se ha llevado bien con los nativos de la reserva. O al menos solían hacerlo hasta que yo me marché. La reserva no se parece prácticamente en nada a la típica reserva india que uno puede encontrar señalada en el mapa cuando va a hacer turismo por los Estados Unidos o México. No tiene casinos, ni monta espectáculos, ni quiere o pretende vivir a base de engañar a los viajeros. Es una reserva pequeña, de menos de mil habitantes, con un pequeño colegio, un puñado de rudimentarias casas de adobe y demasiadas tradiciones que procuran mantener vivas a pesar de los años. Yo la conozco bien, porque de ella viene mi nombre; Magena. Mi madre había perdido a su madre cuando ésta la dio a luz, y sin un padre que cuidara de ella, fueron los apaches quienes la acogieron en su poblado. Mi difunta abuela había nacido y se había criado en Cave Creek, pero en algún descuido adolescente, se había quedado embarazada sin un hombre que quisiera hacerse cargo del bebé. Al morir mi abuela durante el parto, mi madre quedó desamparada y ninguno de los pueblerinos quiso hacerse cargo de la niña, ni siquiera sus respectivos abuelos. Pero los apaches la acogieron sin dudar, porque consideraban que un bebé era un alma limpia e inocente que estaba preparada para aprender cualquier enseñanza. De esa manera, mi madre se crió en la reserva y aprendió todas las tradiciones y las culturas indias que le inculcaron. Al cumplir los doce años, mis bisabuelos, mayores y repletos de remordimientos, decidieron regresar a por ella para concederle un hogar. Los apaches le concedieron el nombre de Enola, que significa mujer solitaria. Cuando regresó a Cave Creek conoció a mi padre, y cuando yo nací ambos decidieron darme el nombre apache de Magena. El mismo nombre que había tenido la mujer india que crió a mi madre. Según ella, yo había nacido en la misma fase lunar. De ahí el nombre: “Magena”, luna creciente. Durante mis primeros años de vida, mi madre me llevó muchas veces a la reserva y pude ver lo querida que era entre la gente nativa, pero según fui creciendo, dejamos de visitarles. Enola, mi madre, murió cuando yo tenía quince años. Fue el detonante por el que decidí marcharme del pueblo y la razón por la que jamás —hasta este momento— había decidido regresar. Después de caminar quinientos metros más, aparece ante mí la vieja gasolinera del pueblo. No ha cambiado en absoluto, lo que tampoco me extraña demasiado. Junto a las máquinas expendedoras de gasoil, está la caseta de la gasolinera. Se puede leer la palabra “cowboy” pintada con enormes letras blancas en fachada.

Recuerdo en ese instante que, en un pasado, Billy era el encargado de aquel negocio. Paso de largo, aún inspeccionando la zona, mientras me pregunto si el viejo Billy seguirá vivo o no. Seguramente, no. Escucho el sonido del motor de un coche aproximándose a mí y me giro hacia detrás, rezando por no encontrarme con el coche del sheriff. Suspiro al comprobar que no es así. —¿Te llevo? —pregunta el conductor de la camioneta burdeos que pasa a mi lado. Le miro fijamente y una sonrisa aflora en mi rostro. —¿Unkas? —pregunto, sorprendida. Está mucho más mayor de lo que podía haber imaginado. Él suelta una risita nerviosa y me indica que deje de perder el tiempo y me suba a la ranchera. Obedezco sin rechistar. —¡Joder! —exclamo, mirándole de arriba abajo con los ojos muy abiertos —. Casi no te reconozco… —Ni yo a ti, la verdad —responde, propinándome un pequeño manotazo en el hombro antes de volver a centrarse en la carretera—. ¿Cómo te trata la vida, pequeña Magena? Para la gente de la reserva yo siempre he sido y seré “la pequeña Magena”. Al principio pensé que era una manera de diferenciarme de la mujer que crió a mi madre, pero después comprendí que ese sería mi nombre para la eternidad. Me permito inspeccionar a Unkas detenidamente antes de responder. Tiene el pelo muy largo y oscuro. Lo lleva trenzado en la espalda y le llega casi hasta la cintura. La piel de su rostro está curtida por el sol y no tardo en apreciar lo agrietadas que están sus manos. No se parece en nada a aquel niño tímido que jugaba conmigo en los campos de la reserva. —La verdad es que no puedo quejarme —miento, murmurando entre dientes, sin saber muy bien qué decir. Es evidente que si la vida me hubiera tratado bien jamás habría regresado a Cave Creek. —Voy a acercarme al pueblo a por agua —me explica, mirando fijamente a la carretera—. porque el pozo de la reserva se ha contaminado. —Vaya… —Sí, creemos que hay un gato muerto en el fondo o algo así.

—Deberíais cerrar ese pozo —indico, guiñándole un ojo. —Sí, creo que deberíamos hacerlo. El pueblo de Cave Creek aparece ante nosotros y Unkas detiene la camioneta junto a la tienda de ultramarinos de Maverick. Antes de bajarme, me tomo unos instantes para controlar mi respiración, calmar a mi desbocado corazón e inspeccionar mi alrededor. Es realmente sorprendente que después de diez años siga todo exactamente igual que cuando me marché. —¿Te vas a quedar mucho tiempo? —pregunta Unkas, mirándome de reojo. Aunque su aspecto haya cambiado sigue siendo tan tímido como lo era de niño. —Pues…, aún no lo he decidido —respondo, porque supongo que esa es la verdad—. lo iré viendo sobre la marcha. Decidida a plantar cara a mi futuro, tiro de la manivela para abrir la puerta. Unkas me detiene, colocando su mano sobre mi brazo de forma suave. —Espera… —dice, justo antes de reclinarse en la parte trasera de la ranchera. Coge un sombrero de piel y lo coloca sobre mi cabeza. Con un gesto delicado y tímido, recoloca un mechón de mi cabello cobrizo tras mi oreja. —Ya estás roja como un tomate, pequeña Magena —asegura, mirándome con una sonrisa que se me antoja nostálgica—. no te quites el sombrero o acabarás quemándote con el sol del desierto. Le doy las gracias y, a modo de despedida, le regalo un pequeño beso en la mejilla antes de bajarme de la ranchera. Nada más poner los pies sobre la arena del suelo, varias miradas conocidas se vuelven hacia mí. “Bienvenida a casa, Magena”, pienso, suspirando profundamente.

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