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Lux Perpetua – Andrzej Sapkowski

Dies irae illa, solvet saeculum in favilla, teste David cum Sibylla… Día de la ira, aquel día en que los siglos se reduzcan a cenizas, como atestiguan David y la Sibila. Grande será el terror cuando venga el juez a juzgarlo con rigor. La trompeta, esparciendo su admirable sonido por la región de los sepulcros, reunirá a todos ante el trono. Tararara, tararara, tararara dum, dum, dum… Lacrimosa dies illa, qua resurget ex favilla iudicandus homo reus huic ergo parce Deus. Ay, ayayay, se acerca, muy señores míos, querido público, se acerca el día de la ira, el día del infortunio, el día de las lágrimas. Se acerca el Día del Juicio y el castigo. Como dice la epístola de San Juan: Antichristus venit, unde scimus quoniam novissima hora est. Ya llega, ya llega el Anticristo, ya llega la última hora. Se acerca el fin del mundo y acaba la existencia de todo lo viviente… En otras palabras: las cosas van de culo. Prólogo El Anticristo, muy señores míos, querido público, será de la estirpe de Dan. Nacerá en Babilonia. Con el fin del mundo ha de llegar, podrá reinar medio cuarto de año. Erigirá su templo en Jerusalén, someterá a los reyes por la fuerza y arruinará a la Iglesia de Dios. Cabalgará en un horno ardiente, difundiendo sus prodigios por doquier. Exhibiendo sus heridas, confundirá a los verdaderos cristianos. Llegará con el fuego y la espada, mas su fuerza será la blasfemia, y su brazo será la vileza, su mano diestra será la destrucción, y su mano siniestra las tinieblas. Su rostro es como el de una fiera salvaje, la frente huidiza, las cejas pobladas y juntas… Su ojo derecho es como el lucero del alba, el izquierdo lo tiene siempre fijo, verde como el de un gato, con dos pupilas en lugar de una. Su nariz es un abismo, su boca mide un codo, sus dientes un palmo. Son sus dedos cual guadañas de hierro. ¡Eh, eh! ¿Qué es eso de gritarle a un viejo, nobles señores? ¿A qué vienen ahora esas amenazas? ¿A cuento de qué? ¿Cómo que os estoy alarmando? ¿Que soy un blasfemo? ¿Que no hago más que graznar como un cuervo? ¡Nada de eso, qué voy a graznar! Estoy diciendo la pura verdad, proclamada por los santos padres de la Iglesia. ¡Si hasta los propios evangelios lo confirman! ¿Solo los apócrifos? ¿Y qué más da que sean apócrifos? Todo este mundo es apócrifo. ¿Qué llevas ahí, dulce muchacha? ¿Qué es eso que espumea en las barricas? ¿No será cerveza por un casual? Aaah, qué buena… De Swidnica, sin duda… ¡Un momento! ¡Mirad por la ventana, nobles señores! ¿No estará engañando la vista a este pobre viejo? ¿Pues no me parece que el sol asoma al fin entre las nubes? ¡Y tanto! Pronto habrá quedado atrás este tiempo frío y desabrido. Vaya que sí. Fijaos en cómo el mundo nos inunda de luz, cómo desciende de los cielos formando una columna dorada. Qué inmensa claridad… Lux perpetua… Ojalá fuera así.


Eterna. Ojalá… ¿Cómo decís? ¿Que, dado que empieza a escampar, va siendo hora ya de ponerse en camino? ¿Que lleváis demasiado tiempo metidos en esta taberna? ¿Que, por eso mismo, me deje de rollos y vaya concluyendo mi historia? ¿Que os cuente qué fue de Reynevan y de su amada Jutta, de Scharley y de Sansón en aquellos tiempos, tiempos de guerras cruentas, cuando la sangre corría a raudales y los incendios tiznaban las tierras de Lausacia, Silesia, Sajonia, Turingia y Baviera? A eso iba, señores, a eso iba. Enseguida os lo cuento, porque también la historia misma, de forma natural, se aproxima a su fin. Aunque debo preveniros que, si os disponíais a escuchar un final venturoso o alegre para esta historia, os aguarda un amargo desengaño… ¿Cómo? ¿Qué otra vez estoy alarmando? ¿Que no hago más que graznar? ¿Y cómo no había de graznar, si puede saberse? ¿Cuándo no paran de suceder cosas terribles en el mundo? ¿Cuándo por toda Europa, daos cuenta, atruenan sin pausa las batallas? Cerca de París, la sangre no se seca en las espadas de franceses e ingleses, de borgoñones y armañaques. Como diría Ovidio, el crimen y la destrucción devastan la tierra francesa, la guerra parece no tener fin. Cien años va a durar, a este paso. Anda revuelta Inglaterra, donde Gloucester se opone a los Beaufort. Ya veréis, ya, acordaos de lo que os digo, cómo acaban mal los York y los Lancaster, la Rosa Blanca y la Rosa Roja. En Dinamarca rugen los cañones, Erico de Pomerania lucha con la Hansa, se enfrenta con denuedo a los duques de Schleswig y Holstein. En las calles de Nápoles hacen de las suyas los conquistadores, la soldadesca de Aragón y Navarra. En Moscú se agitan espadas y antorchas, el príncipe Basilio pelea encarnizadamente con Jorge, con Basilio el Tuerto, con Demetrio Shemiaka. Vae victis! Lágrimas rojas brotan de las cuencas ensangrentadas de los vencidos. El intrépido Juan Hunyadi combate con éxito a los turcos. ¡Gloria a los hijos de Árpád! Pero cuelga, como la espada esa de Damocles, la sombra de la Media Luna sobre Transilvania, sobre los valles del Drava, el Tisa y el Danubio. Escrito está, ay, escrito está que los húngaros compartirán el triste sino de búlgaros y serbios. Venecia se asusta mientras Murad II rebana el Epiro y Albania con el yatagán teñido en sangre. El Imperio bizantino se ha visto reducido a las dimensiones de Constantinopla, Juan VIII y su hermano Constantino observan inquietos desde las murallas, no vaya a ser que llegue ya Osmán. ¡Uníos de una vez, cristianos de oriente y de occidente, frente al enemigo común! ¡Tenéis que uniros y aliaros! Aunque es muy posible que ya sea tarde… Se acerca el gran día, el Día del Señor, y será el día de la ira, el día de la opresión y la aflicción, el día de la ruina y la devastación, el día de la oscuridad y las tinieblas, el día de las nubes y la tempestad. Dies irae…[1] Lo proclamó el rey David en los salmos, lo profetizó el profeta Sofonías, lo anunció la profetisa pagana Sibila. Cuando veáis que el hermano condena a muerte al hermano, que los hijos se levantan contra los padres, que la mujer abandona al marido y que una nación llama a la guerra contra otra nación, que por toda la tierra cunde la hambruna, se extiende la peste y surgen desgracias sin cuento, sabréis entonces que el final está próximo… ¿Eh? ¿Cómo decís? ¿Que todo eso que acabo de mencionar sucede a diario, constantemente, sin parar? ¿Y que tampoco es cosa reciente, sino de toda la vida, que viene de siempre? Ja, tenéis mucha razón, noble caballero con el blasón de los Habdank, y también tú, venerable frater de San Francisco. Tenéis razón, honorables señores que asentís con gesto de comprensión, y vosotros, píos monjes, y vosotros, buenos mercaderes. Tenéis razón. Por todas partes hay maldad y hay crímenes. A diario se producen fratricidios, por doquier abunda la perfidia, la sangre se derrama sin pausa. A fe mia que vivimos en un siglo de traiciones, de violencia y abusos, un siglo de guerras incesantes.

¿Cómo, entonces, cuando todo eso ocurre a nuestro alrededor, podremos reconocer si ya es el fin del mundo o si este no ha llegado todavía? ¿Según qué criterios podremos juzgarlo? ¿Qué señales nos lo mostrarán, qué clase de signa et ostenta? Por lo que veo, seguís asintiendo con la cabeza, honorables señores, buenos burgueses, devotos religiosos. Sé lo que estáis pensando, pues yo mismo ya he reflexionado sobre esto en más de una ocasión. ¿Y si llegara sin señales? ¿Sin tocar a rebato? ¿Sin advertencias? Así, de buenas a primeras, ¡zaca! ¿Y sanseacabó, finís mundi? ¿Igual no hay piedad? ¿No habrá un solo hombre justo en Sodoma? Dado que somos una tribu inicua, puede que no se nos ofrezca ninguna señal. Pero no temáis. Habrá señales. Lo anuncian los evangelios. Tanto los canónicos como los apócrifos. Habrá señales en el sol, la luna y las estrellas, y en la tierra los pueblos se morirán de miedo, oyendo desesperados el estruendo del mar y de la tempestad. El poder de los cielos se verá sacudido. El sol se tornará oscuro, la luna nos negará su luz y las estrellas caerán desde lo alto. Y se desencadenarán los cuatro vientos, libres de sus ataduras. Movebuntur omnia fundamentae terrae, temblarán la tierra y el mar, y con ellos los montes y colinas. Y descenderá del cielo la voz del arcángel, y será escuchada hasta en los abismos más profundos. Y durante siete días habrá señales colosales en el cielo. Os diré cómo han de ser. ¡Prestad atención! El primer día las nubes cubrirán el cielo desde la medianoche. ¡Y manará de ellas una lluvia de sangre por toda la tierra! Y el segundo día la tierra se desplazará, las puertas del cielo se abrirán por el oriente y el humo de un gran incendio ocultará todo el firmamento. Y ese día cundirán el terror y el espanto en el mundo. Y el tercer día gemirán los abismos terrestres en los cuatro extremos del mundo, y llenará los aires el hedor nauseabundo del azufre. Y así hasta la hora décima. Y el cuarto día el escudo del sol se cubrirá y habrá grandes tinieblas. En ausencia del sol y la luna, el espacio permanecerá oscuro, las estrellas dejarán de servirnos. Así hasta la mañana siguiente. El sexto día amanecerá entre nieblas… Capítulo primero En el que Reynevan, que intenta dar con la pista de su amada, sufre toda clase de contratiempos. Le va de pena.

En casa y en la calle, de pie, sentado y ocupado. Y Europa, a todo esto, está cambiando. Adoptando nuevas técnicas de combate. El día había amanecido entre nieblas, el tiempo era bastante templado para estar en febrero. Durante toda la noche se había producido el deshielo, la nieve estaba fundiéndose desde el amanecer, las huellas de los cascos herrados y las rodadas de los carros sobrecargados se llenaron de agua negra en un momento. Rechinaban los ejes y las ballestillas, los caballos bufaban, los carreteros juraban adormilados. La columna, que comprendía cerca de trescientos vehículos, avanzaba despacio. Por encima de ella flotaba un olor, espeso y nauseabundo, a arenques en salazón. Sir John Fastolf, adormilado, iba dando sacudidas en la silla. Después de algunos días de helada, de pronto había llegado el deshielo. La nieve húmeda, que había caído durante toda la noche, se fundía enseguida. Churretes de nieve blanda goteaban de los abetos. —¡Sus y a ellooos! ¡Matad! —¡Aaah! El fragor del violento combate ahuyentó a los grajos, los pájaros levantaron el vuelo desde las ramas desnudas, el cielo plomizo de febrero quedó cubierto por un mosaico negro y móvil, los graznidos llenaron el aire empapado en la humedad del deshielo. Estruendo y chasquidos de hierro. Griterío. La lucha fue breve, pero encarnizada. Los cascos de los caballos horadaban la nieve apelotonada, la amasaban con el barro. Los anímales relinchaban y soltaban gruñidos agudos, los hombres daban alaridos. Unos de bravura, otros de dolor. La lucha concluyó tan deprisa como había empezado. —¡Hooo! ¡Adelanteee! ¡Adelanteee! Y otra vez, ahora algo más bajo. El eco se extendía por el bosque. —¡Hooo! ¡Hoooooo! Los grajos graznaban, revoloteando por encima del bosque. El traqueteo se alejaba poco a poco. Los gritos cesaron.

La sangre teñía los charcos, empapaba la nieve. El armiguer herido oyó acercarse al jinete, le había alertado el bufido del caballo y el tintineo de los arreos. Gimió, probó a levantarse, no fue capaz, el esfuerzo redobló la hemorragia, entre las placas de la coraza brotó con más brío el chorro carmesí, corriendo por la superficie. El herido afirmó la espalda en un tronco caído, se llevó la mano a la daga. Consciente de lo inútil que era un arma como esa en manos de alguien incapaz de ponerse de pie, con el costado atravesado por una lanza y con una pierna dislocada por la caída del caballo. El potro bayo que se acercaba era un amblador, su manera atípica de desplazar las patas saltaba a la vista. El jinete que cabalgaba el bayo no llevaba en el pecho el signo del Cáliz, de modo que no era uno de los husitas con los que el destacamento del armiguer acababa de entrar en combate. No llevaba armadura. Ni armas. Parecía un viajero corriente. No obstante, el armiguer herido sabía de sobra que en aquellos momentos, en el mes de febrero del año del Señor de 1429, en la región de los altos de Strzegom no se veían muchos viajeros. En febrero de 1429 por los altos de Strzegom y la llanura de Jawor no viajaba nadie. El jinete estuvo observándolo mucho tiempo desde lo alto de la silla. Mucho tiempo y en silencio. —Esa hemorragia —comentó finalmente— hay que detenerla. Yo puedo hacerlo. Pero solo cuando hayas arrojado ese estilete. Si no lo haces, yo me alejo, y tú te las apañas como puedas. Decide. —Nadie… —gimió el armiguer—. Nadie pagará un rescate por mí… Que no se diga luego que no lo he advertido… —¿Vas a soltar el estilete, sí o no? El armiguer maldijo en voz baja, arrojó la daga con un movimiento ostentoso. El jinete se apeó del caballo, desató las alforjas, sacó una bolsa de piel y se arrodilló al lado del herido. Con una navaja corta tajó las correas que mantenían unidas las dos piezas del peto al espaldar. Tras retirar las placas, descosió y retiró el gambesón, empapado de sangre, se inclinó a examinarlo. —No tiene muy buena pinta… —masculló—.

Uy, ninguna buena pinta. Vulnus punctum, una herida punzante. Profunda… La vendaré, pero sin ayuda no vamos a salir bien parados. Te llevaré a Strzegom. —Strzegom… está cercado… Los husitas… —Lo sé. No te muevas. —Yo a ti… —dijo suspirando el armiguer—… creo que te conozco… —Pues también a mí, fíjate, me suena tu jeta. —Soy Wilkosz Lindenau… Escudero del caballero Borschnitz, que el Señor lo tenga en su gloria… El torneo en Ziebice… Yo te llevé a la torre… Porque tú eres… Pero si tú eres Reinmar de Bielau… ¿Verdad? —Ajá. —Entonces estás… —Los ojos del armiguer se agrandaron del susto—. Cristo… Tú estás… —¿Proscrito bajo techo y en campo abierto? Estamos de acuerdo. Ahora te va a doler. El armiguer apretó con fuerza los dientes. Justo a tiempo. Reynevan llevaba el caballo. Wilkosz Lindenau, inclinado en la silla, se lamentaba y gemía. Más allá de la colina y el bosque había un camino. Junto a él, allí cerca, unas ruinas carbonizadas, los restos de unos edificios arrasados en los que a Reynevan le costó reconocer el antiguo Carmelo, el convento de la orden Beatissimae Virginis Marine de Monte Carmelo, que había servido en su día como asilo de deméritos, lugar de aislamiento y castigo para los sacerdotes inmorales. Y después estaba Strzegom. Cercado. El ejército que tenía cercado Strzegom era muy numeroso. Reynevan calculó a ojo que habría fácilmente cinco o seis mil hombres, de modo que se confirmaban los rumores que aseguraban que los Huérfanos habían recibido refuerzos de Moravia. En diciembre del año anterior Jan Královec había dirigido una razia contra Silesia con cuatro mil hombres escasos y un número proporcional de carros de guerra y de artillería. Ahora habría unos quinientos carros y, en cuanto a la artillería, en ese preciso instante estaba teniendo ocasión de presentarse. Una decena de bombardas y morteros dispararon con estrépito, cubriéndose de humo el emplazamiento de las baterías y el terreno colindante. Las balas de piedra volaron con un silbido en dirección a la ciudad, estrellándose contra muros y edificios.

Reynevan sabía dónde caían los proyectiles, sabía adonde apuntaban. Los disparos se dirigían contra la barbacana y la atalaya situada sobre la Puerta de Swidnica, principales bastiones defensivos en el sur y en el este, así como contra las ricas mansiones de la plaza Mayor y contra la iglesia parroquial. Jan Královec de Hradek era un jefe experimentado, sabía a quién había que fastidiar y qué propiedades convenía destruir. El tiempo que resistía una ciudad solía depender del estado de ánimo imperante entre el patriciado y el clero.

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