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Luna llena – Jim Butcher

«Se encuentran objetos perdidos. Investigaciones paranormales. Asesoría. Precios razonables. No se hacen pócimas de amor, ni bolsos sin fondo, ni fiestas u otros entretenimientos».

Se supone que el único mago profesional de la guía telefónica de Chicago debería tener trabajo. Pero últimamente Harry Desden no ha rascado nada, ni mágico ni mundano.

Y justo cuando parece que no va a tener ni para comer, se presenta un caso de asesinato que exige sus conocimientos sobrenaturales. Un cadáver brutalmente mutilado. Huellas de unas garras extrañas. Luna llena.

Todo parece apuntar a una hipótesis imposible: hombres lobo; lo que llevará a Murphy, la “jefa” del mago en el Departamento de Policía, a requerir la ayuda de éste.

Pero la intervención del FBI en las investigaciones, un poco de mala suerte “ayudada” por los rivales de Harry y el destino convertirán a Harry en un fugitivo que intentará evitar más asesinatos mientras la Policía de Chicago, una banda de licántropos,

el mafioso más peligroso de Chicago y un hombre-lobo se esfuerzan por acabar con su precaria salud. No parece que sus propósitos vayan a resultarle fáciles a Harry quien, a pesar de todo, luchará por evitar nuevas víctimas y por demostrar su inocencia… una vez más.


No solía estar muy atento a las fases de la luna. Así que cuando una mujer joven se sentó frente a mí en el bar McAnally y me pidió que le explicase todo lo que sabía sobre algo que podía llegar a matarla, no tenía ni idea de que la noche siguiente habría luna llena.

—No —le respondí—. Ni hablar.
Doblé el trozo de papel, en el que había dibujados tres círculos concéntricos con unos símbolos de trazos delgados, y se lo devolví deslizándolo por encima de la mesa de roble pulido.

Kim Delaney frunció el ceño y se apartó un mechón de cabello negro y brillante de la frente. Era una mujer alta, encantadora y rolliza como las mujeres de antaño, de piel blanca y hermosa, y mejillas redondas acostumbradas a sonreír. Ahora no sonreía.

—Oh, vamos, Harry —me dijo—. Eres el único mago profesional de Chicago, y el único que puede ayudarme. —Se inclinó hacia mí por encima de la mesa y me miró atentamente—.


No puedo encontrar las referencias de todos estos símbolos. En los círculos locales tampoco los reconocen. Eres el único mago que conozco. Solo quiero saber qué significan.

—No —repetí—. Es mejor que no lo sepas. Es mejor que te olvides de este círculo y te concentres en otra cosa.
—Pero…

Mac me hizo un gesto con la mano desde detrás de la barra y puso un par de platos de comida caliente sobre la superficie pulida de la torcida barra. Añadió una par de botellas de su cerveza negra casera, y se me empezó a hacer la boca agua.
Mi estómago hizo un ruido embarazoso.

Estaba casi tan vacío como mi cartera. No habría podido cenar aquella noche de no haber sido porque Kim me invitó, a condición de que le hablase de un tema durante la cena.

Un bistec era menos que mi tarifa habitual, pero Kim era una compañía agradable, además de mi aprendiz ocasional. Sabía que no tenía mucho dinero, pero yo tenía menos aún.

A pesar de que el estómago me hacía ruidos, no me levanté de inmediato a buscar la comida. (Y en el bar-restaurante McAnally no había camareros. Según Mac: «si no puedes levantarte a recoger tu propia comida, no mereces estar allí».)

Miré la sala durante un momento, con su molesta combinación de techos bajos y ventiladores perezosos, sus trece columnas de madera tallada y sus trece ventanas, además de trece mesas colocadas al azar para disipar los efectos mágicos residuales que a veces rodean a los magos hambrientos (o, dicho de otro modo, enfadados). McAnally era un refugio en una ciudad donde nadie creía en la magia. Mucha gente del ramo comía allí.

—Mira, Harry —dijo Kim—. Te prometo que no usaré esto para nada serio. No intentaré invocar ni cazar espíritus. Solo tengo un interés académico. Algo a lo que le vengo dando vueltas desde hace algún tiempo.


Se inclinó hacia delante y puso su mano sobre la mía, mirándome a la cara, pero sin mirarme a los ojos, un truco que solo dominaban unos pocos no practicantes del «Arte». Sonrió de oreja a oreja y me enseñó los hoyuelos de sus mejillas.

Mi estómago volvió a gruñir. Eché un vistazo a la comida que me estaba esperando en la barra.
—¿Estás segura? —le pregunté—. ¿Solo te pica la curiosidad? ¿No vas a usarlo para nada?

—Te lo juro —aseguró.
Fruncí el ceño.
—No sé…
Se rio de mí.

.

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