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Luces en el cielo – Isaac Asimov

Esta es mi decimotercera colección de ensayos científicos tomados de «The Magazine of Fantasy and Science Fiction», y para cada una de las doce anteriores escribí una introducción. Doce introducciones diferentes… y ahora tengo que escribir una decimotercera. El problema es que pensar en algo que ya no haya dicho en alguna de las doce anteriores empieza a parecerme una tarea imposible. Incluso me parece un trabajo inaceptable echar un vistazo a los doce primeros libros para ver qué había dicho antes. Así que me senté a tomar la taza de café que mi esposa. Janet, había tenido la tolerancia de prepararme (ella bebe té), y dije reflexivamente: —No tengo la menor idea de cómo presentar mi nueva colección de ensayos científicos. —¿Por qué no escribes algo sobre el significado de «ensayo»? —dijo ella. —Magnífico —dije apresurándome a terminar el café, y aquí estoy frente, a la máquina de escribir. Durante muchos años ha sido costumbre de las revistas de ciencia-ficción incluir entre las narraciones algún trabajo informativo relacionado con la ciencia. En parte, esto respondía a un cambio de tónica y en parte, creo yo, al deseo de enfatizar que la ciencia-ficción, en sus mejores expresiones, se toma la ciencia en serio y los lectores del género están dispuestos a aceptar una dosis directa de vez en cuando. Generalmente, los trabajos no narrativos se distinguían de los cuentos presentándolos como «artículos». Cuando empecé a escribir mi trabajo científico mensual para «The Magazine of Fantasy and Science Fiction», hace tantos años, cuando tenía poco más de treinta [1] , pensaba en ellos como «artículos científicos». Gradualmente, sin embargo, cambié de apreciación y empecé, a considerarlos no artículos sino «ensayos científicos». El verbo «ensayar» significa «intentar» o «tratar», aunque hoy día parezca algo anticuado y rara vez se lo utilice. Uno «ensaya una tarea», por ejemplo. También se puede utilizar el sustantivo, de modo que, «uno hace el ensayo de hacer algo», tal como «se hace la tentativa», pero ese uso parece aun más anticuado. Una de las razones por las que el verbo «ensayar» se ha vuelto anticuado y se utiliza menos es por la competencia que le presenta el sustantivo «ensayo» utilizado para designar el tipo de trabajo que se encuentra en este libro. En este sentido fue inventado alrededor de 1580 por el escritor francés Michel Eyquem de Montaigne (1533-1592). Llamó a sus trabajos cortos «ensayos» (essais, en francés) precisamente porque los consideraba tentativas modestas para abordar un tema. Sus piezas eran breves y sencillas, en vez de largas, detalladas y abstrusas lucubraciones. Abarcaban un tópico menor, no todo un campo del conocimiento. Eran tentativas vacilantes para considerar algún aspecto de un tema tras algunas horas de meditación en vez del producto definitivo de toda una vida de pensamiento. Ante todo, sin embargo, ante todo, un ensayo se distingue de los trabajos más formales y expositivos por el toque personal. En un ensayo el autor no vacila en incluirse a si mismo; de hecho, en caso contrario no sería un ensayo. No hace, falta insistir en esto si el ensayo es subjetivo y trata primordialmente de los pensamientos y emociones del escritor, pero aun si el ensayo es objetivo y trata, por ejemplo, de un fenómeno científico, el «yo» se entromete y tiene que entrometerse.


Escribir un ensayo puede parecer fácil Uno simplemente se sienta y divaga un poco. No tiene que ser formal porque se supone que es in formal No tiene que ser muy abstruso porque se supone que es un en foque sencillo del asunto. Y no tiene que provocar parálisis mentales mediante un exceso de concentración pues se supone que hay que distraer con apartes o bromas o cualquier cosa que a uno se le ocurra. ¿Qué podría ser más fácil? Sin embargo, hacer cosas fáciles puede resultar muy difícil. A un actor le lleva mucho tiempo (y considerable talento) aprender a actuar tan naturalmente como si no estuviera actuando. Escribir como si uno divagara, puro, sin embargo, guiar al lector al centro del asunto, requiere también una considerable habilidad. De manera que para escribir un ensayo es necesario: Tener algo que decir. Saber decirlo informalmente, pero decirlo. Aprender a actuar con la naturalidad necesaria para zambullirse en el ensayo sin embarazo ni titubeos torpes. Aunque el don de escribir ensayos es algo difícil de conseguir, una vez que se adquiere, es el género más agradable para el escritor. Una novela es un largo viaje cuidadosamente planeado según los antojos personales; un tratado es un largo viaje cuidadosamente planeado con instrumentos de investigación: pero un ensayo es un placentero vagabundeo mientras se echa una ojeada a lo que hay a ambos lados del camino. Y este libro es una serie de trabajos de esa clase, igual que mis anteriores colecciones de ensayos. Ensayo la defensa de la ciudad de Nueva York a mi manera, que consiste en el estudio de ciertas estadísticas interesantes sobre las ciudades. Ensayo una celebración del Bicentenario de los Estados Unidos, describiendo cómo la nación ascendió de pequeña comunidad rural a líder tecnológico del mundo, y de paso ensayo una ejemplificación de una de mis creencias favoritas: que todo cambio histórico significativo no es ni más ni menos que cambio tecnológico. Ensayo una consideración de por qué hay edades de hielo y cómo se descubrieron los agujeros negros y cuál es el objeto más brillante del mundo. En el capitulo final incluso ensayo un ataque (una vez más y desde un nuevo ángulo) contra las flaquezas de la humanidad. Pero ensaye lo que ensaye, los ensayos en cierto sentido son un logro, pues yo logro divertirme al escribirlos y espero que ustedes se diviertan de igual modo al leerlos. ISAAC ASIMOV Ciudad de Nueva York NUESTROS ÁTOMOS ¡SORPRESA! ¡SORPRESA! Ya he dicho esto en varias ocasiones y lugares, pero tengo buenas razones para repetirlo. ¿Quién sabe? Tal vez la gente a la larga termine por creerme. Soy un individuo plácido que gusta de sentarse ante la máquina de escribir y golpear las teclas. Trabajo entre las ocho de la mañana y las diez de la noche, siete días por semana, con frecuentes interrupciones que trato de tolerar. Me cuesta irme de vacaciones y, al margen de diversas funciones biológicas y algunas relaciones sociales de vez en cuando, me urge hacer pocas cosas, salvo escribir. Combinen esa aplicación (si quieren llamarla así… a menudo la he oído llamar locura) con una habilidad para escribir rápido y claramente, y el resultado es un promedio de 2.500 palabras por día (escritas y publicadas) durante un considerable número de años. No es un récord, pero tampoco está mal.

Pero no hay ningún «secreto». La aplicación me viene sola, y no necesito someterme a una autodisciplina extenuante. Me gusta escribir. Y en cuanto a la habilidad, bueno, por lo que sé me viene de nacimiento. Sin embargo hay demasiada gente que no lo acepta e insiste en que existe algún «secreto». En una reunión a la que asistí recientemente, un joven me abordó y me dijo ansiosamente que había venido a la reunión precisamente porque deseaba conocerme. Era un escritor que estaba afanándose en alterar su estado de percepción para ir más lejos y parecerse más a mí. Por lo tanto me pidió que le describiera con lujo de detalles cómo hacía yo para alcanzar mi propio estado de percepción. Le dije que no sabía exactamente qué quería decir con estado de percepción y que no estaba seguro de poseerlo. —¿Quiere decirme que no se interesa usted en la expansión de la mente y los estados de conciencia alterados? me dijo. —No —repuse meneando la cabeza. —¡Me sorprende! —dijo, y se alejó enfurecido. ¿Pero de qué se sorprendía? El forcejeaba consigo mismo para parecerse más a mí, pero yo ya soy tan parecido a mí que no tengo por qué inquietarme. Pues bien, a menudo la gente se sorprende ante cosas que no me parecen nada sorprendentes. Permítanme darles otro ejemplo, esta vez no de mi vida personal sino de la química. Podemos empezar con la tabla periódica de los elementos. El primero en confeccionarla fue el químico ruso Dmitri Ivanovich Mendeleiev en 1869. Su estructura fue racionalizada por el físico inglés Henry Gwyn-Jeffreys Moseley, quien elaboró un modo de identificar inequívocamente cada elemento mediante números enteros que iban de 1 para arriba (número atómico) [2] . En el Cuadro 1 he preparado una forma de tabla periódica que, sólo utiliza los números atómicos. Cada uno de los 118 números atómicos incluidos en la tabla representa un elemento, pero por el momento no nos interesa cuál nombre corresponde a cuál número. Los números atómicos de la tabla están divididos en siete columnas o períodos verticales que he numerado utilizando números romanos para que no se confundan con los números atómicos, en caracteres arábigos. La cantidad de elementos de cada período tiende a aumentar cuando ascendemos en la lista. En el período I hay sólo dos elementos; en los períodos II y III, ocho elementos en cada uno; en los períodos IV y V, dieciocho elementos en cada uno; en los períodos VI y VII, treinta y dos elementos en cada uno. Funciona de este modo a causa de la disposición de los electrones dentro de los átomos, pero no tenemos por qué profundizar en eso en este ensayo (tema para otra vuelta, quizá). Las reglas derivadas de la disposición de los electrones posibilitan ir más allá del período VII en un sentido estrictamente teórico.

Así los períodos VIII y IX contendrían cincuenta elementos cada uno; los períodos X y XI, setenta y dos elementos cada uno; los períodos XII y XIII, noventa y ocho elementos cada uno, etcétera. Pero el hecho de que podamos escribir números indefinidamente, ateniéndonos a las reglas, no significa que sea necesariamente útil hacerlo. En la época de Mendeleiev, y también en la nuestra, todos los elementos conocidos se hallaban en los primeros siete períodos. Por lo tanto, por el momento no hay razones prácticas para que intentemos ir más allá. Una característica importante de la tabla periódica es que dispone los elementos en grupos de propiedades químicas similares. Por ejemplo, los números atómicos 2, 10, 18, 36, 54 y 86 corresponden a los seis gases nobles conocidos [3] . Los números atómicos 3, 11, 19, 37, 55 y 87 (el número atómico 1 es un caso especial) corresponden a los metales alcalinos [4] , etcétera. Cuando se descubre un nuevo elemento y se deduce su número atómico, tendrá por lo tanto que encajar en la tabla de tal modo que sus propiedades no resulten enteramente anómalas. Si se presentara semejante anomalía la tabla periódica vacilaría.

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