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Los Vecinos Mueren en las Novelas – Sergio Aguirre

«Porque todo comenzará así: un hombre que tiene por costumbre visitar a sus nuevos vecinos llega a la casa de una anciana absolutamente desconocida. Él mismo no sabe, hasta que llama a la puerta, que ha decidido matarla».


 

Cada vez que se mudaba de casa, John Bland tenía la costumbre de presentarse a sus vecinos. Así lo habían hecho siempre sus padres, y le parecía que si no realizaba esa visita de cortesía, algo faltaba para terminar de establecerse en su nuevo hogar. Aun en Londres, cuando después de casarse con Anne arrendaron el pequeño departamento en Halsey St., no dejó de intentarlo entre los indiferentes habitantes del edificio donde vivieron sus primeros años de matrimonio. Sabía que cuando se mudasen al campo, en las afueras de Chipping Campden, su pequeña tarea de relaciones públicas sería muy breve, porque sólo tenían un vecino: la anciana que vio en el jardín de la única casa cercana, la tarde que pasaron por allí con el empleado de la inmobiliaria. Pensaba visitarla algunos días después de acomodarse, pero no sucedió así. Habían llegado hacía un par de horas cuando John se encontraba en los fondos de la casa. Una fuerte tormenta, entre otros desmanes había arrojado la rama de un árbol sobre la casilla del jardín. John trataba de removerla cuando vio a Anne salir de la casa. En su expresión advirtió que algo había sucedido: —Es papá, acaba de llamar, él… no durmió bien. No me gustó el tono de su voz, y o… lo siento. Realmente lo siento John, pero necesito ir a verlo. John no disimuló su fastidio. No había escuchado el teléfono, y esto lo tomaba de sorpresa: —Pero Anne, ni siquiera hemos abierto las cajas de la mudanza… —Lo siento —repitió ella, y bajando la cabeza dio media vuelta en dirección a la casa. John la siguió con la mirada hasta que desapareció por la puerta de la cocina y, por lo bajo, lanzó una maldición. No había pensado en el teléfono. Tampoco podía imaginar que él la llamaría tan pronto, el mismo día de la mudanza. Arrastró la rama unos metros y se detuvo. De repente se sentía desanimado. Como en Londres, bastaba una llamada para que Anne saliera corriendo. La enfermedad de su suegro, que había enviudado hacía pocos años, y el hecho de que ella fuese su única hija, eran perfectas razones para que su mujer pasara cada vez más noches fuera de la casa. Y por lo visto, vivir en el campo no iba a cambiar las cosas. Ella volvió al rato.


Caminaba lentamente, cuidando que la tierra aún húmeda no se pegara en sus zapatos. También se había cambiado la falda, y ahora llevaba rouge en los labios. John la miró. A veces, cuando quería, Anne podía ser realmente hermosa: —Bueno, me voy. ¿Necesitas algo de Londres? —No, nada, gracias. ¡Ah!, saludos a tu padre. Se hizo un silencio muy breve en el que sus miradas se cruzaron. Anne había percibido el tono de ironía en las palabras de John. Pero se limitó a decir: —Estaré aquí mañana. Unos segundos después se oy ó el ruido del auto que partía. Cuando dejó de escucharlo, con un gesto de enojo John arrojó la rama al costado de unos brezales, y entró a la casa. Se sentía furioso. Últimamente todo parecía salirse de su lugar, como si hubiese empezado a perder el control sobre las cosas. Hacía meses que no se le ocurría nada para escribir, eso lo ponía de mal humor, ya le había sucedido antes. Y el fracaso de su última novela había contribuido a que todo pareciese más… incierto. ¿Qué derechos tenía sobre Anne si aún los mantenía su padre? Sentía que debía hacer algo, ¿pero qué? Encendió un cigarrillo y se adelantó apenas por el pequeño laberinto hecho de muebles y cajas de mimbre. Miró a su alrededor. Los vestidos de su mujer habían formado una pila que se derrumbaba sobre el televisor. El teléfono, un viejo aparato que pertenecía a la casa, permanecía sobre la chimenea; y contra ella, sus sillones cubiertos de ropa y pequeños paquetes en los que habían guardado los objetos más chicos. Allí casi no se podía dar un paso. De repente sentía que esa casa, el lugar con el que había soñado durante ese último tiempo, era un pequeño infierno. En ese momento se le ocurrió llamar a Dan, tal vez hablar con alguien lo sacaría de su mal humor. Estaba a punto de alcanzar al teléfono cuando se acordó de que era viernes. Los viernes Dan daba clases todo el día. No estaría en su casa hasta la noche.

Se sentó en el apoyabrazos de uno de los sillones. No tenía ganas de nada. Entonces vio, a través de la ventana abierta, que después de todo era una espléndida tarde de otoño. El sol caía recostándose sobre los arces, apenas perturbados por una brisa del sur, que se extendían al costado de la casa. Decidió dar un paseo. Sus pequeñas explosiones de enojo no duraban mucho, y caminar un poco lo ayudaría. Buscó su chaqueta entre unas ropas que asomaban desde uno de los canastos, los cigarrillos, que había dejado en la cocina, y abrió la puerta. Al hacerlo una corriente de aire hizo volar unos papeles desparramándolos por toda la sala. Había dejado abierta la puerta de la cocina. Con una pequeña maldición se volvió para cerrarla, y también asegurar las ventanas. Finalmente salió. Comenzó a recorrer el solitario sendero cubierto de hojas secas que corría entre los árboles. Aquel viento, muy suave, le daba en el rostro. El olor del campo era diferente. Las cosas serían diferentes allí. Guardó las llaves en el bolsillo de su chaqueta, tiró la colilla del cigarrillo y levantó la vista hacia el cielo. Inspiró profundamente. El cielo era increíble desde ese lugar. Y al voltear la cabeza vio, a lo lejos, la columna de humo. Debía ser, era, la chimenea de su vecina. En ese momento supo cómo ocuparía la tarde. Caminó lentamente. Quería dejarse llevar por ese paisaje que, a medida que ascendía hasta la casa de aquella mujer, parecía abrirse mostrando el pequeño valle que los bosques habían disimulado. Casi llegaba al punto más alto cuando, bajo el hondo cielo azul, se detuvo para ver las sombras de las grandes nubes desplazándose muy lentamente por los campos que se hundían y se levantaban hasta perderse en el horizonte. Desde donde se encontraba podía dominar todo el valle.

Y lo recorrió con la mirada para confirmar lo que suponía: su casa, que ahora veía pequeña, casi perdida entre los bosques, y esa vieja construcción que y a empezaba a entrever entre las copas de los árboles, eran las únicas en todo el lugar. Permaneció de pie. Fue en ese momento que se le ocurrió aquella idea. O quizás no. Quizás había aparecido aquella tarde, cuando pasó por allí y la vio sola, en el jardín. Cruzó el viejo portón de hierro. Detrás, unos macizos de flores eran lo único que parecía cuidado en el pequeño parque cubierto por enredaderas que trepaban, a su vez, los troncos de los árboles. Más adelante, se alzaba la casona. Se notaba que en algún tiempo había sido hermosa, pero ahora era sólo una gran casa vieja. Tenía una parte central con un tejado en el que nacían varias buhardillas y hacia un costado se prolongaba en un ala que parecía más antigua que el resto. Del otro lado, una construcción de vidrio evocaba lo que debió ser, en otras épocas, un invernadero. John llamó a la puerta y esperó. Después de unos segundos le pareció oír un rumor de pasos en algún lugar, pero no era nada. Insistió, y mientras golpeaba se escuchó la voz, desde adentro: —¿Quién es? Percibió el dejo de alarma en la pregunta, y trató de sonar cordial: —Soy John Bland, señora. Su nuevo vecino. No hubo respuesta. —Perdone, no quisiera importunarla, sólo que hoy terminamos de mudarnos y se me ocurrió venir a presentarme. Si usted está ocupada puedo… El ruido de la cerradura no lo dejó terminar. Después de algún forcejeo con la pesada puerta de roble apareció el rostro de una anciana: —¿Vecino? No sabía nada de eso. —Con mi esposa hemos comprado la casa que está allá abajo —John señaló con el brazo hacia el centro del valle— y pensé en presentarme. Le ruego me disculpe, si soy inoportuno puedo regresar… La mujer lo interrumpió: —No, por favor, sé cuál es la casa. Sí, la conozco, he visto el letrero de venta, pero… —la mujer soltó una risa simpática— no sabía que ya tenía nuevos dueños. Casi no salgo, lo siento. Adelante señor… —Bland, John Bland. John siguió a su anfitriona por un pequeño recibidor hasta la sala.

La luz de la tarde entraba por dos grandes ventanas, cuyos cristales emplomados dejaban ver el pequeño parque que acababa de cruzar y, detrás, como en un cuadro, una pequeña vista de la campiña. John echó una breve ojeada al lugar. El ambiente era cálido, elegante, y un tanto abigarrado de muebles y adornos. Y de libros. Parecían dispersos por todas partes; no sólo en la importante biblioteca que se levantaba hasta el techo, al final de la sala. Sin embargo le pareció agradable. Salvo por ese olor a telas añosas que percibía desde que entró, y la hilera de fotografías sobre la repisa de la chimenea, en cuyo centro se destacaba, con un horrible marco dorado, la reina. « Viejas inglesas» , pensó, y miró a su anfitriona. ¿Cuántos años tendría?, ¿setenta?, ¿ochenta? Nunca pudo calcular la edad de la gente anciana; tampoco le interesaba, para él todos tenían la misma edad: eran viejos. Se sentaron en dos sillones dispuestos frente al hogar, donde un gran leño ardía pacientemente. Hacía un poco de calor allí. —Creo que estoy muy abrigado. —John se levantó para sacarse la chaqueta. De pie, mientras lo hacía, vio dos libros sobre una mesita, el canasto con leños, y el atizador, al lado del sillón de su anfitriona. La anciana, mientras tanto, se detuvo un momento en el rostro de su vecino. Era irlandés, sin duda. Pero le gustaba. Tenía un aspecto descuidado, y parecía ser alguien agradable. Aunque… ¿siempre tendría esa expresión algo idiota? —Bland… Conocí unos Bland en Bath. Claro, de esto y a hace varios años. ¿Ha estado en Bath, señor Bland? —Me temo que no. Desde que llegué de Irlanda podría decirse que no salí de Londres, señora… —John se dio cuenta de que no conocía el nombre de su vecina. —¡Oh!, ¡lo siento!, olvidé presentarme. Soy la señora Greenwold. Emma Greenwold.

¿Decía usted que acaba de mudarse? —Sí, en realidad aún no hemos terminado de desempacar. Mi mujer tuvo que ir a Londres por un asunto… familiar. Decidí… bueno —John parecía no querer entrar en detalles—, la verdad es que no quería hacer todo el trabajo solo — sonrió— entonces pensé en venir. ¿Sabe?, en el norte de Irlanda se acostumbra hacer una visita a los vecinos cuando uno llega a vivir a un lugar. —Sí, también aquí en Inglaterra, sobre todo en la campiña, claro —tras decir esto la señora Greenwold hizo un gesto de desaprobación con la cabeza—; pero la cortesía, me temo, está desapareciendo. Tal vez le parezca algo anticuada, pero creo que hoy en día se han perdido muchas costumbres que hacían que antes la vida fuese un tanto más… amable. ¿Una taza de té, señor Bland? —¡Oh, sí, me encantaría! La anciana se dirigió a la cocina. Mientras John la miraba desaparecer tras una puerta pensó: « ¡He aquí una abuelita inglesa. Fea y aburrida, como corresponde a una fiel súbdita de la reina!» . Salvo unos pocos, a John no le gustaban los ingleses. Se preguntó si esa amable señora le ofrecería algo para comer. Tenía hambre. —Espero que le gusten los scons, señor Bland. La señora Greenwold regresaba con una bandeja que dejó sobre una pequeña mesa, al costado de su sillón. —¡Oh, claro que sí!, es usted muy amable. Mientras tomaban el té la nueva vecina de John comenzó a hablar de sí misma, su vocación por los viajes, y la decisión de vivir sola en Chipping Campden, aunque estuviese algo alejada del pueblo. No pasó más de media hora. La conversación iba decay endo hasta que finalmente se hizo un silencio. La señora Greenwold lo rompió: —¿Y a qué se dedica usted señor Bland? —Soy escritor; bueno, hago de todo un poco, a veces algo de crítica y he dado clases, también, pero lo que más me gusta es escribir novelas, novelas policiales. Una expresión de admiración apareció en el rostro de la anciana: —¡Vaya!, ¡eso sí que es interesante! —Se frotó jovialmente las manos y señaló hacia la biblioteca—. Soy bastante aficionada a esos relatos. ¿Ha publicado algo? —Sí, un par de novelas, pero no me fue muy bien con ellas, a decir verdad. Hoy el público prefiere la acción, usted sabe, cosas más duras y espectaculares. Ya nadie se interesa en los misterios, el famoso crimen como obra de arte pareciera… que pasó de moda. —Estoy de acuerdo con usted, ahora todo es violencia y sexo, sí.

Lamentable. Y dígame: ¿y a sabe de qué tratará su próxima novela? John hizo silencio. En ese instante pareció cruzársele un pensamiento. Miró fugazmente a la mujer, que a su vez lo observaba, y dijo: —No. De nuevo se hizo un pequeño silencio. La anciana bajó la vista y después ambos miraron hacia la ventana. Afuera, un mirlo trinaba apoyado en una rama. En algún lugar de la casa un reloj daba las cinco de la tarde. La señora Greenwold volvió a llenar las tazas de té, y miró a John a los ojos: —¿Sabe?, no todos los días una conoce a un escritor de novelas policiales. Eso me recuerda… mejor dicho, me hace pensar que a usted podría interesarle una historia, algo que sucedió realmente hace muchos años y que trata de un crimen. Pero, por supuesto, no quisiera aburrirlo, tal vez usted creerá que soy de esas viejas que están esperando la oportunidad de contar sus historias y… John la interrumpió: —No, por favor, señora Greenwold, quisiera escucharla. La anciana sonrió levemente y volvió a acomodarse en el sillón: —Bien, lo que voy a relatarle me fue referido por una mujer con la que compartí un viaje en tren a Edimburgo, en una noche que siempre recuerdo muy larga, en mil novecientos cincuenta y cuatro. ¿VIAJA USTED SOLA? Comenzaré por el principio, cuando llegué a la estación. El tren salía desde King’s Cross, a las diez. Recuerdo que mi reloj se había roto, de modo que apenas ingresé miré la hora en el reloj del hall central. Faltaban ocho minutos. Me dirigí a las boleterías. Un grupo de pasajeros se había agolpado en una de las taquillas. Al parecer había algún problema, porque se demoraban, y mientras esperaba sentí que alguien tocaba mi brazo: « ¿Siemprevivas milady?» . Era una de esas mujeres que vendían flores en la calle. Le dije que no. Fui algo grosera… — como si sus últimas palabras se hubiesen diluido, la señora Greenwold hizo una pausa— Es extraño. Lo primero que recuerdo son los detalles. Cada vez que intento recordar esa noche siempre aparecen los detalles… y o estaba algo molesta porque se me había corrido una media. Sé que le parecerá una tontería, pero en esa época, mi joven amigo, en Inglaterra eso sólo era bastante parecido a un escándalo sexual.

Quería estar en el tren cuanto antes. No era la media, en verdad… ése no había sido un buen día para mí. Recuerdo, también, que el tren salía del andén número cinco. Y que entré a ese compartimiento porque tenía las cortinas cerradas. Como aún faltaban unos minutos para salir, supuse que alguien había olvidado correrlas, y estaría vacío. Apenas puse un pie adentro, escuché una voz, casi un susurro, que me dijo: « Por favor, no abra las cortinas» . No había alcanzado a reparar en esa muchacha, sentada al borde de uno de los asientos, casi pegada al pasillo. Estaba bastante oscuro. Una sola lámpara, apenas arrojaba una luz mortecina en el compartimiento. Me resultó raro. Las cortinas de la ventanilla también estaban cerradas. « Me parece que hace falta un poco más de luz. ¿Puedo…?» , dije tratando de ser agradable, mientras encendía otra lámpara. La muchacha, desde el rincón de su asiento, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Entonces la vi. Era muy joven. Tenía un rostro común, más bien ancho, y extremadamente pálido. No era fea, aunque me resultaba algo vulgar. Recuerdo que llevaba un peinado que hacía furor en esa época, y que no me gustaba. Pero lo que más llamó mi atención fue esa imagen inmóvil y crispada, con los ojos muy abiertos y la mirada vacía. Su respiración era muy fuerte. Pensé que podía estar enferma. Hacía calor, pero ella permanecía enfundada en un abrigo marrón que llegaba hasta el suelo. Para mis adentros, comencé a lamentar que el compartimiento no hubiese estado vacío. « ¿Viaja usted sola?» .

No fue la pregunta, sino la forma en que la hizo lo que me incomodó. Es difícil de explicar, pero me di cuenta de que no era una pregunta de cortesía, usted sabe, de las que se hacen en esas ocasiones. Parecía otra cosa. Tal vez quería iniciar una conversación. Le contesté que sí, sin más. Verá, nunca fue mi costumbre relacionarme con desconocidos en los viajes, uno… nunca sabe a quién tendrá que soportar por kilómetros. Además, algo en esa muchacha me resultaba extraño, no me gustaba. Se me había empezado a ocurrir que tal vez esperaba a alguien, o le sucedía algo y justamente había cerrado las cortinas para no ser molestada. Al final decidí irme. No había visto mucha gente en el tren y estaba a tiempo de encontrar un compartimiento desocupado, así que me puse de pie y tomé mi bolso del maletero. Cuando vio que me disponía a salir se levantó de su asiento e hizo un gesto para detenerme: « No, por favor, no se vaya» . Parecía una súplica. Sinceramente, por el tono había conseguido inquietarme. « ¿Está usted bien, querida?» , no pude dejar de preguntar. Me contestó que sí, sólo que no quería viajar sola. Dadas las circunstancias pensé que y a no me podía ir. Le sonreí apenas y volví a mi asiento, pero no sabía qué hacer. Desde afuera aún llegaban, ahogados, el rumor de las voces y los ruidos de la estación. « Hace un poco de calor aquí» , la escuché nuevamente, aunque yo me daba cuenta de que el comentario era forzado, sólo una gentileza por haber aceptado quedarme. No contesté nada. Golpearon la puerta. La cabeza de la muchacha se pegó contra el respaldar del asiento y, por un momento, toda ella pareció quedar tensa, casi inmóvil. También sus ojos. Vi que sus ojos se paralizaron mientras miraban hacia la puerta, hasta que se abrió. Era el guarda.

Un hombre mayor, bastante alto, que apenas entró la mitad de su cuerpo y nos pidió los pasajes. Antes de retirarse nos dio las buenas noches. Como si esa aparición le hubiese quitado todo el aliento, mi compañera de viaje pareció desplomarse, aunque permanecía sentada. Volví a preguntarle: « ¿Está usted segura de que se encuentra bien?» . Me miró intentando decir algo, pero sus ojos y a estaban llenos de lágrimas y, como si algo en ella hubiese estallado de repente, su cara se contrajo y comenzó a llorar. Me acerqué para consolarla. La abracé como si fuera un niño y permanecimos un rato así, en silencio, con su rostro hundido en mi pecho. Mientras dejaba escapar aquellos sollozos que le estremecían los hombros, sentí una súbita vergüenza por haber pretendido irme. Aquella muchacha no tendría más de veinte años. Imaginé un noviazgo trunco o algo por el estilo cuando alcancé a escuchar, entre los estertores del llanto, como si saliera de mi propio cuerpo, su voz: « Un hombre quiere matarme… no sé si ha subido al tren» . El silbido de la locomotora cruzó el aire helándome la sangre. Escuché las puertas cerrarse a lo largo del tren, y el primer temblor en el vagón nos anunció que eran las diez de la noche. El viaje acababa de comenzar.

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