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Los tres paraisos – Robert Fabbri

Los soldados siempre se están quejando, pensó Ptolomeo cuando bajó del bote sorteando un brazo cercenado que la corriente había arrastrado hasta la orilla oriental del Nilo, aunque estos tienen más rabones para hacerlo que la mayoría. Con una sonrisa y un asentimiento saludó al oficial macedonio, diez años más joven que él, de unos treinta, que le esperaba con dos caballos. Una escolta montada aguardaba a unos pasos de distancia. El intenso fulgor del sol poniente se reflejaba en sus rostros. —Entiendo que están dispuestos a parlamentar, ¿no es así, Arrideo? —Lo están, señor —repuso Arrideo, para acto seguido ofrecerle la mano cuando Ptolomeo resbaló en el lodo que bordeaba las aguas teñidas de sangre del río sagrado de Egipto. Ptolomeo rechazó la ayuda que se le ofrecía con un ademán. —La cuestión sigue siendo quién encabezará la legación; ¿Pérdicas o uno de sus oficiales? —He hablado con Seleuco, Peitón y Antígenes; los tres están de acuerdo en que Pérdicas es un obstáculo para la paz y en que debe ser eliminado si persiste en su actitud intransigente. Ptolomeo hizo una mueca al escuchar esto último, se frotó el musculoso cuello y lo hizo crujir con un seco movimiento de la cabeza. —Sería mejor para todos si pudiéramos convencerle para que negocie desde la sensatez. No hay necesidad de medidas tan extremas. —Señaló hacia la orilla del río, repleta de miembros y cuerpos descuartizados, labor de los muchos cocodrilos que había en el río—. Estoy convencido de que, después de haber perdido a tantos de sus muchachos intentando cruzar el Nilo, entrará en razón y se retirará cuando hayamos alcanzado un compromiso honorable. —Nunca te perdonará que secuestraras el cortejo fúnebre de Alejandro y que te lo trajeras a Egipto. Sus oficiales no creen que esté dispuesto a sentarse a la mesa a no ser que se lo devuelvas. —Pues no lo voy a hacer. —Ptolomeo sonrió. Sus ojos oscuros brillaron traviesos—. Puede que sea yo el que está siendo intransigente, pero es por mi bien. Enterrar el cuerpo de Alejandro en Menfis para luego trasladarlo a Alejandría cuando se haya levantado un mausoleo adecuado me confiere legitimidad, Arrideo. —Se golpeó con el puño la coraza de cuero que le protegía el pecho—. Me legitima como sucesor suyo en Egipto, y tengo la firme intención de permanecer aquí. Pérdicas puede quedarse con lo que sea que pueda mantener, pero ni va a recuperar a Alejandro ni se va a hacer con Egipto. —En ese caso, presiento que no acudirá a las negociaciones. —Es una lástima, pero creo que tienes razón. Pérdicas ha sido un necio.


Debería haberse quedado el cuerpo en Babilonia y haberse centrado en apuntalar su posición en Asia en vez de intentar hacerse con el Imperio al completo ordenando llevar el cuerpo de Alejandro a Macedonia. Todo el mundo sabe que es tradición que los reyes de Macedonia entierren a sus predecesores; quería alzarse como monarca de todos nosotros. Era inaceptable. —Precisamente por eso fue un acierto que te hicieras con el cuerpo. —No fui solo yo, amigo mío. Eras tú quien estaba al mando del catafalco, fuiste tú quien me permitió arrebatárselo a Pérdicas. —Fue un placer tan solo imaginar la cara que debió de poner ese cabrón arrogante y despótico cuando recibió la noticia. —Me hubiera gustado verlo, pero ya es tarde para eso. —Ptolomeo respiró entre dientes, cogió las riendas de su caballo y le acarició el belfo—. ¿Cómo hemos llegado a esto? —le preguntó a la bestia—. Los compañeros de Alejandro matándose por su cadáver. —El caballo resopló y golpeó el suelo con la pezuña. Ptolomeo le sopló en el hocico—. Haces bien en guardarte lo que piensas, amigo mío. —Ptolomeo miró hacia el campamento de Pérdicas, a poco más de una legua de distancia, emborronado por el calor y el humo que producían las hogueras en las que cocinaba la tropa. Montó de un salto—. ¿Vamos? Arrideo asintió, montó y espoleó a su caballo, que emprendió el camino a un cómodo trote. —Justo antes de que te enviara el mensaje para que cruzaras, Seleuco me garantizó que estarías a salvo en el campamento y que se te permitiría dirigirte a las tropas. Está ansioso por llegar a un entendimiento contigo. —De eso estoy convencido. Es el más ambicioso de los oficiales de Pérdicas, casi me cae bien. —Y yo estoy seguro de que tú casi le caes bien a él. Ptolomeo inclinó la cabeza hacia atrás y rio. —Voy a necesitar a tantos casi amigos como pueda encontrar. Supongo que querrá algo con lo que lucrarse: la satrapía de Babilonia, por ejemplo.

Esto es, siempre y cuando el puesto quede vacante y nos deshagamos de Arcón, el hombre designado por Pérdicas. —Yo diría que eso es exactamente lo que quiere. Como todo hombre ambicioso, ve oportunidades hasta en la derrota. —Puede que Pérdicas y sus aliados hayan caído derrotados aquí, en el sur, pero no en el norte. Aún no saben que Eumenes derrotó y mató a Crátero y a Neoptólemo. Los labios de Arrideo esbozaron una conspiradora sonrisa. —Si lo supieran, dudo que estuvieran valorando la posibilidad de asesinar a su líder si se niega a negociar. Ptolomeo negó con la cabeza y frunció el ceño, incapaz de sofocar la sensación de desasosiego que le produjo pensar en el asesinato de uno de los siete compañeros de Alejandro. —¿Cómo hemos llegado a esto tan rápido? Fuimos hermanos de armas, conquistamos el mundo conocido, y ahora no hacemos más que acuchillarnos entre las costillas, y todo porque Alejandro le entregó su anillo a Pérdicas pero se negó a nombrar un sucesor. Pérdicas el «casi elegido» está a punto de convertirse en Pérdicas el «completamente muerto». —Se giró y le dio una palmada a Arrideo en el hombro—. Y supongo, amigo mío, que tú y yo somos bastante responsables de su muerte. Arrideo escupió. —Se lo tiene merecido por su arrogancia. Ptolomeo sabía que esto último era cierto. En los dos años que habían transcurrido desde la muerte de Alejandro en Babilonia, Pérdicas había intentado mantener unido el Imperio arrogándose el mando de un modo despótico solo porque Alejandro le había entregado el Gran Anillo de Macedonia en su lecho de muerte diciendo: «Al más fuerte», pero sin dejar claro a quién se refería exactamente. Ptolomeo se percató al instante de que el gran hombre había sembrado la semilla de la guerra con esas tres palabras, y sospechaba que lo había hecho a propósito, para que nadie pudiera llegar nunca a hacerle sombra. Si aquella había sido su intención, la jugada funcionó a la perfección, porque lo que nadie se hubiera imaginado jamás acabó ocurriendo: sangre macedonia derramada por antiguos compañeros de armas tan solo dieciocho meses después de su muerte. Sí, la guerra había estallado casi al instante, cuando las ciudades griegas del oeste se rebelaron contra el yugo macedonio y los mercenarios griegos destacados en el este desertaron de sus puestos y emprendieron la marcha hacia Occidente. Más de veinte mil hombres se habían unido a la larga columna para dirigirse a casa por mar. Hasta el último de ellos fue masacrado por orden de Seleuco junto a las Puertas Caspias, a modo de advertencia para quienes quisieran buscar provecho en la muerte de Alejandro. En Occidente la rebelión griega fue aplastada por Antípatro, el viejo regente de Macedonia, aunque no sin notable dificultad, ya que después de ser derrotado y de verse obligado a buscar refugio en la ciudad de Lamia, el anciano tuvo que soportar un asedio en invierno. Fue el vanidoso y fatuo Leonato quien acudió a su rescate rompiendo el sitio, pero perdió la vida en el combate convirtiéndose así en el primero de los siete en morir. Antípatro logró replegarse a Macedonia y, con la ayuda de Crátero, el mejor general vivo de Macedonia y el más querido por las tropas, consiguió derrotar a los rebeldes e imponer a Atenas, la cabecilla, una guarnición y una oligarquía promacedonias. Con Occidente pacificado, Antípatro declaró la guerra a Pérdicas por haberse casado —y luego repudiado— a su hija Nicea al tiempo que conspiraba para casarse con Cleopatra, la hermana de Alejandro.

Y así fue como comenzó la primera guerra entre los sucesores de Alejandro y el enclenque Eumenes, antiguo secretario griego de Alejandro y ahora sátrapa de Capadocia y partidario de Pérdicas. Eumenes fue incapaz de evitar que Antípatro y Crátero cruzaran el Helesponto y desembarcaran en Asia gracias a que Clito, el almirante de Pérdicas, se había pasado a su bando. Subestimando la habilidad militar de Eumenes, Antípatro y Crátero cometieron el fatal error de dividir sus tropas: Crátero recibió la orden de encargarse del griego mientras Antípatro marchaba al sur para enfrentarse a Pérdicas. Sin embargo, el pequeño y astuto Eumenes hizo gala de una habilidad para el mando que nadie se hubiese esperado de un hombre que jamás había ostentado mando militar alguno. Y, a pesar de que su antiguo aliado, Neoptólemo, cambiara de bando, había derrotado a Crátero para después ejecutar tanto al gran general como al traicionero Neoptólemo. De todo esto, por el momento, tan solo terna noticia Ptolomeo, ya que su flota controlaba el Nilo, y eso evitaba que las nuevas llegaran con presteza al campamento de Pérdicas. Si hubieran sabido de su victoria en el norte y que el ejército de Antípatro estaba entre ellos y Eumenes, su deseo de acordar una paz habría quedado notablemente empañado. Así que Ptolomeo era un hombre con prisa. SELEUCO, EL ELEFANTE Seleuco salió de la tienda de campaña de Pérdicas y se topó con la muchedumbre que la rodeaba. Contempló la hoja desnuda y cubierta de sangre que aferraba con el puño. De hombros anchos, cuello de toro y una cabeza más alto que muchos hombres, bajó la mirada para observar los rostros barbudos que tenía alrededor. La mayor parte de los soldados rondaba los cuarenta años, algunos eran incluso mayores. Muchos le sacaban al menos diez años. Todos ellos eran veteranos de las campañas de Alejandro que habían acabado luchando en el bando de Pérdicas contra compatriotas macedonios, quienes, llevados por las circunstancias, formaban parte del ejército de Ptolomeo. Fue la promesa de hacerse con una parte de las riquezas de Egipto lo que había motivado a aquellos hombres a enfrentarse con sus antiguos camaradas, pero esos antiguos camaradas los habían derrotado y ahora les impedían cruzar el Nilo. Muchos habían sido engullidos por el río cuando los elefantes que Pérdicas había enviado cauce arriba del vado para intentar detener las corrientes perturbaron el lecho fangoso. El desastre atrajo a los cocodrilos, que disfrutaron del festín resultante de aquel terrible error. Esa era la razón por la que aquella muchedumbre airada se agolpaba en torno a la tienda de su comandante, furiosa por la terrible muerte de tantos buenos compañeros. Morir a merced de las fauces de un reptil después de haber conquistado gran parte del mundo era un destino inaceptable para los orgullosos veteranos de Alejandro, y ninguno de ellos albergaba dudas sobre quién era el responsable. —¿Qué has hecho? —gruñó una voz a su derecha. Seleuco se giró y vio a Dócimo, siempre leal a Pérdicas, que caminaba hacia él con la mano en la empuñadura de la espada. —Si yo fuera tú, daría media vuelta y me iría a buscar a ese amiguito tuyo, Polemón, y me iría de aquí antes de que me lincharan, Dócimo. Tu protector está muerto. Alzó el arma ensangrentada. A su espalda Peitón y Antígenes, también con sangre en las manos, esbozaron sendas sonrisas, leves y amenazantes.

Dócimo se detuvo y volvió a mirar la sangre antes de desaparecer a toda prisa. Seleuco se volvió y descartó a Dócimo de sus pensamientos. El sujeto era irrelevante, y él tenía una tarea mucho más importante de la que ocuparse. Sin temor alguno, se encaramó a una carreta y levantó la daga ensangrentada sobre su cabeza. A su espalda, Peitón y Antígenes, sus compañeros de conspiración, se unieron a él en la improvisada tribuna. O nos linchan o nos aclaman; ayer habría sido lo primero, aunque después de la debacle sospecho que se decantarán por lo segundo. Al ver a los tres oficiales de más alto rango de Pérdicas admitiendo abiertamente su culpabilidad en el asesinato del portador del anillo de Alejandro, recibido de su propia mano en su lecho de muerte, los veteranos gruñeron mostrando su aprobación, algo impensable apenas dos años antes, poco después del inoportuno deceso del gran hombre. Bien era cierto que dos años atrás hubiera sido impensable que un macedonio llegara a derramar la sangre de un compatriota. Era tanto lo que había cambiado… —Pérdicas está muerto —anunció Seleuco. Su voz era tan potente y rotunda que llegaba a los miles de congregados—. Nosotros tres hemos asumido la tarea de retirar el único obstáculo hacia la paz; el hombre cuya arrogancia ha causado la muerte de tantos de nuestros compañeros de armas. El hombre irresponsable que se casó con Nicea, la hija de Antípatro, regente de Macedonia, y luego la repudió, lo que hizo que abocara a Asia a una guerra contra Europa; el hombre que intrigó para casarse con Cleopatra, la hermana de sangre de Alejandro, con el solo objeto de hacerse rey. ¡Rey! Rey cuando había jurado ser regente de los dos herederos, de los legítimos reyes: Alejandro y Filipo. Por el rabillo del ojo vio a dos mujeres que se escabullían con sus respectivos séquitos; cada una por su lado, de vuelta a sus tiendas de campaña: Roxana, la madre de Alejandro, el niño de tres años de edad y cuarto de su nombre, y Adea, conocida ahora como la reina Eurídice desde su matrimonio con el medio hermano de Alejandro, el tarado Filipo, tercer rey de Macedonia con ese nombre. Ahora que sabéis lo que en realidad tenía en mente vuestro finado protector, quizá os dignéis a mostraros un poco más agradecidos y un poco menos pejigueros, cabrones.

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