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Los templarios y la mesa de Salomón – Nicholas Wilcox

Un obispo e inquisidor español del siglo XV, Alonso de la Fuente del Sauce, encomendó a un artista holandés una serie de enigmáticos relieves con destino a un coro catedralicio en los que plasmó, como en un jeroglífico, los secretos de la Mesa de Salomón, el mítico talismán buscado afanosamente por los Templarios, un objeto sagrado en el que el rey de Israel inscribió el Nombre del Poder. La Mesa de Salomón contiene la clave secreta del conocimiento, que otorga a su poseedor un poder ilimitado. Atrapado en el centro del misterio, Wilcox emprende un recorrido iniciático por los secretos templarios: los santuarios matriarcales en los que el Temple entronizó a sus Vírgenes Negras, las barcas de piedra, el lagarto de la Malena que guarda la Mesa de Salomón, las intrigas que suscitó la construcción del Templo de Jerusalén, el Arca de la Alianza y la Cábala. Una indagación en los secretos iniciáticos buscados por sociedades secretas a lo largo de la historia.


 

T 1 En el principio… odo empezó el 6 de abril de 1993. Yo intentaba escapar de la depresión que me produjo el fallecimiento de mi esposa, la bióloga Elizabeth Wilcox, devorada por un tigre en la selva de Ranchipur. Me había refugiado a rumiar mi amargura entre los hay edos del país de Gales, en el viejo molino de Hay on Wye, que Elizabeth y y o habíamos rehabilitado con tanta ilusión, pero aquella casa antaño cálida se había convertido en un lugar desangelado y triste. Pasaba las horas frente a la chimenea apagada, contemplando las cenizas frías. « Te vendrá bien salir de aquí, trabajar, implicarte en algún empeño difícil» , me había aconsejado, con su sempiterna copa de coñac Napoleón en la mano, mi viejo amigo lord Riggulsford, en la última reunión de la Royal Ornithological Society. Seguí su consejo. Acepté un ofrecimiento de la BBC para colaborar en un documental sobre las aves de la sierra de Cazorla, en España. Un cambio de aires me vendría bien. Llegué a Cazorla una semana antes que el resto del equipo de rodaje y me instalé, como otras veces, en la torre del Vinagre, entre los espesos pinares que pueblan el pantano del Tranco, rodeado de belleza y de paz. Madrugaba todos los días y salía a ver aves. Un miércoles al amanecer, en las últimas estribaciones del parque de Cazorla, observé un ave de presa que volaba defectuosamente a poca altura. La seguí con los prismáticos. Era un halcón. Renqueaba del ala derecha. Se posó en la copa de una añosa encina. Lo observé más de cerca. Ajeno a mi presencia, se despulgaba el pecho con su pico curvo. Quizá llevaba plomo en las alas. Plomo en las alas…, como yo. Un halcón con plomo en las alas no es probable que sobreviva. Llevaba un par de jaulas en la trasera del coche.


Si se dejaba atrapar quizá podría salvarlo. Salvar el halcón, apostar por la vida, salvarme a mí, por esas simetrías que a veces urde el destino. Detuve a prudente distancia mi vehículo con tracción a las cuatro ruedas alquilado y me interné a pie por el pinar. Cuando el halcón descubrió mi presencia, emitió su grito « quec-quec-quec-quec» y remontó nuevamente el vuelo, esta vez hacia el crestón rocoso del cerro del Escribano, que separa el valle de la aldea de La Iruela. Lo seguí con los binoculares hasta que lo vi trasponer un muro arruinado de la vieja fortaleza templada, entre las inmensas rocas grises. En el patio del castillo, un hombre fuerte y alto, bien parecido, con una hermosa barba azafranada, en la que el sol naciente arrancaba destellos de cobre, [1] consultaba una brújula. A lo largo del muro ruinoso había extendido una cinta métrica. —¿Ha visto un pájaro grande por aquí? —le pregunté. —¡Menudo susto me ha dado el cabrón! —respondió—. Me ha pasado volando a un palmo de la nariz. Me parece que ha aterrizado en las ruinas de la iglesia. El halcón estaba atrapado en unas retamas. Me acerqué a él, lo tomé con precaución y lo introduje en la jaula. Los de la Estación Forestal lo enviarían al Centro de Recuperación de Aves de El Tranco y con un poco de suerte volvería a volar sin dificultad dentro de unos meses. —¿Se come? —inquirió el de la barba, a mi espalda. Me volví… —No, no se come. ¿Cómo se va a comer un halcón? —repliqué. —¿Es usted ornitólogo? —Algo así. —Pues y o soy castellólogo —informó tendiéndome una mano cordial—. Me dedico a estudiar castillos y murallas. Qué gusto da ser algo que acabe enólogo, ¿verdad, usted? Nos sentamos en un murete derruido. Se llamaba Juan y era profesor de inglés, pero le gustaba más la historia. Estaba preparando su tesis doctoral sobre castillos. Aquél fue el comienzo de una buena amistad. Hoy, además de amigo, es mi traductor al castellano.

Estábamos en las ruinas de una iglesia de tres naves, sin más teche que el purísimo cielo azul. Las higueras, la jara, el tomillo y los rosales silvestres crecían entre las piedras bellamente labradas. El conjunto le hubiera encantado a un viajero romántico. —¡Hermosa iglesia para un castillo! —comenté. —No la hicieron para el castillo —replicó el barbudo—. El castillo es medieval, del tiempo en que moros y cristianos se disputaban estos territorios, pero la iglesia data del siglo XVI, cuando y a no había moros y Castilla era rica, o, al menos, el señor que la construyó era rico. —He leído en el cartel, ahí fuera, que el castillo es templario. —Eso creen y hasta hay una calle de los templarios, pero me parece que se equivocan. Desde hace cien años se viene diciendo que es templario, pero este castillo pertenecía al arzobispo de Toledo. Nunca fue templario. —Entonces, ¿por qué lo llaman templario? —Porque a principios del siglo XX existió una logia neotemplaria que celebró algunas ceremonias secretas en las ruinas de esta iglesia. Sus motivos tendrían, supongo, porque cuando la iglesia se construyó hacía y a doscientos años que habían desaparecido los templarios. No obstante, si los secretos del Temple se transmitieron a otras organizaciones, hay razones para creer que don Francisco de los Cobos, el constructor de esta iglesia, perteneciera a una de ellas. No sé si ha oído hablar del todopoderoso secretario del emperador Carlos V. Él edificó este templo siendo señor de La Iruela. El de los Cobos era muy aficionado a la arquitectura y admiraba a Vandelvira. —¿Vandelvira? —pregunté. —Andrés de Vandelvira, un arquitecto iniciado en los secretos de los antiguos constructores. Trazó la catedral de Jaén con el número de oro, la áurea proporción transmitida desde Egipto a Grecia, pasando por el Templo de Salomón. A la muerte de don Francisco de los Cobos, su biblioteca se perdió, y es lástima, porque seguramente contenía las claves para desvelar muchos misterios. También perdieron La Iruela sus descendientes porque en 1606, el arzobispo de Toledo, después de mucho pleitear, consiguió recuperarla para su diócesis. Conversamos un rato más y nos despedimos. Juan estaba atareado con la medición y estudio de los castillos de la comarca, pero cuando lo invité a almorzar, al día siguiente, en la torre del Vinagre, aceptó de inmediato. Unos días después fui a Jaén para arreglar los permisos de filmación en el parque de Cazorla. Telefoneé a Juan, me recogió en el hotel del Pósito, donde me alojaba, y paseamos hasta la cercana catedral.

¡La catedral de Jaén! Era la primera vez que penetraba en aquel monumento singular. Me cautivó inmediatamente por su contenida belleza. ¡Aquellas altas y silenciosas naves en penumbra, como una armónica caverna tan sólo iluminada por la difusa claridad que se filtraba desde las altas vidrieras coloreadas! —¡Qué hermoso edificio! —murmuré. —La armonía de las proporciones, número y geometría, ése es el misterio — me dijo Juan—. ¡El cofre repleto de secretos! No lo entendí bien, porque mi amigo tiene cierta tendencia a la metáfora. Le dije: —¿Un cofre? ¿Qué cofre? Me miró severamente como si hubiese roto el hechizo que se esforzaba en crear con sus palabras. Quizá, también, reflexionaba sobre la conveniencia de comunicarme ciertas cosas. —No hay cofre —me dijo—. La catedral misma es el cofre y los misterios que guarda. Bajo este suelo, en estas paredes, en las miradas de los ángeles, de los santos, de los obispos de palo o de piedra que nos contemplan desde todas partes, indiferentes al tiempo, en apariencia mudos, pero bastante elocuentes para el que sepa escuchar. Ciertas cosas no se comprenden cuando uno ha pasado una mala noche y se ha despertado temprano. Debió de notar en mi semblante que no lo estaba entendiendo. —Ven, que te enseñaré algo. Me llevó al coro de la catedral, una construcción barroca, tardía, que perturba algo la armonía de la catedral renacentista. El coro de la catedral de Jaén parece una fortaleza, es macizo y pesado, con adornos recargados que no concuerdan con la ligereza y la gracia del resto del edificio. Es como una caja rectangular abierta al altar may or. Por una puerta lateral accedimos a un vestíbulo oscuro abierto en el grosor del muro. Tanteando en la oscuridad, Juan encontró el picaporte de la puerta interior. La abrió y entramos en el coro. Tres lados del rectángulo los ocupaba una sillería de madera oscura, en dos niveles. En el centro había dos enormes facistoles con libros corales, grandes como albardas (Fig. 1). —¿Qué te parece? —me preguntó. —Un coro muy hermoso —respondí cortésmente, aunque no estaba impresionado en absoluto. A lo largo de mi vida profesional, he realizado algunos documentales de tema artístico para la BBC y he visitado docenas de catedrales antiguas con sus respectivos coros.

No me pareció que el de Jaén tuviera nada de extraordinario. —Es algo más que un coro —dijo Juan reflexivamente—. Algunos creen que es un jeroglífico, un libro mudo, al estilo medieval, un libro de compleja lectura porque las páginas que lo componen están desordenadas. Los coros de los edificios cristianos nos cuentan gráficamente historias bíblicas y representan personajes del Antiguo o del Nuevo Testamento, cada cual con su cartela correspondiente o con el símbolo que lo identifica. Son gráficos dirigidos a impresionar a una feligresía analfabeta que recibe la doctrina a través de los iconos. Convine en que así era. —Los relieves de este coro reproducen escenas y personajes de la Biblia. En eso no se diferencia del resto. Ésa es la parte exotérica, externa, visible. Pero el de la catedral de Jaén presenta una singularidad: entre las imágenes bíblicas se han deslizado otras, o ciertos detalles, aparentemente innecesarios, que permiten una segunda lectura esotérica, secreta, y reservada solamente para iniciados. Este lugar oculta un complejo jeroglífico que en su momento los conocedores podrían interpretar. Lo lamentable es que sus sucesivas reformas han alterado el orden de los elementos. Ahora resulta difícil, si no imposible, descifrarlo. Estábamos ante una de las sillas bajas. La talla del respaldo representaba la caída de san Pablo en el camino de Damasco. Recordé la historia. En los tiempos en que el cristianismo todavía no era religión sino una herejía desgajada del judaísmo, Saulo, el inquisidor fariseo, se dirigió a Damasco para reprimir un brote cristiano en aquella comunidad judía. En medio del camino, Saulo tuvo una visión cegadora que lo hizo caer del caballo. Cristo se le apareció y le dijo: « Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» . Llegado a Damasco, Saulo se convirtió al cristianismo, se bautizó y desde entonces se llamó Pablo. El relieve que representa a Saulo caído del caballo en el camino de Damasco cuida minuciosamente el detalle. Hasta las lazadas de las sandalias de los criados que lo acompañan se distinguen con claridad. El suelo sobre el que Saulo acaba de dar la costalada es una calzada romana. Mi amigo me señaló tres misteriosas esferas en el ángulo inferior izquierdo del relieve, sobre las losas (Fig. 2).

—¿Qué crees que son estas tres esferas? —me preguntó. Las examiné. Desde luego, no eran frutos, ni piedras del campo, ni nada parecido a un objeto que pueda encontrarse en la naturaleza. Eran tres esferas aparentemente absurdas que no se integraban en el conjunto de la escena representada de manera tan minuciosamente realista, ni parecían cumplir función alguna. —No tengo ni idea —admití. —Sin embargo, alguna función deben de tener —insistió—. El tallista no pudo colocarlas ahí por casualidad o por capricho. Convine en que llevaba razón. Unos asientos más adelante, la tabla tallada representaba a un obispo vestido de pontifical, con báculo y mitra. —San Nicolás —señalé—. Mi santo patrón, por eso lo conozco. Un santo popular en el Reino Unido. —La representación exotérica de san Nicolás —corrigió Juan—, el guardián de los tesoros ocultos, según la tradición. Quizá no sea casual que tú te llames así. Observa aquí, a su derecha, esta cuba que aparece en la viñeta y, dentro de ella, tres hombres que parecen rezar. No son mártires arrojados en una caldera de agua hirviendo, puesto que la cuba es de madera y no se advierte debajo de ella representación de fuego. Son simplemente tres neófitos que acaban de recibir el bautismo. En muchos ritos antiguos (de los que el cristianismo lo toma) el bautismo es una forma de renovación, de iniciación. Uno abandona una vida anterior y renace a la nueva tras sumergirse en el agua sagrada. Y aquí, a la izquierda del prelado, tres doncellas arrodilladas que presentan al obispo sendas esferas (Fig. 3). Tres esferas, de nuevo. Nos miramos. Mi amigo sonrió. —Otra vez el enigmático trío de esferas, como las de la caída de Saulo en el camino de Damasco.

Tres hombres que se dan el baño iniciático y tres doncellas con tres esferas. Parece que haya cierto paralelismo. Pasamos a otro relieve del coro: san Martín cortando su capa para entregarle la mitad a un mendigo. Juan me señaló el ángulo en el que aparecía nuevamente un objeto esférico (Fig. 4). En el relieve siguiente, Cristo en casa de Marta y María, volvemos a encontrar las tres enigmáticas esferas, esta vez en forma de tres panzudas vasijas a los pies del Maestro… (Fig. 5). —Parece que al tallista le gustaba la forma pura de la esfera —observé. —No hemos terminado —me advirtió—. He dejado lo mejor para el final. Esta vez me llevó al lado opuesto del coro y me señaló una de las tallas altas. —Mira esa escena. El relieve representaba a un rey cristiano, con capa de armiño y corona real, que levantaba una espada. A su lado, un sabio moro o judío, con un turbante en la cabeza, le señalaba un grupo de estrellas. Entre el rey y el sabio había una gran esfera, tan grande que llegaba a la altura de las rodillas (Fig. 6). —Nuevamente la esfera —observé—, aunque esta vez de tamaño mucho may or. ¿Qué significan estas esferas? —Lo que signifiquen no lo sé —dijo Juan—, pero es seguí no las han colocado ahí por azar. Es evidente que el escultor recibió instrucciones muy precisas. —Estoy de acuerdo —dije—, pero ¿instrucciones de quién? Mi cicerone me condujo al sitial que preside el coro. Me la talla del respaldo —Te presento a don Alonso Suárez de la Fuente del Sauce, obispo de la diócesis de Jaén entre 1500 y 1520, y a sus secretarios Aquí tienes al obispo que hace de san Nicolás y a los tres personajes de la cuba (Fig. 7). Contemplé la cara huesuda, la frente despejada y noble que el tallista había representado con artístico empeño. —El otro día te interesabas por don Francisco de los Cobos y la iglesia templaria de La Iruela. Probablemente, sus conocimientos procedían de don Alonso Suárez, un iniciado en la doctrina secreta de los templarios que plasmó sus conocimientos en este coro.

Era la primera vez que escuchaba el eufónico nombre del hombre que inspiró y financió la sillería del coro: don Alonso Suárez de la Fuente del Sauce. Antes de llegar a Jaén había sido inquisidor general. Juan me contó la historia. Hacia el final de su mandato como inquisidor, y aún después, tuvo ciertos problemas, derivados de su benevolencia en el puesto. —¿Un inquisidor sospechoso de apiadarse de sus víctimas? —me extrañé. De pronto el relieve de la caída de Saulo en el camino de Damasco adquiría un nuevo sentido: san Pablo, inquisidor contra los cristianos, sufrió una revelación y se convirtió en el gran apóstol del cristianismo. La venda cay ó de los ojos de don Alonso Suárez, inquisidor contra los herejes, y se convirtió en valedor de aquellos a los que antes había perseguido o, al menos, en protector de ciertas doctrinas que antes había intentado erradicar. Don Alonso Suárez se había identificado con el Saulo evangélico y había colocado aquellos tres guijarros en la calzada que recorría san Pablo en su camino de Damasco, los mínimos obstáculos con los que su caballo había tropezado, gracias a lo cual le sobrevino la revelación que cambió su vida. Tres guijarros representativos de las tres esferas que luego se repetirían, más o menos disimuladas, en otros relieves del coro de la catedral. Tres esferas relacionadas con tres muchachas, las que presentan las esferas al obispo. Tres muchachas cuy a larga cabellera hasta la cintura significaba en tiempos de don Alonso que eran « doncellas en cabello» , es decir, vírgenes. Tres esferas correspondientes a tres vírgenes… Se hacía tarde y yo tenía que gestionar la solicitud de grabación para el equipo de la BBC en la oficina correspondiente. Me despedí de mi amigo y acordamos encontrarnos de nuevo. Por la tarde, de vuelta al hotel, no dejaba de pensar en lo que había visto por la mañana. Un jeroglífico medieval en las tallas del coro de una catedral española. Un inquisidor que se vuelve tolerante con las doctrinas heréticas que antes perseguía, que las representa en la forma de tres esferas en el camino de Damasco, tres esferas que tres Vírgenes ofrecen al obispo… Aquello me intrigaba. En los días siguientes indagué sobre las Vírgenes de la catedral de Jaén y me topé con una noticia sorprendente. En la Edad Media y en tiempos del obispo Suárez existió en la catedral jiennense una Virgen « del Soterraño» , es decir, del subterráneo, pero luego le cambiaron el nombre y la llamaron Virgen de la Antigua, una advocación bastante común entre las Vírgenes españolas. ¿Qué razón aconsejó este cambio? Evidentemente, alguien había tratado de ocultar el primer nombre de la Virgen. Soterraño significa subterráneo. A alguien no le interesaba que se recordase que aquella Virgen había estado primitivamente en un subterráneo. Me reclamaron de Londres. Había que aplazar la grabación de Cazorla porque dos miembros del equipo habían contraído paperas en la estepa de Kazajastán durante el rodaje de un documental sobre los mamuts sepultos en los hielos perpetuos. Mientras tanto, urgía montar mi último documental sobre la danza nupcial de la gaviota pizpicán norteamericana. Cuando estoy en Londres suelo instalarme en uno de los hotelitos de Bloomsbury Square, a un paso del Museo Británico.

Una tarde ociosa me dirigí al museo, penetré en la enorme sala de lectura y consulté el fichero informatizado: « Catedral. Jaén» , escribí en la pantalla. En un segundo, el rectángulo luminoso registró media docena de entradas. Una de ellas remitía a los documentos de una arqueóloga de los años cuarenta, una tal Joyce Mann, que había adjuntado sus notas a los papeles de una fundación, la Research Into Lost Knowledge Organisation (RILKO). Busqué RILKO y la pantalla me remitió al legado particular del benefactor sir Thomas Morley, que había cedido a la British Library el archivo particular de un tal Patrick O’Neill, presidente de una Sociedad Benéfica y Cultural extinta en 1922. Una nota avisaba de que estaba pendiente de catalogación y ordenación [2] . Un revoltijo de papeles, pensé, donde me puedo extraviar. No obstante, movido quizá por un pálpito que me alertaba sobre la posibilidad de que allí se encerrara una buena historia, decidí dedicarle aquella tarde. La bibliotecaria a la que me dirigí, una chica de cuarenta años, melenita corta teñida de caoba, gafitas de miope sobre su naricilla pecosa, los pechos voluminosos y algo caídos, la mirada de ave de presa tras los vidrios, me evaluó con un rápido vistazo. Creo que me aprobó. Mi vida deportiva, sana, al aire, me presta un bronceado natural que contrasta con mi cabello trigueño, y eso les suele gustar a las mujeres. Me sonrió brevemente al recibir la ficha que le entregaba. —¿Los papeles de la fundación RILKO? —dijo—. ¡Uff! No sé si podré encontrarlos. No es la clase de legajo que la gente solicita a menudo. Sonreí. —Creo que usted debe de ser bastante eficiente, señorita. Me devolvió la sonrisa, a pesar de que se me había escapado una expresión machista, hoy en desuso, afortunadamente. —Aguarde en su asiento, por favor. Diez minutos más tarde, la eficiente bibliotecaria descargó sobre el pulido pupitre tres gruesas carpetas atadas con cintas. —Los papeles de Miss Mann —me dijo. Los examiné. Había una docena de cuadernos repletos de notas arqueológicas y dibujos. Entre las anotaciones referentes a la catedral de Jaén me llamó la atención la fotografía de un documento en papel pautado. Hacia 1943, cuando la arqueóloga Mann investigaba, no era muy corriente fotografiar un documento, a no ser que fuera muy importante.

¿Qué tenía de excepcional aquella lista de nombres compuesta por una anónima mano de finales del siglo XIX bajo el encabezamiento: « Los que buscaron la Cava» ? Entre los nombres de la lista figuraba el del obispo Suárez, el prelado que inspiró las enigmáticas figuras del coro de la catedral. ¿Qué era la Cava? En su acepción antigua, la palabra significa “cueva u hoy o”. La lista de los que buscaron la Cava, luego lo supe, incluía a varios personajes notables que vivieron entre los siglos XIII y XVIII. A juzgar por el epígrafe, estos hombres habían buscado una cueva u hoy o, es decir, un subterráneo. ¿Estaba relacionado con la Virgen del Soterraño y con las otras dos Vírgenes portadoras de esferas que aparecían en el relieve del coro? Quizá alguna vez existieron esas esferas relacionadas con el culto a las tres Vírgenes. A primeros de septiembre, telefoneé a mi antiguo conocido el profesor Angus Chipneck, del Departamento de Estudios Medievales de la Universidad de Oxford y asesor de documentales arqueológicos de la BBC. Me recibió aquella misma mañana en su gabinete de trabajo, entre montañas de libros apilados en el suelo y sobre las mesas que no dejaban más espacio que el necesario para dos ajadas butacas y una mesita, en la que pronto humearon dos tazas de té. —¿La doctrina secreta de los templarios? —rezongó después de oír mi relato y de contemplar algunas fotografías del coro de la catedral de Jaén—. Sí, es posible. Los templarios descubrieron en Tierra Santa una sabiduría milenaria transmitida por una cadena de iniciados con la que intentaron acrecentar su poder. —Sabiduría y poder no siempre caminan juntos —comenté melancólicamente. —Casi nunca. Los templarios lo intentaron. Su ideal y su última meta eran la Sinarquía, el gobierno del mundo por los sabios, sin guerras de religión, sin abusos de los poderosos, sin tretas de las multinacionales. Las multinacionales del tiempo de los templarios eran las ciudades mercantiles de Italia, Génova, Venecia, Pisa… Aquellos y otros mercaderes de Europa fueron la causa verdadera de las Cruzadas. La religión fue sólo un pretexto. Detrás de tanto sacrificio sólo había una desmedida codicia de la oligarquía, los aliados del Papa y de los monarcas cristianos de Europa. Los templarios concibieron la idea de redimir a la humanidad de sus sufrimientos, alcanzar el imperio de la justicia, la paz universal, la primacía de la razón frente a la pasión destructora. —Son hermosas palabras, profesor —comenté—, pero enteramente utópicas. Los templarios acabaron en la hoguera. —Que los templarios fracasaran en la empresa no significa que sus herederos, si los hubiera, no puedan culminarla con éxito. Me hizo pensar. Mediado septiembre, regresé a España y pasé unos días en Sevilla arreglando permisos de filmación en el departamento correspondiente de la Junta de Andalucía. Un día, al pasar por la plaza del Salvador, observé una esfera de piedra que servía de peana a una sencilla cruz de madera en un ángulo achaflanado de la vetusta iglesia (Fig. 8).

Recordé inmediatamente aquella esfera del coro de la catedral de Jaén, la del rey cristiano y el sabio con turbante que señalaba las estrellas. Telefoneé a Juan para comunicarle mi hallazgo. —He encontrado una esfera como la del relieve de la catedral. —¿Cerca de una iglesia? —En una iglesia. En El Salvador de Sevilla. —Ésa es la primera iglesia de Sevilla, la más antigua —me dijo—. Esa esfera debió de pertenecer al santuario primitivo. ¿Cuándo vuelves por Jaén? —Mañana. —Te prepararé una visita guiada a cierto lugar. Al día siguiente, después de un almuerzo copioso con Juan, fui a Arjona siguiendo sus indicaciones. Arjona es un pueblo blanco sobre un cerro que se alza como una isla en medio del océano de los olivos, a cuarenta kilómetros de Jaén y a sólo diez o doce de la autovía de Andalucía. Al llegar telefoneé a Pepe Alcántara, concejal de cultura, amigo de Juan, y me cité con él en la parte más alta del pueblo, la plaza de Santa María, una explanada desde la que se divisa un dilatado y bello paisaje de la campiña olivarera, con la Sierra Morena al norte y la peña de Martos y los montes de Jabalcuz al sur. Pepe es un hombre joven, delgado, de mirada inteligente. Me estrechó la mano con fuerza.

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