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Los senores del tiempo – Eva Garcia Saenz

Septiembre de 2019 Podría comenzar esta historia hablando del turbador hallazgo del cuerpo de uno de los hombres más ricos del país, el dueño de todo un imperio empresarial de moda low cost, envenenado con cantárida —la legendaria Viagra medieval—, en el palacio de Villa Suso. No voy a hacerlo. En su lugar voy a relatar, lo prefiero, lo que sucedió la tarde que acudimos a la desconcertante presentación de la novela de la que todo el mundo hablaba: Los señores del tiempo. Estábamos fascinados con aquella novela histórica. Yo el primero, lo reconozco. Era una de esas lecturas que te evadían, una mano invisible que te agarraba del cuello desde el primer párrafo y en un ejercicio de magnetismo te arrastraba a su feroz mundo medieval sin que quisieras hacer nada por evitarlo. No era un libro, era una trampa de papel, una emboscada de palabras…, y no podías escapar. Mi hermano Germán; mi alter ego, Estíbaliz; los de la cuadrilla…, nadie hablaba de otra cosa y muchos la habían finiquitado en tres noches pese a sus cuatrocientas setenta páginas, pero otros la dosificábamos como si fuera un veneno —de esos que te dan placer mientras te lo inoculas— e intentábamos alargar la experiencia de tener la cabeza en el año de Christo de 1192. Era tal la inmersión lectora que incluso a veces, cuando retozábamos entre las sábanas durante desordenadas madrugadas de muslos y lenguas, llamaba mi seniora a Alba. Había un morbo añadido, un enigma por resolver: la identidad del esquivo autor. Después de semana y media arrasando en librerías, no había ni una foto de él en los periódicos ni en la sobrecubierta de la novela. Tampoco había concedido entrevistas. No había rastro de identidad digital en redes sociales ni página web. Era un paria del presente o alguien que realmente vivía en un anacrónico pasado analógico. Se conjeturaba que el nombre con el que había firmado su obra, Diego Veilaz, era un pseudónimo, un guiño al narrador y protagonista de la novela, el carismático conde don Diago Vela. Cómo saberlo. Cómo saber nada por aquel entonces, cuando la verdad todavía no había desplegado sus volubles alas sobre las calles adoquinadas de la milenaria Almendra Medieval. Atardecía en sepia sobre nosotros cuando crucé la plaza del Matxete con Deba sobre mis hombros. Confiaba en que mi hija de dos años —ella se sentía ya adulta— no alborotase demasiado en la presentación de Los señores del tiempo. El abuelo nos acompañaba de refuerzo, pese a que era la víspera de San Andrés y en Villaverde se celebraban las fiestas patronales. Se había presentado en casa con un: «Yo os cuido a la nietica, hijo». Y a Alba y a mí nos venía bien relajarnos. Llevábamos un par de semanas trabajando horas extras por la desaparición de dos jóvenes hermanas en extrañas circunstancias —muy extrañas, por cierto— y necesitábamos dormir. Un par de horas más y nos podríamos tomar una pequeña tregua después de catorce días de estéril operativo de búsqueda. Caer fulminados sobre el edredón y recuperarnos para afrontar un sábado que ya se anticipaba igualmente frustrante.


Habíamos hecho los deberes con buena letra y no habíamos llegado a nada: batidas con voluntarios y perros, los móviles de todo su entorno pinchados por orden de la jueza, todas las grabaciones de las cámaras de la provincia visionadas, vehículos familiares peinados por la Científica, interrogatorios a todo el que trató con ellas durante sus escasos diecisiete y doce años de vida. Se habían esfumado… y eran dos. Un detalle que duplicaba el drama y también la presión del comisario Medina sobre los hombros de Alba. Una cola kilométrica aguardaba el comienzo de la presentación bajo las tibias farolas de la plaza del Matxete. Un titiritero de terciopelo verde hacía malabarismos con tres pelotas rojas, un hombre de cuello grueso se metía en la boca la cabeza de una boa albina. En la plaza empedrada olía a talos de maíz y a torta de chinchorta y unos violines furiosos interpretaban la música de Juego de tronos. El mercado medieval que se celebraba en septiembre había coincidido con la firma de la novela. Aquella plaza que antaño fue mercado se veía más llena que nunca y los grupúsculos de lectores se perdían por los Arquillos del Juicio, tragados por la algarabía de los vendedores de jarras de barro y de aceites de lavanda. Entonces vi a Estíbaliz, mi compañera en la División de Investigación Criminal, y a la madre de Alba, que la había adoptado desde que se conocieron y la había incluido sistemáticamente en todos nuestros ritos familiares. Mi suegra, Nieves Díaz de Salvatierra, era una actriz retirada que fue niña prodigio del cine patrio allá por los años cincuenta y que había encontrado la ansiada paz regentando un hotel-castillo en Laguardia, entre viñedos y la sierra de Toloño, el dios celta Tulonio al que yo dirigía mis plegarias cada vez que el universo se ponía puñetero. —¡Unai! —gritó Estíbaliz con el brazo alzado—, ¡aquí! Alba, el abuelo y yo nos encaminamos hacia ellas. Deba le regaló a su tía Esti un sonoro beso lleno de babas en la mejilla y finalmente entramos en el palacio de Villa Suso, un edificio renacentista de piedra que reinaba desde hacía cinco siglos en la parte alta del cerro de la ciudad. —Creo que está la familia al completo —dije y alargué el brazo hacia un cielo que se volvía añil por momentos—. Mirad al móvil, todos. Cuatro generaciones de Díaz de Salvatierra y López de Ayala sonreímos al selfi familiar. —La presentación es en la sala Martín de Salinas, en la segunda planta, creo. —Nos guio Alba, risueña—. Qué misterio más inocente, ¿verdad? —¿A qué te refieres? —dije. —A la incógnita sobre la identidad del autor. Esta tarde por fin sabremos de quién se trata… — contestó al tiempo que me daba la mano y entrelazaba sus dedos con los míos—. Ojalá los enigmas que nosotros desentrañamos en el trabajo fueran tan blancos. —Hablando de enigmas… —la interrumpió Estíbaliz después de propinarle un pequeño empujón junto a la entrada de la sala—. No pises a la emparedada, Alba. Los guardias de seguridad dicen que sus lamentos acobardan bastante cuando se aparece por los pasillos desiertos de los baños por la noche. De hecho, comentan que son los aseos más solitarios de la ciudad.

Alba se apartó de un salto. Arrastrada por la marabunta, había acabado pisando el suelo acristalado que permitía ver la losa que cubría el enterramiento de los restos óseos de lo que pensaban que fue una mujer en el Medievo, según se leía en la placa de la pared. —No hables de fantasmas y esqueletos delante de Deba —dijo con un guiño, bajando la voz—. No quiero que esta noche le cueste dormir. Esta noche tiene que dormir. Como un oso hibernando. Su madre necesita urgentemente una cura de sueño. El abuelo sonrió, con esa media sonrisa suya de centenario que nos llevaba muchos años en eso de leer a las personas. —Como que a la chiguita la vais a asustar con unos huesicos mal colocados. Diría que había un matiz de orgullo en su voz cascada, aunque en lo concerniente a su biznieta, el abuelo presumía de ser el que mejor la entendía. Tenían una especie de sencilla y efectiva telepatía que nos excluía a todos los demás: a su madre, a su abuela Nieves, a sus tíos Germán y Esti, y también a mí. Deba y el abuelo se apañaban con miradas y encogimientos de hombros, y para nuestra desesperación, él entendía mejor que nadie los matices de las lloreras de mi hija, sus motivos para no ponerse sus botas de lluvia pese a ser totalmente necesario o el significado oculto de los garabatos con los que emborronaba cualquier superficie que encontraba a su paso. Por fin pudimos acceder a la abarrotada sala, aunque nos tuvimos que conformar con las sillas de la penúltima fila. El abuelo sentó a Deba sobre sus piernas y dejó que su biznieta jugase con la boina, algo que acentuaba su parecido físico y la convertía en su pequeño clon. Mientras dejaba que el abuelo se encargase de entretener a mi hija, me abstraje por un momento de mis urgencias laborales y levanté la cabeza: la estrecha sala de paredes de piedra tenía un techo de robustas vigas de madera. Tras la larga mesa donde esperaban tres botellines de agua sin abrir y tres sillas vacías reinaba un tapiz del caballo de Troya de descolorida urdimbre.

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