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Los seguidores del miedo (Las máscaras de porcelana 2) – M. Montenegro

El aire soplaba con fuerza en el exterior de la cárcel de Dark-Light. En la frontera de Canadá y Alaska se erguía un edificio hexagonal; no había nadie en el exterior, pero parecía más una fortaleza militar que una cárcel. En el interior reinaba la oscuridad, más en esa época del año, donde durante seis meses era de noche. Los guardias ni siquiera se dignaban a encender las luces. A diferencia de otras cárceles, esta fue diseñada por un arquitecto americano. No era la típica prisión con barrotes que puede verse hoy en día en las películas, tan solo unas pequeñas ventanillas en las puertas rojizas por las que algunos se atrevían a mirar, pero enseguida se apartaban. En el largo camino que cruzaba la sala, empezó a reinar el eco de las pisadas de los guardias que se dirigían a la celda 0427. Su ocupante las oyó y se dirigió hacia la ventanilla para ver si venían hacia él de verdad. Sus esperanzas aumentaron al cerciorarse de que así era. Se apartó de la puerta y esta se abrió. Los guardias, con malos modos, le dijeron que saliera de allí. Obedeció sonriendo, pero arrastrando sus pesados pies por el suelo hizo un ruido muy molesto, provocando que uno de ellos le diera un codazo en el cogote, y esto le hizo soltar unas risas. Eso llamó la atención de algunos prisioneros que se asomaron a las pequeñas ventanas, mirando con curiosidad y miedo entremezclado en sus ojos. El Albino tenía visita. Así le llamaban todos debido a que tenía un cabello blanco a pesar de ser muy joven; además poseía unos ojos de color rojizo que había despertado escalofríos a más de uno. Tenía un cuerpo muy fortalecido gracias a las rutinas en los gimnasios, y esto hacía estremecer de placer a los homosexuales de Dark-Light. Los guardias arrastraron al preso 0427 por el largo pasillo hacia al fondo. La sala de visitas estaba en el lugar más apartado de la cárcel. Las visitas que se concedían eran muy escasas, ya que esa cárcel tenía la peor calaña viviendo dentro de sus muros, bajo las atentas miradas de más de doscientos guardias y cámaras de seguridad. Más de un huésped había matado a gente importante o había cometido crímenes lo suficientemente graves para estar allí. Era una habitación oscura, sin iluminación, diminuta y cuadricular, donde en el centro se encontraba una mesa redonda y dos sillas. El preso se sentó en una y esperó a que su visita apareciera. Un haz de luz le cegó durante unos segundos hasta que se recuperó. Delante de él estaba una figura que conocía muy bien. Alto, con el pelo largo y bien cuidado, vestido de negro que le hacía parecer más delgado de lo que era, la nariz puntiaguda, una barbilla mal recortada y esos ojos marrones oscuros que en más de un largo tiempo había visto, y que al prisionero 0427 le parecieron hermosos.


Y aún seguía teniéndolos. —Nos volvemos a ver —dijo Nabar Balder—. Veo que te has ejercitado bien, Kian. Kian le sonrió mostrando unos dientes caninos inusualmente afilados. Soltó una risa, la más espectral que Nabar había escuchado. La única visita que recibía Kian, —y con bastante frecuencia— era la del policía que tenía delante: el hombre que le atrapó. Nabar sacó una pequeña caja y de su interior salieron fichas negras. Ocultaban detrás un fondo blanco con números dibujados en puntos negros. —¿Has venido desde tan lejos solo para jugar al dominó conmigo? — preguntó Kian. Nabar no contestó nada y le incitó a que empezaran la partida con un ademán de cabeza. Kian se acomodó delante de él, a su vez que Nabar hacía lo mismo. Mezclaron las fichas, las repartieron y empezaron la partida. Uno tras otro iban formando una figura por cada ficha que les tocaba colocar a la vez que robaban del montón que estaba a un lado e iban colocando. El silencio duró unos treinta y cuatro largos minutos, cuando Nabar decidió romper el hielo. —¿Cómo llevas la condena? —le preguntó. Kian alzó la vista, sus ojos se clavaron en los oscuros de Nabar que esperaba la respuesta. Cuanto antes mejor. Esperó un tiempo para contestar, con la esperanza de provocar impaciencia a su captor. —¿Qué ocurre? —le preguntó Kian, burlón—. ¿Es que me echas de menos? ¿Has tenido sueños excitantes conmigo, cariño? Nabar cogió la ficha 3/6 y la colocó con la cabeza del 6/6, provocando que el eco de un golpe sonase como advertencia a que Kian no continuase por ahí. Este captó el mensaje y decidió responderle, de nueva cuenta. —Es más cómodo de lo que crees. Una vez que te acostumbras, puede ser un acogedor hogar, aunque no hay precisamente buena compañía. La mayoría de hombres son muy feos. Una risa floja y burlona se escapó de su boca provocando que a los dos guardias se les erizara el vello de la nuca, despertando incómodos recuerdos en sus mentes.

Nabar estaba centrado en sus fichas y no se inmutó ante el comentario. Kian colocó una ficha y volvió a dar conversación. —Por cierto, he oído que has atrapado al asesino ese de los políticos. Un caso escalofriante. —Sí —le contestó—. Fue bastante difícil, pero no tanto para mí. —Exacto —dijo Kian—. No fue como el mío. Se clavaron puñales por los ojos. Nabar estaba acercándose a un juego muy peligroso y sabía que podía sufrir una mala consecuencia, tanto él como Kian. —Antes eras un verdadero justiciero, cariño —dijo Kian siseando la voz —, pero mírate…Te has rebajado a ser un barrendero más de la policía. Nabarcito, me has decepcionado. «No sigas. ¡NO SIGAS!» —le decía la mente de Nabar, lo que no podía decir por la boca. —Eres un auténtico juguete roto —siguió Kian—, una estafa. Tal vez, en aquel momento… ¿Debería de haberla hecho gritar más? —¡Dominó! —gritó Nabar golpeando la mesa y haciendo que el eco sonara con más fuerza. Se levantó y agarró por el cuello de la camisa a Kian, encarándolo lo bastante cerca para sentir el aliento de ambos; a la vez, el odio mutuo que se sentían se dibujaba en su rostro hasta convertirse en máscaras. —Siento decepcionarte —dijo Nabar—, pero sí puedo hacer que condenen a asesinos como tú, prefiero ser el barrendero que barre la porquería que nadie ha barrido. ¡Y si te atreves a nombrarla te juro que no dudaré en saltarme mi código! ¿He hablado con claridad? Kian borró el odio de su rostro. Ahora sólo era un hombre cansado de escuchar siempre la misma canción. Suspiró y se acomodó en la silla. —Cristalino. Inspector Balder. Nabar se alejó de él y se dirigió hacia la puerta, pero oyó la voz de su enemigo decir: —Ese discurso de policía de los años 70 no te pega, cariño. Aunque no te guste lo más mínimo, tú y yo somos iguales.

¡Siempre seremos iguales! La risa de ese maníaco empezó a invadir la sala, lo que hizo sentir a Nabar aún más incómodo. Salió dando un portazo.

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