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Los secretos la niebla – Claudia Barzana

La noche había desplegado sus alas sobre la ciudad hasta bañarla de oscuridad y de un silencio que ni siquiera el silbido del viento perturbaba. Las calles se encontraban desiertas. La farola instalada en la esquina abría una brecha de fulgor en medio de la penumbra nocturna. El leve sonido de unos cascos sobre el empedrado no pudo alertar a Thomas y a Victoria sobre lo que, minutos después, sucedería dentro de la casa que habitaban desde que habían arribado de la estancia La Victoria. En esa quietud, lejos de la ciudad de la niebla, donde todo había comenzado, se habían amado sin temor al saber que por fin podían disfrutar de la devoción que se prodigaban. Ambos lo habían logrado. Nunca habían creído que pudiera existir un motivo que los uniera más; sin embargo, el nacimiento de Colin lo había sido. Con apenas unos pocos meses de vida, ese hijo los había conmocionado y llenado de felicidad. Atrás quedaban las dificultades que habían debido sortear para estar juntos. En medio de la algarabía que los embargaba, una de las pesadillas que cada tanto asaltaban a Victoria regresó: La espesa bruma cubría el sendero mientras el ulular de los búhos guiaba mi camino. Una luz mortecina asomaba en medio del grisáceo paisaje. Mis pies eran los que decidían la dirección, lastimados por las espinas que abundaban en el recorrido. Tuve que sortear las ramas que lastimaban mi cuerpo en el afán de ir hasta allí. Al fin llegué hasta el vetusto portón, lo descorrí al tiempo que todo se hacía oscuridad y me faltó el aire en los pulmones al escuchar un sordo sonido. —¡Mamá! ¡Mamá! —Mi amor, despierta. La respiración agitada y el miedo instalado en el cuerpo de Victoria hizo que ambos abandonaran el sueño. Victoria no encontraba consuelo en los brazos de Thomas hasta no tener en el regazo a su bebé. Fueron largos los minutos de espera, y ella no estaba dispuesta a continuar aguardando a que se lo trajera. Thomas se apresuró a entrar a la habitación de su hijo. La ventana estaba entreabierta, y la leve brisa hacía flamear la cortina blanca que la vestía. La cuna estaba vacía, y el peluche que se había transformado en el fiel compañero de Colin había sido arrojado a un costado del cuarto. Un lacerante dolor se instaló en el cuerpo de Thomas, sin poder siquiera pensar qué era lo que había sucedido. Notar la ausencia de su pequeño hijo le cortó la respiración. De inmediato pudo entender que nada de lo vivido había sido una desagradable pesadilla. En medio de la quietud nocturna, un profundo grito emergió de las entrañas del hombre e irrumpió en la calma y el sosiego reinante hasta ese instante en la propiedad.


A partir de ese momento, nada fue igual. Junto a la desesperación que le había invadido el cuerpo, ver el rostro de Victoria, que buscaba al bebé, terminó de desgarrarlo por dentro. No hubo palabras para manifestar semejante dolor. Ambos supieron que las lágrimas deberían esperar y que cada minuto de tiempo que se perdía jugaba en beneficio de quien se había apropiado de Colin. Solo tuvo tiempo de jurarle a Victoria que no regresaría si no era con el hijo de ambos, que daría la vida para que volviera y que no descansaría hasta saber el motivo y el nombre del autor del secuestro, aunque evitó decirle que no tendría piedad contra quien había osado robarle a su hijo. Thomas atravesó el amplio jardín hasta alcanzar el cobertizo, donde se ubicaba una berlina de paseo junto a algunos caballos. Montó el suyo y salió disparado hasta mezclarse en la insondable oscuridad. El lejano eco de unos cascos que resonaban contra el empedrado de una de las calles guio la dirección que él había tomado. La velocidad impresa al caballo le permitió a Thomas vislumbrar a la distancia una sombra que, como él, se movía con gran agilidad. El sendero se abría hacia la zona sur de la ciudad. La costa del riachuelo se recostaba somnolienta, mientras algunos barcos anclados se bamboleaban en las turbias aguas del rio. El joven entornó los ojos, pero no logró ver más allá de la ribera habitada por pajonales, camalotes y juncos que se mecían sobre el agua enlodada. Antes de descender del corcel, tomó el arma que llevaba en la carona, debajo de la silla de montar, y se la colocó en la cintura del pantalón.

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