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Los sauces – Algernon Blackwood

Después de dejar Viena, y mucho antes de llegar a Budapest, el Danubio entra en una región de singular soledad y desolación donde sus aguas se dispersan por todos lados sin que exista un canal central, la región se torna en un pantano por millas y millas, cubierto por un vasto mar de bajos arbustos de sauce. En los grandes mapas, esta región está pintada de un azul pálido, que se torna cada vez más desvaído a medida que abandona los bancos; y sobre todo esto puede verse la palabra Sumpfe: marjales. En época de inundaciones, estos acres de arena, bancos de guijarros e islas tupidas de sauces quedan casi enteramente sumergidos bajo el agua; pero en temporadas normales los arbustos se doblan y crujen al impulso de los vientos, mostrando a la luz del sol sus hojas plateadas en una planicie de belleza desconcertante, eternamente agitada. Los sauces nunca alcanzan la dignidad de árboles, no tienen troncos rígidos, permanecen como humildes arbustos, con copas redondeadas y suaves siluetas, oscilando sobre delgados troncos que responden a la mínima presión del viento, flexibles como la hierba, y tan permanentemente cambiantes que dan la impresión de que la planicie entera está animada y viviente. Porque el viento levanta olas que se alzan y se derraman por toda la planicie, olas de hojas en lugar de olas de agua, verdes elevaciones como en el mar, hasta que las ramas se yerguen y se tuercen, y entonces las olas se tornan de un blanco argentino, mostrando el reverso de las hojas bajo la luz del sol. Feliz de deslizarse fuera del control de las rígidas riberas, el Danubio aquí vagabundea a su voluntad entre intrincadas redes de canales que se intersectan entre las islas por todos lados, con amplias avenidas por las que el agua fluye con un sonido como de aclamación, haciendo remolinos, vórtices de agua y espumantes rápidos; desgarrando los bancos de arena; arrastrando pedazos de la ribera y masas de sauces; y formando innumerablemente nuevas islas que cambian diariamente de tamaño y forma y poseen, en el mejor de los casos, una vida precaria, dado que el tiempo de inundaciones obstruye su existencia. Hablando propiamente, esta fascinante porción de la vida del río comienza cerca de abandonar Pressburg; y nosotros, en nuestra canoa canadiense con tienda gitana y utensilios de cocina a bordo, la alcanzamos en la cresta de una incipiente inundación de mediados de julio. Esa misma mañana, cuando la luz del sol se estaba tornando rojiza antes del amanecer, nos habíamos deslizado rápidamente a través de Viena, aún durmiente, dejándola atrás un par de horas después como un mero parche de humo contra las colinas azules en el horizonte de Wienerwald; habíamos desayunado cerca de Fischeramend bajo un soto de abedules que rugían en el viento; y entonces habíamos bregado a través de la desgarradora corriente más allá de Orth, Hainburg, Petronell (la antigua Carnuntumromana de Marco Aurelio), y proseguido bajo las ceñudas alturas del Thelsen en una estribación de los Cárpatos donde el March se escabulle silenciosamente por la izquierda y se cruza la frontera entre Austria y Hungría. Corriendo a unos 12 kilómetros por hora, el río nos hizo penetrar un buen tramo dentro de Hungría; y las aguas lodosas —signo seguro de inundación— nos hicieron encallar varias veces en bancos de guijarros y atraparon nuestra canoa como si fuera un corcho en múltiples remolinos que aparecían eructando súbitamente, antes de que las torres de Pressburg (Poszony, en húngaro) fueran visibles en el cielo; y entonces la canoa, saltando como un caballo fogoso, voló a gran velocidad bajo las murallas grises, pasó confiadamente por la cadena hundida del ferry Fliegende Bruck, dio una aguda vuelta hacia la izquierda y se precipitó entre la espuma amarilla hacia la soledad de islas, bancos de arena y tierras pantanosas que yacía adelante: la tierra de los sauces. El cambio vino súbitamente, como cuando una serie de imágenes de bioscopio que avanzan por las calles de un pueblo cambian sin previo aviso al paisaje de un lago y un bosque. Penetramos vertiginosamente a la tierra de la desolación, y en menos de media hora ya no había botes ni cobertizos de pesca ni tejados rojos, ni señal alguna de civilización u ocupaciones humanas a la vista. La sensación de alejamiento del mundo humano, el completo aislamiento, la fascinación por ese singular mundo de sauces, vientos y corrientes arrojaron instantáneamente su hechizo sobre ambos. Y comentamos, entre risas, que forzosamente tendríamos que haber presentado alguna especie de pasaporte especial para ser admitidos, y que, de manera un tanto aventurada, habíamos penetrado sin pedir permiso en ese pequeño reino de maravilla y de magia; un reino que estaba reservado para el uso de otros, que a él tenían derecho, lleno de tácitas advertencias contra los intrusos, asequibles para aquellos que tuvieran la imaginación de descubrirlas. Aunque la tarde era aún temprana, los golpes incesantes del tempestuoso viento nos hicieron sentir agotados, y pronto comenzamos a buscar un buen lugar para acampar durante la noche. Pero el carácter desconcertante de las islas hizo difícil el desembarco; la remolineante corriente nos arrastraba hacia la orilla y luego nos barría de nuevo, las ramas de los sauces desgarraban nuestras manos al intentar aferrarnos a ellas para detener la canoa, y arrojamos a la corriente más de un yarda de arena hasta que, al final, fuimos disparados por un potente golpe lateral del viento hacia un remanso del río y logramos encallar la proa en medio de una nube de espuma. Yacimos jadeando y riendo, después de nuestros afanes, sobre la arena templada y amarilla, protegida del viento, bajo el pesado ardor de un sofocante sol; un cielo azul sin nubes sobre nosotros, y una inmensa armada de danzantes y rugientes arbustos de sauce cercándonos por todos lados, brillantes de espuma y aleteando sus millares de pequeñas manos, como si aplaudieran nuestros esfuerzos. —¡Vaya un río! —dijo mi compañero, pensando en todo el camino que habíamos recorrido desde su fuente en la Selva Negra, y en cómo él había estado obligado a bajar y empujar la canoa a través de los vados a principios de junio. —Esto no aguantará más cachondeos el día de hoy, ¿no es cierto? —dijo, arrastrando la canoa un poco más lejos, hacia la seguridad de la arena, y disponiéndose luego a una siesta. Yo me recosté a su lado, feliz y tranquilo ante la efusión de los elementos —agua, viento, arena, y la gran llama del sol— pensando en el largo viaje que aguardaba ante nosotros, y en el gran estrecho allá adelante antes de llegar al Mar Negro, y en cuán afortunado era de tener un amigo tan encantador y entrañable viajando a mi lado: el Sueco.

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