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Los robots del amanecer – Isaac Asimov

Elijah Baley se encontró a la sombra del árbol y murmuró para sí: «Lo sabía. Estoy sudando». Hizo un alto, se enderezó, se enjugó la frente con el dorso de la mano, y luego miró hoscamente el sudor que la cubría. —Odio sudar —dijo en voz alta, como si enunciara una ley cósmica. Y una vez más se sintió irritado con el Universo por hacer que algo esencial fuese tan desagradable. En la Ciudad nadie transpiraba jamás (a menos que lo deseara, por supuesto), ya que la temperatura y la humedad estaban totalmente controladas, y nunca era necesario que el cuerpo produjese más calor del que eliminaba. Eso era la civilización. Miró hacia el campo, donde unos cuantos hombres y mujeres estaban, más o menos, a su cargo. En su mayoría eran jóvenes, pero también había algunas personas de mediana edad, como él mismo. Araban la tierra con manifiesta torpeza, y desempeñaban toda una serie de labores que los robots estaban preparados para hacer… y harían con mucha más eficiencia si no les hubiesen ordenado que permanecieran al margen y esperasen mientras los seres humanos se ejercitaban obstinadamente. Algunas nubes surcaban el cielo y en aquel momento el sol se ocultó tras una de ellas. Baley alzó la mirada con incertidumbre. Por una parte, eso significaba que el calor directo del sol (y el sudor) disminuirían. Por otra, ¿sería una señal de que iba a llover? Eso era lo malo del Exterior. Había que enfrentarse continuamente a alternativas desagradables. Baley siempre se extrañaba de que una nube relativamente pequeña pudiese cubrir el sol en su totalidad, oscureciendo la Tierra de un horizonte a otro, aunque la mayor parte del cielo estuviese despejado. Permaneció bajo el frondoso dosel del árbol (una especie de pared y techo primitivos que en aquellas circunstancias resultaban muy consoladores), y miró de nuevo hacia el grupo, examinándolo. Iban allí una vez por semana, hiciese el tiempo que hiciera. Habían iniciado el experimento con un puñado de intrépidos colaboradores, pero su número se acrecentaba día a día. El gobierno de la Ciudad, si bien no respaldaba abiertamente el proyecto, se mostraba lo bastante benévolo como para no poner obstáculos. Recortándose sobre el horizonte que se extendía a su derecha —hacia el este, a juzgar por la posición del sol vespertino—, Baley vio las numerosas cúpulas de la Ciudad, que encerraban todo aquello por lo que valía la pena vivir. También divisó un punto que se movía, pero estaba demasiado lejos para distinguirlo con claridad. Por su modo de moverse, y por detalles demasiado sutiles como para describirlos, Baley tuvo la certeza de que era un robot, pero eso no le sorprendió. La superficie terrestre fuera de las Ciudades constituía el dominio de los robots, no de los seres humanos… a excepción de aquellos pocos, como él mismo, que soñaban con las estrellas. Automáticamente sus ojos se volvieron de nuevo hacia los idealistas bañados en sudor, y fueron de uno a otro.


Podía identificar y designar por su nombre a cada uno de ellos. Todos trabajando, todos aprendiendo a soportar el Exterior, y… Frunció el ceño y masculló en voz baja: —¿Dónde se habrá metido Bentley? Y otra voz, que sonó a sus espaldas con una exuberancia algo jadeante, dijo: —Estoy aquí, papá. Baley giró en redondo. —No hagas eso, Ben. —¿Que no haga qué? —Acercarte a mí de ese modo. Ya me cuesta bastante mantener el equilibrio en el Exterior sin tener que preocuparme también por las sorpresas. —No pretendía sorprenderte. Es difícil hacer ruido cuando andas sobre la hierba, y no he podido evitarlo… Pero ¿no te parece que deberías regresar, papá? Ya hace dos horas que estás afuera y es más que suficiente. —¿Por qué? ¿Porque tengo cuarenta y cinco años y tú eres un mocoso de diecinueve? Crees que debes cuidar de tu decrépito padre, ¿verdad? Ben contestó: —Supongo que así es. Eres un gran detective; has hecho una excelente labor de deducción. Sonrió ampliamente. Tenía la cara redonda y los ojos chispeantes. Se parecía mucho a Jessie, pensó Baley; sí, se parecía mucho a su madre. No tenía nada de la cara alargada y solemne del propio Baley. Y no obstante, Ben había heredado el carácter de su padre. A veces se sumía en una solemne gravedad que no dejaba lugar a dudas sobre la legitimidad de su origen. —Estoy perfectamente —declaró Baley. —Te creo, papá. Eres el mejor de todos nosotros, considerando…

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