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Los propios dioses (trad fact. ideas) – Isaac Asimov

No hay manera! —dijo Lamont con brusquedad—. No consigo ningún resultado. —Tenía un aspecto ensimismado que encajaba a la perfección con sus ojos hundidos y la ligera asimetría de su larga barbilla. Tenía ese aspecto ensimismado incluso en la mejor de las situaciones, y aquella no era la mejor de las situaciones. Su segunda entrevista formal con Hallam había resultado un fracaso aún mayor que la primera. —No te pongas melodramático —dijo Myron Bronowski con serenidad—. Según me dijiste, no esperabas conseguirlo. —Se dedicaba a lanzar cacahuetes al aire y a atraparlos con esa boca de labios gruesos según iban cayendo. No fallaba nunca. No era ni muy alto ni muy delgado. —Eso no mejora las cosas. Sin embargo, tienes razón: no importa. Hay otras cosas que puedo hacer, cosas que tengo toda la intención de hacer y, además, dependo de ti. Si tan solo pudieras descubrir… —No sigas, Pete. Ya he escuchado todo eso antes. Lo único que tengo que hacer es descifrar la forma de pensamiento de una inteligencia no humana. —Una inteligencia sobrehumana. Esas criaturas del parauniverso están tratando de hacerse entender. —Tal vez —comentó Bronowski con un suspiro—, pero están tratando de hacerlo a través de mi inteligencia que, en ocasiones, considero por encima de la humana, pero no mucho. Algunas veces, en la oscuridad de la noche, me quedo despierto tumbado pensando si es posible que inteligencias distintas puedan llegar a comunicarse; o, si he tenido un día especialmente malo, si la expresión «inteligencias distintas» tiene algún sentido. —Lo tiene —dijo Lamont con ferocidad; era evidente que estaba apretando los puños dentro de los bolsillos de su bata de laboratorio—. Se refiere a Hallam y a mí. Se refiere a ese héroe de pacotilla, al doctor Frederick Hallam y a mí. Somos inteligencias distintas porque, cuando hablo, él no me comprende. Su cara de idiota se pone más y más roja, se le salen los ojos de las órbitas y se cierran sus conductos auditivos.


Diría que su mente deja de funcionar, pero carezco de pruebas que demuestren que existe algún otro estado que pudiese paralizar su funcionamiento. Bronowski murmuró: —Vaya forma de hablar del Padre de la Bomba de Electrones… —Exacto. El famoso Padre de la Bomba de Electrones. Un nacimiento bastardo, si he visto alguno. Su contribución fue de escasa cuantía. Créeme, lo sé. —Yo también lo sé. Me lo has dicho a menudo. —Bronowski lanzó otro cacahuete al aire. No falló. Nota del autor: La historia comienza con la sección 6. No es un error. Tengo mis propias y sutiles razones. De modo que, limítense a leer y, al menos esa es mi esperanza, disfruten. 1 Treinta años antes, Frederick Hallam era un radioquímico que acababa de publicar su tesis doctoral y que no daba ninguna muestra en absoluto de llegar a ser un fuera de serie. Lo que comenzó la revolución a nivel mundial fue la polvorienta botella de reactivo con la etiqueta de «Metal de wolframio» que había encima de su escritorio. No era suya; jamás la había utilizado. Era el legado de un día remoto en el que un antiguo ocupante de la oficina había necesitado wolframio por algún motivo que se había perdido en el olvido mucho tiempo atrás. En realidad, ya ni siquiera era wolframio. No eran más que pequeños gránulos de algo que en ese momento tenía una gruesa capa de óxido, gris y llena de polvo. Inútil para cualquiera. Y, un día, Hallam entró en el laboratorio (bueno, el 3 de octubre de 2070, para ser exactos), se puso a trabajar, se detuvo poco antes de las diez de la mañana, contempló con expresión trasfigurada la botella y la cogió. Estaba tan polvorienta como de costumbre y la etiqueta seguía igual de borrosa, pero él exclamó: —¡Maldita sea! ¿Quién coño ha estado enredando con esto? Al menos, eso fue lo que dijo Denison, que fue quien escuchó el comentario y quien se lo contó a Lamont una generación más tarde. La versión oficial del descubrimiento, según consta en los libros, omite la fraseología empleada. Al leerla, uno se imagina a un químico de ojos vivaces que se da cuenta del cambio y que, al instante, saca importantes conclusiones.

No fue así. Hallam no quería para nada el wolframio; para él no tenía ningún valor y que lo hubiesen tocado no podía importarle menos. No obstante, odiaba cualquier intromisión en su escritorio (como tantos otros) y sospechaba que otros albergaban el deseo de llevar a cabo dicha intromisión por pura malicia. En aquel momento, nadie admitió saber nada del asunto. Benjamin Allan Denison, quien escuchó el comentario inicial, tenía su oficina justo al otro lado del pasillo, y ambas puertas estaban abiertas. Levantó la vista y se encontró con la mirada acusatoria de Hallam. Hallam no le caía especialmente bien (a nadie le caía especialmente bien) y había dormido mal la noche anterior. Se sintió, tal y como recordó más tarde, bastante contento de tener a alguien con quien descargar su malhumor, y Hallam era el candidato perfecto. Cuando este le colocó la botella delante de la cara, Denison se apartó con obvio desagrado. —¿Por qué coño iba a interesarme su wolframio? —inquirió—. ¿Por qué iba a interesarle a nadie? Si le echa un vistazo a la botella, se dará cuenta de que no se ha abierto en veinte años; y si no le hubiera puesto sus asquerosas garras encima, habría notado que nadie la ha tocado. Hallam fue sonrojándose lentamente a causa de la furia. A continuación, dijo de forma ahogada: —Escuche, Denison, alguien ha cambiado su contenido. Esto no es wolframio. Denison se permitió un pequeño, pero inconfundible, resoplido de desdén. —¿Y cómo lo sabe usted? Es a partir de cosas semejantes, a partir de insultos insignificantes y puyas sin sentido, como se escribe la Historia.

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