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Los primeros cristianos – Cesar Vidal

Hace un cuarto de siglo, mes arriba, mes abajo, yo era un joven orientalista sumergido en la redacción de su tesis doctoral en Historia bajo la dirección de Pilar Fernández Uriel. Trataba yo con ella de indagar en las razones de la ruptura entre el judaismo y el cristianismo, un hecho que había marcado con sangre y lágrimas la Historia universal y que, en apariencia, debía haber resultado totalmente absurdo en la medida en que Jesús había sido un judío que se había presentado como el mesías esperado por Israel durante siglos. Sostenía yo en aquel entonces que las creencias religiosas y, en general, las manifestaciones espirituales —contra lo que pensaban los añosos y rancios marxistas que habían ido copando la enseñanza en la universidad española— habían tenido una importancia esencial en la Historia de la Humanidad y, lo que era más importante, que, lejos de estar eclipsándose su influencia, ésta, presumiblemente, iba a ir en aumento en las décadas siguientes. Basta leer el periódico del día para percatarse de que aquellos añosos y rancios docentes se equivocaban de plano y yo acertaba más de lo que me hubiera gustado o incluso hubiera resultado prudente para permanecer en la universidad, especialmente cuando la institución llevaba años desarrollando una endogamia perezosa intelectualmente, sectaria ideológicamente y corrupta selectivamente. No en vano, España no cuenta con una sola universidad que se encuentre entre las ciento cincuenta primeras del mundo. Sin embargo, nada de aquello me importaba porque estaba yo tan convencido de la veracidad de mi planteamiento que tanto mis primeros estudios históricos como mi primera obra de ficción estuvieron relacionados con ese tipo de tema. En buena medida, ese enfoque ha marcado toda mi obra del último cuarto de siglo, incluidos aquellos estudios que parecían alejados de este tema. Citaré algunos ejemplos para ilustrar lo que digo. La revolución rusa, por ejemplo, no me interesaba como objeto de investigación porque pudiera leer sus fuentes en lengua original y esa circunstancia me colocara muy por delante de no pocos docentes universitarios en España. Provocaba mi interés, en realidad, porque había sido el punto de partida del primer estado totalitario de la Historia, un estado que además de crear, por vez primera, una red de campos de concentración —el terrible GULAG— y una maquinaria destinada a crear el «terror de masas» se había impuesto como finalidad acabar con la religión por razones «científicas» sometiendo a los creyentes a una persecución implacable y extraordinariamente cruenta. El Holocausto también atrajo mi interés como objeto de estudio porque había sido un intento de exterminio total llevado a cabo por una ideología nacionalista y socialista – pero también anticristiana y neopagana – contra la primera cultura que había difundido el monoteísmo, la judía. Incluso la guerra civil española llamó mi atención no por su importancia, ciertamente muy relativa en el plano internacional, sino porque en su seno se había desencadenado una de las peores persecuciones religiosas de todos los tiempos y los que la habían llevado a cabo defendían la necesidad de extirpar los sentimientos religiosos del corazón de los españoles. De manera semejante y paralela, los alzados en julio de 1936 apelaron a la legitimación que les otorgaba un catolicismo no sólo militante sino también agresivo. Ni los nacionalsocialistas alemanes ni los comunistas soviéticos ni los miembros del Frente Popular español ni los rebeldes de julio de 1936 habían dado poca importancia a la religión. A decir verdad, le habían concedido la suficiente como para intentar arrancarla con todos los medios a su alcance o para convertirla en el eje de un levantamiento y un régimen posterior. No deja de ser significativo que personajes tan distintos y a la vez tan geniales como Joseph Roth y Boris Pasternak, ambos judíos convertidos al cristianismo, captaran que el socialismo soviético y el nacionalsocialismo alemán no eran sino dos cabezas de la misma bestia y que la única forma de defensa frente a ambas formas de barbarie era la unión de judíos y cristianos. Se mire como se mire, la verdad es que el denominado ateísmo científico recibió un golpe de muerte con la caída del Muro de Berlín; que los antiguos agentes del KGB rinden honores a los patriarcas de la iglesia ortodoxa rusa; que las iglesias evangélicas han seguido creciendo espectacularmente en Hispanoamérica hasta el punto de acercarse al momento en que se convertirán en la religión mayoritaria en algunas de sus naciones; que el Islam ha ido oponiéndose a Occidente de manera cada vez más terrible y que éste mantiene tropas en distintos lugares del globo precisamente en un intento, hasta la fecha infructuoso, de vencer a un terrorismo de signo islámico. Desde luego, si alguien piensa que la religión ha dejado de tener importancia es porque se limita a mirarse el ombligo y ha llegado a la conclusión de que en tan minúsculo lugar se halla el centro del mundo. Así lo veía yo hace más de veinte años y lo sigo viendo ahora, pero regresemos a aquellos primeros momentos. El resultado de mi trabajo de investigación fue una tesis doctoral que recibió la máxima calificación académica por unanimidad por parte de un tribunal que presidía José María Blázquez, decano de historiadores españoles de la Antigüedad. Por añadidura, fue objeto del Premio extraordinario de fin de carrera, premio que monopolizaba desde tiempo inmemorial el departamento de Historia contemporánea de aquella universidad, pero cuyo monopolio quebró, para satisfacción de no pocos, mi tesis doctoral. En el curso de los siguientes años, seguí trabajando en distintas obras dedicadas al estudio de la Historia del mundo del espíritu. Junto a textos de síntesis y conjunto como la Enciclopedia de las religiones o el Diccionario de las tres religiones monoteístas, se fueron editando obras relacionadas con la cultura judía que intentaban, a título de ejemplo y sin pretender ser exhaustivos, compendiarla,[1] que se centraban en aspectos concretos como el Holocausto[2] o que intentaban acercar su pensamiento religioso al gran público.[3] En paralelo, me acercaba novelísticamente a la andadura histórica del pueblo judío tomando como punto de referencia personajes históricos como Maimónides[4] y Gabirol[5] o legendarios como el judío errante.[6] Algo semejante ha sucedido con los inicios del cristianismo como puede desprenderse de mis obras sobre los orígenes de los Evangelios,[7] su contenido,[8] la relación con fenómenos de la época como los sectarios de Qumrán,[9] la figura de Judas[10] o la vida de Pablo de Tarso.


[11] Por supuesto, también he abordado esos temas desde una óptica de ficción tanto al referirme a los orígenes del Evangelio de Marcos[12] como a la investigación de Lucas para redactar su Evangelio.[13] Finalmente, he abordado otras religiones en obras como España frente al Islam o Buda. En buen número de casos, se trató de libros que saltaron a la lista de bestsellers desde el día de su aparición lo que indica hasta qué punto el gran público está interesado en esta temática y no rehuye las obras especializadas… si son legibles, claro está. Toda esa fecunda trayectoria se había iniciado con aquella tesis dedicada a los primeros cristianos y a su separación del pueblo de Israel al que pertenecían. Aquella tesis fue publicada en forma resumida en 1991 con el título de De Pentecostés a Jamnia, pero no tardó en agotarse, en no reeditarse y en quedar descatalogada. Ahora, década y meia después, se publica de nuevo con el título mucho más apropiado de Los primeros cristianos. La obra pretende examinar tres aspectos muy concretos relacionados con los primeros cristianos, aquellos que procedían del pueblo de Israel y que habían visto al mesías en Jesús. El primero es un examen de las fuentes históricas que nos permiten reconstruir los orígenes del cristianismo. La tesis era muy original al incluir no sólo un examen de las fuentes rabínicas —no realizado hasta entonces por un autor español— sino también de las arqueológicas que examiné in situ en Israel y que habían merecido nula atención en España y escasa en otras naciones. El segundo constituía una reconstrucción a partir de las fuentes de la Historia de ese judeo-cristianismo desde la crucifixión de Jesús hasta su expulsión del pueblo de Israel. Una vez más, la obra no contaba con paralelos en el ámbito académico español y muy pocos en el extranjero. Finalmente, el texto analizaba la composición social y el pensamiento de los judeo-cristianos, aspectos ambos tampoco examinados en España con anterioridad y sólo sectorialmente en la bibliografía extranjera. La obra concluía con sendos apéndices sobre los Hechos de los apóstoles como fuente histórica o el significado del término «minim». Leída a casi un cuarto de siglo de distancia de trabajo continuo, debo decir que las tesis contenidas en aquella obra me parecen igual de indiscutibles. Mi opinión sólo ha cambiado en algunos aspectos puntuales como la interpretación de figuras del Apocalipsis como Babilonia la Grande o la existencia de Q, que entonces me parecía segura —llegué a dedicarle una monografía—y ahora veo sólo como una hipótesis posible. En la presente edición he corregido esos aspectos, he incorporado los avances realizados durante estos años y he restaurado el texto original que se resumió considerablemente en la primera. Me consta de sobra que ésta es una obra densa, compacta, rezumante de documentación. Por eso me atrevo a recomendar a los lectores que se acercan a ella que seleccionen los capítulos que más llaman su atención y procedan a su lectura sin respetar ningún orden concreto. Pueden así, por ejemplo, saltar los capítulos dedicados a las fuentes y centrarse en los de carácter histórico o ideológico, para abordar, finalmente, los apéndices. Sin duda, esa lectura resultará para la mayoría mucho más provechosa y fácil de seguir. Llego al final de este prólogo. Ha pasado un cuarto de siglo como si nada y desearía contar al menos con otros tantos para seguir profundizando en los fenómenos del espíritu que tanto peso han tenido, tienen y tendrán en el desarrollo de la Historia, a la par que van marchitándose y desapareciendo las visiones ideológicas que los niegan. No es raro. De todos es sabido que Nerón creyó acabar con los cristianos, pero, siglos después, llamamos Nerón a nuestro perro y reservamos los nombres de Pedro y Pablo para nuestros hijos. Pero dejémonos ya de prolegómenos.

El jalón con el que comenzó mi tarea de décadas los está esperando. Miami, 2015. PARTE I INTRODUCCIÓN Los orígenes del cristianismo constituyen, sin lugar a dudas, un tema de investigación histórica en situación de perpetua actualidad prácticamente desde el siglo II. Ya en esa fecha nos encontramos con informaciones transmitidas por historiadores clásicos que manifestaban su interés por la forma en que este movimiento se había originado en un lejano lugar del Imperio. Incluso prescindiendo de sus prolongaciones posteriores, el fenómeno tiene una enorme relevancia por cuanto las situaciones históricas paralelas son, cuando menos, limitadísimas. Como bien señalaba F. F. Bruce en una obra ya clásica sobre el tema,[14] la aparición en los últimos años de dominio británico en la India de un autoproclamado «campeón del Islam» llamado Haji Mirza Ali Jan, Fakir de Ipi, sólo vino acompañada de alguna nota esporádica en la prensa, ligada a la mención de sus intentos por acabar con la «pax britannica» en la zona. Cuando murió en abril de 1960, su muerte fue anunciada brevemente en algún medio de comunicación,[15] para que el personaje cayera poco después en el olvido. Dado que Judea estaba situada en la periferia del Imperio —posiblemente más que la India en relación con Gran Bretaña— la comparación sugerida por F. F. Bruce no deja de ser adecuada y más cuando tenemos en cuenta la perdurabilidad de los movimientos que arrancaron de otros pretendientes mesiánicos judíos, como fue el caso de Bar Kojba o de Shabattai Zevi.

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