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Los Piratas de los Asteroides – Isaac Asimov

El sistema solar ha sido colonizado por la Tierra, unificada bajo el gobierno del Consejo de Ciencias. En el enjambre de asteroides que orbitan entre Marte y Júpiter,

como antaño en los archipiélagos del Caribe, se ocultan los feroces corsarios del espacio, que han sustituido el velero por la astronave y el trabuco por el rayo desintegrador.

Pero, tras sus correrías y pillajes, se esconde una amenaza mucho mayor, un terrible misterio que Lucky Starr, joven agente especial del Consejo de las Ciencias, deberá desentrañar.


¡Quince minutos para la hora cero!
El Atlas aguardaba el instante de la partida. Las limpias y bruñidas líneas de la nave espacial relucían en la poderosa luz artificial que llenaba el cielo nocturno de la Luna. Su proa apuntaba hacia arriba, hacia el firmamento.

La rodeaba el vacío; la superficie rocosa y muerta del suelo lunar se extendía por debajo. El número de su tripulación era cero: no había ningún ser viviente a bordo.
El doctor Héctor Conway, Consejero Jefe de Ciencias, preguntó:

—¿Qué hora es, Gus?
Las oficinas del Consejo en la Luna no le resultaban cómodas. De hallarse en la Tierra, desde su despacho, en el piso más alto de esa masa de piedra y acero llamada Torre de la Ciencia, le sería posible contemplar, a través de la ventana, las luces de Ciudad Internacional.

Aquí, en la Luna, los decoradores se habían esmerado. Las oficinas tenían ventanas tapiadas con brillantes dibujos que representaban escenas terrestres.

Estaban pintadas con colores naturales y juegos de luces internas las iluminaban con mayor o menor intensidad a lo largo del día para simular la mañana, el mediodía o la noche. Aun durante las horas de descanso, una pálida luminosidad, un brillo azul oscuro las cubría.

Con todo, para un hombre de la Tierra, como Conway, no bastaba. Sabía muy bien que tras los cristales de las ventanas sólo hallaría miniaturas pintadas y que, por detrás de ellas, se hallaría con otra habitación o bien con la sólida roca lunar.

El doctor Augustus Henree, el interlocutor de Conway, miró su reloj. Mientras chupaba su pipa, le respondió:
—Quince minutos aún. No tiene sentido que te preocupes. El Atlas está en perfectas condiciones. Yo mismo lo he inspeccionado ayer.

—Lo sé. —El cabello de Conway era blanco puro y junto al doctor Henree, delgado y de cara afilada, parecía mayor, aunque ambos tenían la misma edad—. Es Lucky el que me preocupa.
—¿Lucky?

—Sí.


He cogido el hábito, creo. —Conway sonrió con timidez—. Hablo de David Starr. En estos días he oído que todos le llaman Lucky. ¿No te has enterado?
—Lucky Starr, ¿eh? El nombre le sienta. ¿Pero qué ocurre con él? Esta idea es suya, después de todo.

—Exacto. Es el tipo de idea que él suele tener. Creo que la próxima será atacar el consulado de Sirio en la Luna.
—Ojalá lo haga.
—No bromees. A veces pienso que tú lo apoyas en su idea de que todo debe hacerlo como tarea de un solo individuo. Por esto he venido a la Luna; quiero vigilarlo de cerca a él y no a la nave espacial.

—Si a eso has venido, Héctor, no estás atendiendo la tarea.
—Oh, vaya, no puedo estar tras él todo el tiempo, como una gallina clueca. Pero Bigman está con él; le he dicho al hombrecito que lo despellejaría vivo si Lucky se decide a invadir el Consulado de Sirio solo.
Henree se echó a reír.

—Te digo que lo hará —gruñó Conway—. Y lo que es peor es que logrará lo que se proponga, por supuesto.
—Excelente, entonces.
—¡Sólo falta que tú lo alientes y alguna vez se arriesgará demasiado, y ya sabes lo valioso que es para perderlo!

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