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Los Pequenos Hombres Libres – Terry Pratchett

Unas cosas empiezan antes que otras. Aunque era un chaparrón de verano, daba la impresión de que ni él se había dado cuenta, porque caía con toda la fuerza de una tormenta de invierno. La señorita Perspicacia Lento aprovechaba el escaso cobijo que le ofrecía un seto mellado para sentarse a explorar el universo. No notaba la lluvia, porque las brujas se secan muy deprisa. La exploración del universo la realizaba con un par de ramas atadas con cuerda, una piedra con un agujero, un huevo, una de las medias de la señorita Lento (que también tenía un agujero), un alfiler, un trozo de papel y un lápiz diminuto de tanto usarlo. Por el contrario que los magos, las brujas aprenden a apañárselas con muy poco. Había atado y retorcido los artículos entre sí para fabricar un… aparato, que se movía de una forma muy curiosa cuando lo empujaba. Uno de los palos parecía atravesar el huevo, por ejemplo, y salir por el otro lado sin dejar marca. —Sí —dijo en voz baja, con la lluvia chorreándole por el borde del sombrero—. Ahí está, sin duda se trata de una ondulación en las paredes del mundo. Muy preocupante, probablemente haya otro mundo entrando en contacto. Eso nunca es bueno. Debería pasarme por allí, pero… según mi codo izquierdo, ya tienen a una bruja… —Entonces, ella lo arreglará —repuso una vocecita, por el momento misteriosa, que provenía de algún lugar cerca de sus pies. —No, no puede ser correcto, aquello es tierra de caliza. Las buenas brujas no crecen en la caliza, esa cosa apenas es más dura que la arcilla. Las brujas tienen que crecer en roca dura, te lo aseguro. —La señorita Lento sacudió la cabeza, haciendo volar las gotitas de lluvia—. Pero mis codos suelen ser bastante fiables. [1] —¿Por qué seguimos hablando del tema? Vayamos a comprobarlo —sugirió la voz—. Aquí no nos va muy bien, ¿no? Estaba en lo cierto: las tierras bajas no se portaban bien con las brujas. La señorita Lento sacaba algunos peniques gracias a sus escasos conocimientos de medicina y a la lectura de la mala fortuna, [2] y dormía en graneros casi todas las noches. En dos ocasiones habían acabado tirándola a un estanque. —No puedo entrometerme sin más en el territorio de otra bruja. Eso no funciona nunca. Sin embargo… —hizo una pausa—, las brujas no salen de la nada.


Vamos a echar un vistazo. Se sacó un platito resquebrajado del bolsillo y lo metió en el agua de lluvia que se había acumulado en el sombrero. Después cogió una botella de tinta que llevaba en otro bolsillo y vertió la suficiente para que el agua se volviese negra. Tras protegerla de la lluvia con las manos, escuchó a sus ojos. Tiffany Dolorido estaba tumbada boca abajo junto al río, haciéndole cosquillas a las truchas; le gustaba hacerlas reír y ver las burbujas que formaban en el agua. Un poquito más allá, donde el río se convertía en una playa de guijarros, su hermano, Wentworth, estaba pegando golpes con un palo, y, seguramente, pegándose toda la suciedad posible. Cualquier cosa que se le pegaba a Wentworth lo ponía pegajoso. Incluso si lo lavabas, lo secabas y lo dejabas en medio de un suelo limpio durante cinco minutos, el niño se ponía pegajoso. La pringue no parecía tener un origen definido, simplemente estaba allí. En cualquier caso, era fácil cuidar del crío, siempre que consiguieras que no se comiese ninguna rana. Una pequeña parte del cerebro de Tiffany no estaba muy segura de que le gustase llamarse así. Tenía nueve años, y le daba la impresión de que iba a ser muy difícil hacerle honor a su nombre. Además, la semana anterior había decidido que quería ser bruja de mayor, y estaba convencida de que Tiffany no era el nombre apropiado; la gente se reiría de ella. Otra parte más grande del cerebro de Tiffany estaba pensando en la palabra bisbiseo. Era una palabra en la que no se piensa mucho; la rumió una y otra vez, sin dejar de acariciar a la trucha por debajo de la barbilla. Bisbiseo… Según el diccionario de su abuela, significaba: «Un sonido que se produce al hablar en voz muy baja, como cuando se susurra o murmura». A la chica le gustaba el sabor de la palabra, la hacía pensar en gente misteriosa vestida con largas capas susurrando secretos importantes detrás de una puerta: bisbiseosbisbiseosbisbiseos… Se había leído el diccionario de cabo a rabo, porque nadie le había dicho que no hacía falta. Mientras pensaba en aquellas cosas, se dio cuenta de que la trucha feliz se había ido y que, en su lugar, otra cosa flotaba en el agua a escasos centímetros de su cara. Era una cesta redonda, más pequeña que media corteza de coco, cubierta de algo que tapaba los agujeros y le permitía flotar. Un hombrecillo de sólo quince centímetros de altura estaba de pie en ella; tenía una melena de pelo rojo desordenado en la que había trenzado algunas plumas, cuentas y trocitos de tela; la barba también era roja y presentaba tan mal estado como el pelo; el resto de su persona estaba lleno de tatuajes azules, salvo por la zona que se cubría con una falda escocesa diminuta. En aquel momento agitaba el puño para llamar su atención, gritando: —¡Porrrcrrristo! ¡Sal d’ahí, tonta enana! ¡Cuidado con la caboza verrrde! —Dicho lo cual, tiró de un trozo de cuerda que colgaba del lateral del bote y un segundo hombre de pelo rojo salió a la superficie, respirando con dificultad—. ¡Malmomento parrra pescarrr! —exclamó el primero—. ¡Que viene la caboza verrrde! —¡Porrrcrrristo! —repuso el nadador, chorreando agua—. ¡Salgamos porrrpiés! Sin más, cogió un remo muy pequeño, y, con rápidos movimientos adelante y atrás, se alejaron a toda prisa en la cesta. —¡Perdonad! —gritó Tiffany—.

¿Sois hadas? No hubo respuesta, porque la barquita redonda había desaparecido entre los juncos. «Seguramente no», concluyó la niña. Entonces oyó un bisbiseo, y sintió una satisfacción algo malsana. No había viento, y, sin embargo, las hojas de los alisos que estaban junto al río empezaron a sacudirse y temblar, igual que los juncos, que no se inclinaban, sino que sólo se estremecían. Todo se estremecía, como si algo hubiese cogido el mundo y lo estuviese sacudiendo. El aire crepitaba, la gente susurraba tras las puertas cerradas… El agua empezó a burbujear, justo al lado de la ribera, donde no había mucha profundidad (a Tiffany le habría llegado hasta las rodillas), pero, de repente, estaba más oscura y verde, y, de algún modo, parecía mucho más profunda… La niña retrocedió un par de pasos, un instante antes de que unos largos brazos delgaduchos salieran de un salto del agua y arañasen como locos el sitio que acababa de abandonar. Durante un segundo vio una cara delgada con dientes largos y afilados, unos ojos redondos realmente enormes, y un pelo verde empapado con aspecto de alga; después, la cosa se sumergió de nuevo en las profundidades. Cuando el agua se cerró sobre su cabeza, Tiffany ya corría por la orilla hacia la playita en la que Wentworth hacía pasteles de rana. Cogió al niño en volandas en el preciso instante en que un reguero de burbujas se movía en el agua hacia él. El agua hirvió de nuevo, la criatura de pelo verde salió de un salto y los largos brazos arañaron el lodo; después chilló y se dejó caer otra vez en el agua. —¡Quero hacer popó! —gritó Wentworth. Su hermana no le hizo caso, porque observaba el río con expresión pensativa. «No estoy asustada —pensó—. Qué raro, debería estar asustada, pero sólo estoy enfadada. Es decir, puedo sentir el susto, como si fuese una bola al rojo vivo, pero el enfado no deja que salga…» —¡Quero, quero, quero, quero hacer popó! —chilló Wentworth. —Pues vamos —respondió Tiffany, distraída. Las ondas del agua todavía lamían la orilla. No tenía sentido contarle a nadie lo que había pasado; si estaban de buen humor, dirían: «¡Qué imaginación tiene esta niña!»; y si no, sería: «¡No te inventes más cuentos!». Seguía muy enfadada: ¿cómo se atrevía aquel monstruo a presentarse en el río? Sobre todo un monstruo tan… tan… ¡ridículo! ¿Quién se creía que era? Bien, aquí está Tiffany, de camino a casa. Empezaremos por las botas: son unas botas grandes y pesadas, reparadas muchas veces por su padre, ya que habían pertenecido a varias hermanas antes que a ella; tenía que ponerse unos cuantos pares de calcetines para que no se le saliesen. Son bien grandes. La niña a veces siente que su única misión en la vida es servir de transporte para las botas. Después está el vestido: ha sido propiedad de muchas hermanas antes de llegar hasta ella, y su madre le ha metido, sacado y remetido por todas partes tantas veces que, en realidad, tendrían que haberlo metido en la basura para sacarlo de allí. Sin embargo, a Tiffany le gusta. Le cubre hasta los tobillos y, aunque resulta difícil saber de qué color era en un principio, en estos momentos luce un tono azul lechoso que, por cierto, es igual al de las mariposas que revolotean por el camino.

También tenemos la cara de Tiffany, que es de color rosa claro, con ojos castaños y pelo castaño, nada especial. Cualquiera que la observe (desde un platito de agua negra, por ejemplo) podría pensar que su cabeza parece ligeramente grande para el resto de su cuerpo, pero quizá todavía le quede tiempo para alcanzarla. Si avanzamos más y un poco más, hasta que el camino se convierte en línea, y Tiffany y su hermano no son más que dos puntitos, podemos ver su hogar… Lo llaman la Caliza, lomas verdes bajo el cálido sol del verano. Desde aquí arriba, los rebaños de ovejas se mueven lentamente sobre la corta hierba como nubes en un cielo verde, y los perros ovejeros corren de un lado a otro, como cometas.

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