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Los muertos no saben nadar – Ana Lena Rivera

Estimado lector: Las dos novelas anteriores de Ana Lena Rivera, Lo que callan los muertos y Un asesino en tu sombra, tuvieron muy buena acogida, por lo que estamos muy contentos de poder presentarte Los muertos no saben nadar. En esta tercera entrega volvemos a encontrarnos con la investigadora de fraudes Gracia San Sebastián, que ahora trabaja para la policía. La novela arranca en Gijón, en la playa de San Lorenzo, cuando a mediados del mes de diciembre un niño encuentra el brazo amputado de un hombre. A partir de ese hallazgo, todo es vertiginoso: la extremidad amputada pertenece al director financiero de una empresa de inversiones que en esos momentos está siendo investigada por Gracia San Sebastián. La entidad, sospechosa de ser la tapadera de estafas a gran escala, es originaria de Rumanía y posee ramificaciones por toda Europa, sobre todo en los países del este con un sector inmobiliario emergente, como Moldavia o Bulgaria. Además, tiene conexión directa con un asesor fiscal de Gijón y su familia, que llevan un tren de vida muy por encima de sus posibilidades y tienen más de un secreto que ocultar. Te reencontrarás con la protagonista, Gracia, que está intentando dejar atrás el pasado para empezar una nueva relación de pareja. Mientras, su exmarido continúa velando por sus propios intereses, y su madre, Adela, sigue haciendo de las suyas. Una mafia rumana que opera con absoluta falta de escrúpulos, la ciudad de Oviedo en plena preparación de las fiestas navideñas y el comisario Miralles con su desesperada lucha contra el sobrepeso, son los ingredientes de una novela que no defraudará a ningún lector. ¿A qué esperas para empezar a leerla? Estoy segura de que te encantará. La editora A los que viven la vida en presente porque no saben si habrá un mañana Sábado, 7 de diciembre de 2019. 10:00. Playa de San Lorenzo. Gijón —¡MIRA, PAPÁ! MIRA lo que he encontrado. —¿Qué es eso, Isma? —preguntó el hombre extrañado al ver a su hijo acercarse con lo que parecía la mano de un maniquí viejo y sucio. El horror que sintió cuando el pequeño le entregó su recién encontrado tesoro le persiguió durante varios días. Los momentos siguientes se fijaron de manera caótica en su memoria: cómo arrojó el brazo putrefacto de una patada lejos de su hijo, los ojos llorosos de este ante la reacción de su padre, la confusa llamada a emergencias, la carrera desenfrenada y torpe por la arena con el niño en brazos, la cara de los agentes cuando les explicó que había dejado un brazo humano en la playa, el traslado a comisaría para tomarles declaración después de examinar el brazo y de permitirles recoger su pelota abandonada. A Ismael, en cambio, la visita a la comisaría con todos aquellos policías alrededor le compensó con creces la pérdida de su hallazgo. Los agentes se interesaban en su historia, tuvo que repetirla varias veces, hasta le dieron gominolas y un batido de chocolate. Su padre le permitió tomárselo todo y le prometió llevarle esa tarde a darle la carta a Papá Noel. Fue uno de los días más geniales de su vida. —Entonces —quiso confirmar el agente de policía con el pequeño Ismael—, ¿no encontraste el brazo en la orilla? —No, estaba escondido en mi agujero del muro. Siempre dejo allí las conchas que cojo. —¿Cuándo fue la última vez que dejaste conchas en tu agujero del muro? —El último domingo que estuve con papá. Si hace bueno bajamos a jugar al fútbol a la playa.


—¿Y eso cuándo fue exactamente? —preguntó el policía mirando al adulto. —Hace dos semanas —respondió Julio, el padre de Ismael—. Mi mujer y yo estamos divorciados, paso con Isma un fin de semana de cada dos. Si no llueve y hay marea baja nos gusta jugar al fútbol en la arena. Ismael tiene la ilusión de que le fiche el Real Madrid, ¿sabe usted? Está en la escuela de fútbol del Sporting. —¿Dónde estaba usted cuando su hijo encontró el brazo? —Le estaba esperando en la zona húmeda. Si la arena está seca no se puede jugar bien. Isma fue a revisar el agujero del muro. Le gusta recoger conchas y meterlas dentro. Siempre que bajamos, comprueba si todavía están allí. A veces las encuentra y otras no. Después de hacerles algunas preguntas de rutina y tomarles los datos los dejaron ir, no sin antes dar las gracias a Ismael y nombrarle miembro honorífico de la policía de Gijón en una ceremonia improvisada que hizo las delicias del niño. «Espero que esto no me cueste un disgusto con mi ex», pensó Julio cuando iban para casa. Todavía sentía el estómago un poco revuelto. 1 Sábado, 7 de diciembre de 2019. 21:00 MARIO MENÉNDEZ TAPIA, jefe de policía del Principado, encendió un puro sentado en el sillón orejero de su salón y miró a los turistas que caminaban por la calle, en pleno casco histórico de Oviedo, en busca de un restaurante para cenar. Menéndez fumaba de tanto en tanto, resto de un hábito que intentó asumir como propio cuando los hombres muy hombres fumaban, y más si eran tipos duros como los policías. De aquella no llegó a conseguir que el tabaco le enganchara del todo. En cambio, cuando llegó el momento en el que las fotos de pulmones podridos por la nicotina sustituyeron a las del vaquero de Marlboro, el hábito no arraigado se negó a abandonarle. El cerebro humano, como la vida, era caprichoso. Mario era un hombre de principios, satisfecho con su trabajo, a pesar de los treinta años que llevaba dedicado al Cuerpo de Policía, y firme creyente de que la labor policial era vital para la sociedad. Policías, médicos y profesores eran, en su opinión, los pilares básicos de la humanidad, los que conseguían que la sociedad siguiera funcionando y que el mundo fuera cada día mejor. Con semejante visión de la vida y de su profesión, recuperaba en los integrantes del cuerpo la ilusión infantil que los había llevado a ser policías. Sin familia directa, y sin más aficiones que cantar en el Coro Vetusta, con el que incluso había grabado un disco, dedicaba muchas horas al trabajo y exigía lo mismo a sus equipos.

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