debeleer.com >>> chapter1.us
La dirección de nuestro sitio web ha cambiado. A pesar de los problemas que estamos viviendo, estamos aquí para ti. Puedes ser un socio en nuestra lucha apoyándonos.
Donar Ahora | Paypal


Como Puedo Descargar Libros Gratis Pdf?


Los Mejores Cuentos de Terror – AA. VV.

Los relatos de esta antología constituyen una suerte de «historia alternativa» de la literatura en lengua inglesa del período 1830-1930. Durante esos años, en que predominaron diversas formas y variedades del realismo, el género de terror proporcionó a muchos escritores —tanto a los que se dedicaron casi exclusivamente a él como a los que lo practicaron sólo esporádicamente— la manera de explorar problemas que no podían ser abordados de modo directo sin causar escándalo: las relaciones entre sexos, las relaciones entre razas y las relaciones entre clases sociales. Al mismo tiempo, el género permitió reintroducir en el mundo un poco del misterio que la ciencia le había quitado. Más allá de su importancia histórica o crítica, sin embargo, ahora seguimos leyendo los cuentos de terror de dicho período por el puro placer que nos dan.


 

PERMÍTASEME, por el momento, llamarme William Wilson. La blanca página que ahora está ante mí no debe ser manchada por mi verdadero nombre. Ha sido ya éste con exceso objeto de desprecio y de horror, de abominación para mi estirpe. ¿No han divulgado su incomparable infamia los indignos vientos por las más distantes regiones del globo? ¡Oh, el más abandonado proscrito de todos los proscritos!, ¿no has muerto por siempre para la tierra, para sus honores, para sus flores, para sus doradas aspiraciones? ¿Y no está suspendida eternamente una nube densa, lúgubre e ilimitada entre tus esperanzas y el cielo? No quisiera, aunque pudiese, sepultar hoy en día aquí una lista de mis últimos años de inefable miseria y de imperdonable crimen. Esta época —estos últimos años— ha adquirido una repentina magnitud en vileza, cuyo solo origen es mi actual intención determinar. Los hombres, por lo general, caen en la vileza por grados. De mí se desprendió toda virtud de un golpe, como una capa, en un instante. De una maldad relativamente vulgar he pasado, con la zancada de un gigante, a unas enormidades may ores que las de un Heliogábalo. Sean indulgentes conmigo mientras relato qué azar, qué suceso único originó esta acción perversa. Se acerca la Muerte, y la sombra que la precede ha proyectado una influencia calmante sobre mi espíritu. Aspiro, al pasar por el sombrío valle, a la simpatía —iba casi a decir a la piedad— de mis semejantes. Quisiera gustoso hacerles creer que he sido, en cierto modo, el esclavo de las circunstancias que superan toda intervención humana. Desearía que descubriesen fuera de mí, en los detalles que voy a darles, algún pequeño oasis de fatalidad en un desierto de error. Quisiera que concediesen —lo cual ellos no pueden abstenerse de conceder — que, a pesar de que antes de ahora han existido grandes tentaciones, jamás el hombre ha sido tentado así, cuando menos, y en verdad, nunca ha caído así. ¿Y por eso no ha sufrido así nunca? ¿No he vivido realmente en un sueño? ¿Y no fenezco ahora víctima del horror y del misterio de las más extrañas visiones sublunares? Soy descendiente de una raza que se ha distinguido en todo tiempo por un temperamento imaginativo y fácilmente excitable, y en mi primera infancia demostré que había heredado de lleno el carácter familiar. Cuando aumenté en edad, ese carácter se desarrolló con más fuerza; llegó a ser, por muchas razones, motivo de seria inquietud para mis amigos, y un perjuicio positivo para mí mismo. Crecí voluntarioso, entregado a los más salvajes caprichos, y fui presa de las pasiones más irrefrenables. Propensos a la debilidad, y abrumados por defectos constitucionales análogos a los míos propios, poco pudieron hacer mis padres para refrenar las perversas inclinaciones que me distinguían. Fracasaron por completo algunos débiles y mal dirigidos esfuerzos por su parte, y, como es lógico, constituyeron un triunfo total por la mía. Desde entonces era mi voz ley en el hogar, y a una edad en que pocos niños han dejado sus andadores, fui abandonado a mi propio gobierno y llegué a ser, excepto de nombre, el dueño de mis actos. Mis primeros recuerdos de la vida escolar van unidos a una amplia y extravagante casa de estilo isabelino en un brumoso pueblo de Inglaterra, donde había numerosos árboles gigantescos y retorcidos, y cuyas casas todas eran sumamente vetustas.


A fe mía, era un lugar semejante a un sueño, apaciguador del espíritu, aquella vieja y venerable ciudad. En este instante mismo siento con la imaginación el estremecimiento refrescante de sus umbrías avenidas, respiro la fragancia de sus mil arboledas y me sobrecoge de nuevo con indefinible deleite la nota profunda y baja de la campana de la iglesia, rompiendo a cada hora con su tañido lento y repentino la quietud de la atmósfera oscura en que se sumía y se amodorraba la calada aguja gótica. Hallo quizá tanto placer como me es posible experimentar ahora viviendo esos minuciosos minutos de la escuela y sus inquietudes. Sumido en el infortunio como estoy —infortunio, ¡ay!, demasiado real—, se me perdonará que busque un alivio, aunque ligero y pasajero, en la futilidad de esos pocos y extravagantes detalles. Por otra parte, aun siendo éstos de todo punto triviales, y hasta ridículos en sí mismos, adquieren en mi mente una importancia circunstancial, por ir unidos a una época y un lugar en los que reconozco las primeras advertencias del Destino, que desde entonces me han envuelto por completo con su sombra. Dejadme, pues, que recuerde. La casa, como he dicho, era vieja e irregular; los terrenos circundantes, amplios, y un alto y sólido muro de ladrillos, rematado con una capa de mortero y de vidrios rotos, la cercaban por completo. Esta muralla carcelaria formaba el límite de nuestra posesión; no veíamos el otro lado más que tres veces por semana —una vez cada sábado por la tarde, cuando, acompañados por dos profesores de estudios, nos permitían dar cortos paseos en fila por algunos de los campos vecinos—, y dos veces los domingos, cuando íbamos formados de la misma manera a los oficios matutinos y vespertinos en la única iglesia del pueblo. El director de nuestra escuela era el pastor de aquella iglesia. ¡Con qué profundo espíritu de admiración y de perplejidad acostumbraba yo a mirarle desde nuestro alejado banco en el coro, cuando subía él, con paso solemne y lento, al púlpito! Aquel hombre venerable, de cara tan modestamente bondadosa, con unas vestiduras tan lustrosas y tan clericalmente ondeantes, con una peluca tan minuciosamente empolvada, tan rígido y alto, ¿podía ser el mismo que, momentos atrás, con cara agria y ropas manchadas de tabaco, hacía cumplir, palmeta en mano, las leyes draconianas de la escuela? ¡Oh gigantesca paradoja, demasiado monstruosa para tener solución! En una esquina del macizo muro se abría, torva, una puerta más sólida aún. Estaba claveteada y reforzada con cerrojos de hierro, y rematada por un borde dentado, también de hierro. ¡Qué impresiones de profundo terror inspiraba! No la abrían nunca, excepto para las tres periódicas salidas y entradas que he mencionado y a; entonces, en cada rechinamiento de sus potentes goznes, encontrábamos una plenitud de misterios, un mundo de temas para observaciones solemnes o para meditaciones más solemnes aún. El extenso recinto era de forma irregular, con varias divisiones. De éstas, tres o cuatro de las may ores constituían el patio de recreo. Estaba alisado y cubierto de una fina y dura grava. Recuerdo bien que no había en él ni árboles ni bancos, ni nada parecido. Naturalmente, estaba situado en la parte posterior de la casa. Ante la fachada se extendía un pequeño parterre plantado de bojes y otros arbustos; pero, en realidad, sólo cruzábamos aquella sagrada división en raras ocasiones, tales como la primera llegada a la escuela o la salida definitiva, o quizá cuando un pariente o un amigo nos había hecho llamar o cuando corríamos muy alegres hacia nuestra casa en Navidades, o para las vacaciones de verano. Pero la casa, ¡qué carácter tan arcaico tenía! Para mí era un verdadero palacio encantado. No acababan nunca sus recovecos y sus incomprensibles subdivisiones. Era difícil, en cualquier momento, decir con certeza en cuál de sus dos pisos se encontraba uno. De una habitación a otra se tenía la seguridad de hallar tres o cuatro escalones que subir o que bajar. Luego las ramas laterales resultaban innumerables —inconcebibles—, y daban vueltas de tal modo sobre sí mismas, que nuestras ideas más exactas respecto a la casa entera no eran muy diferentes de aquellas con que considerábamos el infinito. Durante los cinco años de mi estancia allí, no fui nunca capaz de determinar con precisión en qué remota localidad se enclavaba el pequeño dormitorio que me estaba asignado con otros dieciocho o veinte colegiales. La sala de estudios era la más grande de la casa, y no puedo dejar de creer que del mundo.

Era muy larga, estrecha y lúgubremente baja, con unas puntiagudas ventanas góticas y un techo de roble. En un lejano ángulo que inspiraba terror había un recinto cuadrado de ocho o diez pies, el sanctum « durante las horas de estudio» de nuestro subdirector el reverendo doctor Bransby. Era una sólida construcción, con una puerta maciza; antes que abrirla en ausencia del dómine, hubiéramos todos preferido perecer por la peine forte et dure. En otros dos ángulos había otras dos casillas, menos respetadas, en suma, pero que causaban también un gran terror. Una era la tribuna del profesor de « humanidades» , otra la del profesor de inglés y matemáticas. Esparcidos aquí y allá por la sala, cruzándose y volviendo a cruzarse con una infinita irregularidad, había incontables bancos y pupitres, negros, antiguos, deteriorados por el tiempo, atestados a más no poder de numerosos y manchados libros, y asimismo adornados con iniciales, nombres enteros, figuras grotescas y otras labores de cortaplumas, que habían perdido del todo la escasa forma original que les pudo corresponder en días ya antiguos. A un extremo de la sala había un enorme cubo lleno de agua, y en el otro, un reloj de estupendas dimensiones. Rodeado por los macizos muros de aquella venerable escuela, pasé sin tedio o repulsión, empero, los años del tercer lustro de mi vida. El cerebro fecundo de la infancia no requiere un mundo exterior de incidentes con que ocuparse o divertirse, y la monotonía en apariencia triste de una escuela estaba henchida de la más intensa excitación que mi juventud en sazón ha obtenido de la lujuria, o mi plena virilidad del crimen. A pesar de todo, debo creer que mi primer desarrollo intelectual fue, en conjunto, poco corriente e incluso muy outré. En general, los acontecimientos de la primera infancia dejan rara vez sobre la humanidad, en la madurez, una impresión definida. Todo es sombra gris —débil e irregular recuerdo—, un confuso embrollo de débiles placeres y de penas fantasmagóricas. En mí no ocurre así. Tengo que haber sentido en mi infancia con la energía de un hombre cuanto encuentro ahora grabado en mi memoria con líneas tan vivas como los exergos de las medallas cartaginesas. Aun así, en realidad —en la realidad según la entiende el mundo—, ¡qué pequeño era allí el recuerdo! El despertar por la mañana, la orden de acostarse por la noche, el estudio, la lección dicha en clase, las semivacaciones periódicas, las visitas de inspección; el patio de recreo con sus riñas, sus pasatiempos, sus intrigas; todo esto, por un hechizo ya olvidado largo tiempo, contenía un desborde de sensaciones, un universo de emociones variadas, y de las más apasionantes y removedoras excitaciones. Oh, le bon temps, que ce siécle de fer! En verdad, el ardor, el entusiasmo y la impetuosidad de mi carácter hicieron pronto de mí un tipo señalado entre mis condiscípulos, y lentamente, pero por gradaciones naturales, me dieron un ascendiente sobre todos los que no eran may ores que yo en edad; sobre todos, con una sola excepción. Esta excepción era un colegial, que sin parentesco alguno conmigo, llevaba el mismo nombre de pila y el mismo apellido que yo; circunstancia, en fin, poco notable, pues no obstante una noble ascendencia, el mío era uno de esos apellidos vulgares que parecen haber sido, por derecho de prescripción y desde tiempo inmemorial, propiedad común de la multitud. En este relato me he llamado a mí mismo por eso William Wilson, un nombre ficticio que no es muy diferente del auténtico. Sólo mi homónimo, entre los que en la fraseología escolar componían « nuestra pandilla» , se atrevía a competir conmigo en los estudios de clase o en los deportes y riñas del recreo, a negar una absoluta credulidad a mis afirmaciones o una sumisión a mi voluntad, y bien mirado, a impedir mi arbitraria dictadura en todo lo que fuese. Si hay en la tierra un despotismo omnímodo, es el despotismo de un niño de genio dominante sobre los espíritus menos enérgicos de sus compañeros. La rebeldía de Wilson era para mí causa de suma perturbación, tanto más cuanto que, a pesar de la fanfarronería que me creía en el deber de demostrarle, sentía y o que en el fondo le temía, y no podía dejar de pensar en la igualdad que él mantenía tan fácilmente conmigo sino como en una prueba de su auténtica superioridad, pues me costaba un perpetuo esfuerzo no ser dominado. Sin embargo, esta superioridad —o más bien esta igualdad— sólo era reconocida por mí; nuestros condiscípulos, por una inexplicable ceguera, no parecían sospecharla siquiera. Realmente, su rivalidad, su resistencia, y en especial su impertinente y tenaz intervención en mis propósitos, no se habían traslucido más que en privado. Él parecía desprovisto, además, de la ambición que me impulsaba, de la apasionada energía por medio de la cual era yo capaz de sobresalir. En esta rivalidad se hubiera podido suponer que le movía tan sólo un deseo caprichoso de ponerme obstáculos, de sorprenderme, de mortificarme, aunque algunas veces no podía y o dejar de notar, con un sentimiento compuesto de asombro, humillación y resentimiento, que él mezclaba a sus ofensas, a sus insultos, a sus contradicciones, cierta inadecuada y de fijo mal acogida afectuosidad de maneras.

Yo únicamente podía concebir esta conducta singular como debida a una consumada suficiencia que asumía un aire de amparo y protección. Acaso era este último rasgo en la conducta de Wilson, unido a la identidad de nuestro nombre y a la simple coincidencia de haber ingresado juntos en la escuela el mismo día, lo que puso en circulación entre las clases más adelantadas de la escuela la noticia de que éramos hermanos. De costumbre, los alumnos de estas clases no se enteran con mucha exactitud de las cuestiones relacionadas con los de las clases elementales. He dicho antes, o debería haberlo dicho, que Wilson no estaba ni el grado más remoto unido a mí por vínculos familiares. De haber sido hermanos, sin embargo, seguramente hubiéramos sido gemelos: después de haber salido de casa del doctor Bransby, supe, por casualidad, que mi homónimo había nacido el 19 de enero de 1813, lo cual supone una notable similitud, y a que ese día es precisamente el de mi nacimiento. Puede parecer extraño que, a pesar de la continua ansiedad que me causaba la rivalidad de Wilson y su intolerable espíritu de contradicción, no sintiese por él un odio cabal. Teníamos, con toda seguridad, casi a diario una disputa en la cual, otorgándome condescendiente la palma de la victoria, se esforzaba por hacerme notar que era él quien la había merecido; pero un sentimiento de orgullo por mi parte y una verdadera dignidad por la suya nos mantenía siempre en eso que se llaman « relaciones correctas» . A despecho de éstas, había en nuestros temperamentos muchos puntos para congeniar a fondo, los cuales hubiesen despertado en mí un sentimiento que sólo nuestra situación tal vez impedía madurar en amistad. Es difícil, en resumidas cuentas, definir o incluso describir mis sentimientos verdaderos con respecto a él. Formaban una abigarrada y heterogénea mezcla de cierta petulante animosidad que no era lo que se dice odio, de cierta estimación, de bastante respeto y mucho temor, con un mundo de inquieta curiosidad. Importa añadir para el moralista, por otra parte, que Wilson y y o éramos los más inseparables de los compañeros. Fue, sin duda, el estado anómalo de las relaciones que existían entre nosotros lo que hizo que todos mis ataques contra él (y eran muchos, francos o encubiertos) tomasen el camino de la burla o de la ironía (que mortifica si cobra el aspecto de la simple chacota) antes que el de una hostilidad más seria y determinada. Pero no lograban mis esfuerzos al respecto un éxito uniforme, ni siquiera cuando estaban mis planes más ingeniosamente combinados, pues mi homónimo tenía en su carácter mucho de esa austeridad llena de reserva y calma que, incluso cuando disfruta con la mordedura de las burlas, no enseña nunca el talón de Aquiles y se niega en absoluto a reírse de ellas. No podía yo encontrar en él más que un solo punto vulnerable, que estribaba en un detalle físico que, como resultado quizá de una enfermedad constitucional, evitaría cualquier antagonista menos encarnizado en sus fines que yo mismo: mi rival padecía una debilidad en los órganos de la garganta o guturales que le impedían elevar nunca la voz por encima de un murmullo muy bajo. No dejaba y o de sacar de este defecto el mísero provecho que estaba a mi alcance. Las represalias de Wilson eran de más de una especie, y empleaba una forma de broma que me turbaba más allá de todo límite. Es una cuestión que no he podido nunca resolver cómo su sagacidad descubrió en un principio que una cosa tan mínima podía molestarme; pero, una vez que lo descubrió, puso en ejecución aquella molestia. Siempre sentí aversión por mi inelegante patronímico y por mi apellido tan vulgar, si no plebey o. Esas sílabas eran un veneno para mis oídos, y cuando el día mismo de mi llegada se presentó en la escuela un segundo William Wilson, lo odié por llevar aquel apelativo, y me molestó doblemente el nombre porque lo llevaba un extraño, un extraño que sería causa de que lo oy ese y o pronunciar con repetición, que estaría de continuo en mi presencia, y cuy os actos, en la rutina ordinaria de las cosas de la escuela, serían inevitablemente, a causa de tan detestable coincidencia, confundidos a menudo con los míos. El sentimiento de vejación así engendrado se hizo más fuerte con cada circunstancia que tendía a mostrar la similitud moral o física entre mi rival y yo. No había y o descubierto aún el hecho notable de que fuéramos de la misma edad; pero vi que éramos de la misma talla y noté que teníamos un singular parecido en el contorno general y en nuestros rasgos. Me exasperaba también el rumor referente a nuestro parentesco, al que prestaban crédito en las clases superiores. En una palabra, nada podía molestarme más (aunque ocultase y o escrupulosamente tal molestia) que cualquier alusión a una similitud de espíritu, persona o nacimiento existente entre nosotros. Por cierto que no tenía y o razón para creer que esa similitud (a excepción de la cuestión del parentesco, y en el caso del propio Wilson) hubiera sido nunca tema de comentarios u observada siquiera por nuestros condiscípulos. Era evidente que él la observaba en todos sus aspectos, y con tanta atención como y o; pero el hecho de que hubiese podido descubrir en semejante circunstancia una mina tan rica de contrariedades, no puede atribuirse, como he dicho antes, más que a su perspicacia nada corriente.

Me daba la réplica con una perfecta imitación de mí mismo en palabras y gestos, y desempeñaba admirablemente su papel. Mi traje era fácil de copiar, y se apropió sin dificultad de mis andares y mi porte general; a pesar de su defecto constitucional, ni siquiera mi voz se le había escapado. No intentaba imitar, por supuesto, mis tonos altos, pero la clave era idéntica, y su murmullo singular se convertía en el verdadero eco de mi propia voz. No intentaré exponer hasta qué extremo me atormentaba este exquisito retrato (pues no puedo llamarlo con exactitud caricatura). No tenía y o más que un consuelo, y era que la imitación, por lo visto, sólo la notaba yo, y por ende no debía sufrir sino las sonrisas extrañamente sarcásticas de mi homónimo. Satisfecho de haber producido en mi pecho el efecto deseado, parecía reírse entre dientes de la picadura que me había infligido y mostrarse en especial desdeñoso del aplauso público que el éxito de sus ingeniosos esfuerzos le hubiera conquistado enseguida. Durante varios meses fue un enigma que no pude resolver cómo en la escuela no adivinaron de veras su intención ni percibieron su manera de llevarla a cabo, ni compartieron su alegría burlona. Quizá no era francamente perceptible la gradación de su copia, o más bien, debía y o mi seguridad al aire de maestría del copista, que despreciando la letra (que es todo lo que los obtusos pueden ver en una pintura), no expresaba más que el espíritu pleno de su original, para mi personal meditación y pena. He hablado y a más de una vez del aire molesto de protección que había él adoptado conmigo, y de su frecuente y oficiosa intervención en mis determinaciones. Esa intervención tomaba a veces el desagradable carácter de consejo, consejo que no me daba abiertamente, sino que sugería, que insinuaba. Lo recibía yo con una repugnancia que adquiría fuerza a medida que aumentábamos en años. Sin embargo, quiero hacerle la simple justicia de reconocer que en esa época lejana no recuerdo una sola ocasión en que las sugerencias de mi rival hay an participado de esos errores o locuras tan corrientes a su edad, desprovista de madurez y experiencia; que su sentido moral, en fin, si no sus aptitudes generales y su sabiduría mundana, eran más agudos que los míos, y que sería hoy en día un hombre mejor, y en consecuencia, más feliz, si no hubiera rechazado tan a menudo los consejos incluidos en aquellos significativos murmullos que me inspiraban entonces un odio tan cordial y un desprecio tan amargo. Por eso llegué a ser a la larga muy rebelde a su odiosa intervención, y aborrecí cada día más lo que y o consideraba intolerable arrogancia suya. He dicho ya que en los primeros años de nuestra convivencia como condiscípulos, mis sentimientos respecto a él hubiesen podido convertirse fácilmente en amistad; pero en los últimos meses de mi estancia en la escuela, aunque la impertinencia de sus maneras habituales hubiera, sin duda, disminuido en cierto modo, mis sentimientos, en una proporción casi semejante, eran sobre todo de positivo odio. En una ocasión él lo percibió, creo yo, y desde entonces me rehuy ó o simuló rehuirme. Hacia aquella misma época, si no recuerdo mal, en un violento altercado que tuvimos, perdió él su acostumbrada cautela hablando y obrando con una franqueza de conducta más bien extrañas a su carácter. Entonces descubrí o me imaginé descubrir en su acento, en su aire, y en su aspecto general, algo que al principio me hizo estremecer y que luego me interesó profundamente, trayendo a mi espíritu visiones oscuras de mi primera infancia, recuerdos extraños, confusos y apiñados de un tiempo en que la propia memoria no había nacido todavía. Como mejor puedo describir la sensación que me oprimió es diciendo que érame difícil desprenderme de la creencia de que había conocido ya al ser que tenía delante en una época muy lejana, en un pasado harto muy remoto. Esta ilusión, empero, se disipó tan de súbito como había surgido, y la menciono sólo para marcar el día de mi última conversación con mi singular homónimo. La enorme y vieja casa, entre sus incontables subdivisiones, tenía varias grandes estancias, que comunicaban unas con otras, donde dormían la may or parte de los estudiantes. Había, además (como debía ocurrir por fuerza en un edificio tan torpemente proy ectado), muchos pequeños recovecos o escondrijos, sobrantes de la construcción, y la ingeniosidad económica del doctor Bransby los había utilizado también como dormitorios, aunque, por ser simples gabinetes, sólo tenían capacidad para un individuo. Uno de esos cuartitos lo ocupaba Wilson. Cierta noche, hacia el final de mi quinto año en la escuela, e inmediatamente después del altercado con Wilson a que he aludido, aprovechando que todo estaba sumido en el sueño, me levanté de mi lecho, y con una lámpara en la mano, me deslicé por un laberinto de estrechos corredores desde mi dormitorio al de mi rival. Había y o maquinado a sus expensas una de aquellas bromas malignas en las que fracasara hasta entonces sin cesar. Tenía el propósito de llevar a cabo mi plan y decidí hacerle sentir toda la maldad de que estaba henchido.

Llegué a su gabinete, entré sin ruido, dejando la lámpara, con una pantalla, en el umbral. Avancé un paso y escuché el ruido de su respiración apacible. En la seguridad de que estaba dormido, volví a la puerta, cogí la lámpara y con ella me acerqué a la cama. Las cortinas estaban corridas alrededor y las separé con suavidad y lentitud para ejecutar mi plan. Cay ó de lleno sobre el durmiente la luz viva, y mis ojos en el mismo momento se fijaron en su cara. Miré, y un entumecimiento, una sensación de hielo penetraron al instante en mi ser. Palpitó mi corazón, vacilaron mis rodillas y todo mi espíritu fue presa de un horror sin causa, pero intolerable. Respirando anhelosamente, bajé la lámpara más cerca aún de su cara. ¿Eran aquellos, aquellos los rasgos de William Wilson? Comprobé que sí lo eran, pero temblé como en un acceso febril, imaginando que no lo eran. ¿Qué había en ellos para confundirme de aquel modo? Le contemplaba con fijeza, mientras se perdía mi cerebro en un caos de pensamientos incoherentes. No se me aparecía así —no, por cierto— en la viveza de sus horas despiertas. ¡El mismo hombre! ¡Los mismos rasgos! ¡La llegada en el mismo día a la escuela! ¡Y luego, su tenaz e insensata imitación de mi paso, de mi voz, de mi traje, de mis maneras! ¿Cabía, pues, en los límites de la posibilidad humana, que lo que veía yo ahora fuese simple resultado de la práctica habitual de aquella sarcástica imitación? Sobrecogido de terror y con un estremecimiento, apagué la lámpara, salí en silencio del cuarto y abandoné luego la vieja escuela para no volver a ella nunca más

.

Declaración Obligatoria: Como sabe, hacemos todo lo posible para compartir un archivo de decenas de miles de libros con usted de forma gratuita. Sin embargo, debido a los recientes aumentos de precios, tenemos dificultades para pagar a nuestros proveedores de servicios y editores. Creemos sinceramente que el mundo será más habitable gracias a quienes leen libros y queremos que este servicio gratuito continúe. Si piensas como nosotros, haz una pequeña donación a la familia "BOOKPDF.ORG". Gracias por adelantado.
Qries

Descargar PDF

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

bookpdf.org | Cuál es mi IP Pública | Free Books PDF | PDF Kitap İndir | Telecharger Livre Gratuit PDF | PDF Kostenlose eBooks | Baixar Livros Grátis em PDF |