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Los Lobos del Águila – Simon Scarrow

Aún en Britania, Cato ve la alegría de su ascenso a centurión empañada por una misión casi imposible: convertir a una tribu de bárbaros, los Lobos, en una unidad de servicio del ejército romano que deberá cubrirle las espaldas en su avance por el interior del país. Los infructuosos intentos por dotarlos de disciplina, pese a la ayuda de Macro, darán pie a divertidas escenas, pero hay poco tiempo para las bromas cuando una trubamulta de salvajes se dispone a atacarles.


 

Los centuriones Macro y Cato son los principales protagonistas de The Eagle and the Wolves. Para que los lectores que no estén familiarizados con las legiones romanas tengan más clara la estructura jerárquica de éstas, he expuesto una guía básica de los rangos que van a encontrar en esta novela. La segunda legión, el « hogar» de Macro y Cato, constaba de unos cinco mil quinientos hombres. La unidad básica era la centuria de ochenta hombres dirigida por un centurión, auxiliado por un optio, segundo al mando. La centuria se dividía en secciones de ocho hombres que compartían un cuarto en los barracones, o una tienda si estaban en campaña. Seis centurias componían una cohorte, y diez cohortes, una legión; la primera cohorte era doble. A cada legión la acompañaba un contingente de caballería de ciento veinte hombres, repartido en cuatro escuadrones, que hacían las funciones de exploradores o mensajeros. En orden descendente, éstos eran los rangos principales: El legado era un hombre de ascendencia aristocrática. Solía tener unos treinta y cinco años y dirigía la legión durante un máximo de cinco años. Su propósito era hacerse un buen nombre a fin de mejorar su posterior carrera política. El prefecto del campamento era un veterano de edad avanzada que había sido centurión jefe de la legión y se encontraba en la cúspide de la carrera militar. Era una persona experta e íntegra, y a él pasaba el mando de la legión en ausencia del legado. Seis tribunos ejercían de oficiales de Estado Mayor. Eran hombres de unos veinte años que servían por primera vez en el ejército para adquirir experiencia en el ámbito administrativo, antes de asumir el cargo de oficial subalterno en la administración civil. El tribuno superior era otra cosa. Provenía de una familia senatorial y estaba destinado a altos cargos políticos y al posible mando de una legión. Sesenta centuriones se encargaban de la disciplina e instrucción que estructuraban la legión. Eran celosamente escogidos por su capacidad de mando y por su buena disposición para luchar hasta la muerte. En consecuencia, el índice de bajas entre éstos superaba con mucho el de otros puestos. El centurión de mayor categoría dirigía la primera centuria de la primera cohorte, y solía ser un soldado respetado y laureado. Los cuatro decuriones de la legión tenían bajo su mando a los escuadrones de caballería y aspiraban a ascender a comandantes de las unidades auxiliares de caballería. A cada centurión le ay udaba un optio, que desempeñaba la función de ordenanza con servicios de mando menores. Los optios aspiraban a ocupar una vacante en el cargo de centurión.


Los legionarios eran hombres que se habían alistado por un período de veinticinco años. En teoría, un voluntario que quisiera alistarse en el ejército tenía que ser ciudadano romano, pero, cada vez más, se reclutaba a habitantes de otras provincias a los que se les otorgaba la ciudadanía romana al unirse a las legiones. Los integrantes de las cohortes auxiliares eran de una categoría inferior a la de los legionarios. Procedían de otras provincias romanas y aportaban al Imperio la caballería, la infantería ligera y otras armas especializadas. Se les concedía la ciudadanía romana una vez cumplidos veinticinco años de servicio o como recompensa por una hazaña destacada en batalla. Capítulo I —¡Alto! —gritó el legado, al tiempo que levantaba el brazo con brusquedad. La escolta montada se detuvo tras él y Vespasiano aguzó el oído para escuchar el sonido que había percibido hacía un momento. El fuerte golpeteo de los cascos sobre el camino lleno de baches de los nativos y a no ahogaba el débil estruendo de los cuernos de guerra britanos proveniente de la dirección en la que se encontraba Calleva, a unos kilómetros de distancia. La ciudad, que estaba en plena expansión, era la capital de los atrebates, una de las pocas tribus aliadas de Roma, y por un momento el legado se preguntó si el comandante enemigo, Carataco, no habría llevado a cabo un audaz ataque en lo profundo de la retaguardia de las fuerzas romanas. Si Calleva estaba siendo atacada… —¡Vamos! Vespasiano hundió el talón de la bota en la ijada de su caballo, se agachó y continuó espoleando a su montura para que subiera la cuesta. La escolta, una docena de sus exploradores de la segunda legión, lo siguió con un retumbo. Su deber sagrado era proteger a su comandante. El camino se inclinaba en diagonal y subía por la ladera de una larga y empinada cresta, tras la cual descendía hacia Calleva. La segunda legión utilizaba dicha ciudad como su depósito de suministros avanzado. Separada del ejército y comandada por el general Aulo Plautio, la Segunda había recibido órdenes de vencer a los durotriges, la última de las tribus del sur que todavía luchaban por Carataco. Sólo con la derrota de los durotriges las líneas de abastecimiento romanas serían lo bastante seguras para que las legiones siguieran avanzando hacia el norte y el oeste. Sin los suministros adecuados, el general Plautio no obtendría ninguna victoria, y la prematura celebración de la conquista de Britania por parte del emperador quedaría como una vana pantomima a ojos del pueblo de Roma. El destino del general Plautio y de sus legiones —y lo que es más, el destino del mismísimo emperador— dependía de las finas arterias que alimentaban a las legiones y que y a no daban más de sí, arterias que podían quedar cortadas en cualquier momento. Las habituales columnas de pesados carros avanzaban lentamente desde el extenso campamento base situado en el estuario del Támesis —el río que serpenteaba a través del corazón de Britania—, donde se descargaban los suministros y el equipo provenientes de la Galia. Durante los diez últimos días, la legión no había recibido provisiones de Calleva. Y Vespasiano había dejado a su ejército asediando uno de los may ores poblados fortificados de los durotriges mientras él regresaba a toda prisa a Calleva para investigar el asunto. A la segunda legión ya le habían reducido las raciones, y algunos pequeños grupos de enemigos se hallaban a la espera en los bosques circundantes, listos para atacar a cualquier grupo de forrajeadores que se atreviera a deambular demasiado alejado del cuerpo principal de la legión. A menos que Vespasiano consiguiera comida para sus hombres, la segunda legión no tardaría en tener que recurrir al depósito de Calleva. Vespasiano podía imaginarse perfectamente la ira con la que el general Plautio recibiría la noticia de semejante contratiempo. El Emperador Claudio había nombrado a Aulo Plautio comandante del ejército romano, y su misión era agregar Britania y sus tribus al Imperio.

A pesar de las victorias de Plautio sobre las tribus bárbaras durante el verano anterior, Carataco había reclutado un nuevo ejército y seguía desafiando a Roma. Había aprendido mucho de la campaña del año anterior, y se negaba a entrar en combate directo contra las legiones romanas. En lugar de eso, destacaba a columnas de hombres para que atacaran las líneas de abastecimiento de la lenta y pesada máquina de guerra romana. Con cada kilómetro que avanzaban el general Plautio y sus legiones, las vitales líneas de abastecimiento se volvían más vulnerables. Así pues, el resultado de la campaña de aquel año dependía de cuál de las dos estrategias triunfara. Si el general Plautio tenía éxito a la hora de obligar a los britanos a enfrentarse con él en el campo de batalla, ganarían las legiones. Si los britanos lograban eludir la batalla y matar de hambre a las legiones, podrían debilitarlas lo suficiente como para obligar al general a emprender una peligrosa retirada de vuelta a la costa. A medida que Vespasiano y su escolta subían al galope hacia la cima de la colina, el toque de los cuernos de guerra se hizo más estridente. Los soldados podían oír ya los gritos de los hombres, el agudo sonido metálico del entrechocar de las armas y el ruido sordo de los golpes asestados a los escudos. La crecida hierba se perfilaba contra el cielo despejado, y Vespasiano pudo por fin contemplar la escena que tenía lugar al otro lado de la cresta. A la izquierda estaba Calleva, una enorme expansión de tejados de paja de unas viviendas pequeñas y miserables en su mayoría, rodeada por un terraplén de tierra y una empalizada. La delgada nube de humo de leña flotaba sobre la ciudad, y un oscuro tajo de tierra revuelta señalaba el camino que conducía desde la alta torre de madera de la entrada hasta el Támesis. En aquel camino, a menos de un kilómetro de distancia de Calleva, tan sólo quedaba un puñado de carros de un convoy de suministros protegidos por una delgada cortina de tropas auxiliares. El enemigo se arremolinaba a su alrededor: pequeños grupos de guerreros con armas pesadas y tropas más ligeras armadas con hondas, arcos y lanzas arrojadizas, mantenían una constante lluvia de proy ectiles contra el convoy de suministros y su escolta. La sangre manaba de los ijares de los bueyes heridos y la caravana iba dejando una estela de cuerpos desperdigados. Vespasiano y sus hombres se detuvieron mientras el legado consideraba por un instante qué hacer. En ese momento, un grupo de durotriges atacaba la retaguardia del convoy lanzándose contra las tropas auxiliares. El comandante del convoy, claramente visible con su capa de color escarlata de pie en el pescante del primer carro, hizo bocina con las manos para bramar una orden y la caravana se detuvo lentamente. Los auxiliares rechazaron a los atacantes con bastante facilidad, pero sus compañeros al frente de la columna constituían ahora un blanco estratégico para el enemigo y, para cuando los carros volvieron a ponerse en marcha, varios miembros más de la escolta del convoy yacían desparramados por el suelo. —¿Dónde está la maldita guarnición? —se quejó uno de los exploradores—. A estas alturas y a tendrían que haber visto el convoy. Vespasiano dirigió la mirada hacia los ordenados trazos del depósito de suministros fortificado, construido a un lado del terraplén de Calleva. Unas diminutas figuras oscuras corrían de un lado a otro entre los barracones, pero no se veían tropas concentrándose. Vespasiano tomó nota de aquella negligencia para abroncar al comandante de la guarnición en cuanto llegaran al campamento. Si es que llegaban, pensó, pues la escaramuza tenía lugar entre su grupo y las puertas de Calleva.

A menos que la guarnición realizara una salida, el convoy no tardaría en irse reduciendo hasta que el enemigo pudiera acabar con él mediante una carga final. Los durotriges, intuy endo que el momento decisivo estaba próximo, iban acercándose poco a poco a los carros, profiriendo sus gritos de guerra y golpeando el borde de los escudos con las armas para avivar el frenesí de la batalla. Vespasiano se arrancó la capa de encima de los hombros. Con una mano agarró las riendas con fuerza, con la otra desenvainó la espada y se volvió hacia sus exploradores: —¡Formad en línea! Los hombres lo miraron sorprendidos. Su legado tenía intención de cargar contra el enemigo, pero eso equivalía al suicidio. —¡Formad en línea, maldita sea! —gritó Vespasiano, y esa vez sus hombres respondieron enseguida, se abrieron en abanico a ambos lados del legado y prepararon sus largas lanzas. En cuanto la línea estuvo en formación, Vespasiano hizo descender su espada. —¡Adelante! La maniobra no tuvo la precisión propia de una plaza de armas. El pequeño grupo de jinetes clavó los talones y espoleó a sus monturas para abatirse sobre el desordenado enemigo. Incluso cuando ya le palpitaban las sienes, Vespasiano se encontró poniendo en duda la sensatez de aquella descabellada carga. Hubiera sido muy fácil ser testigos de la destrucción del convoy y esperar a que el enemigo se alejara triunfante de sus restos antes de dirigirse a Calleva. Pero eso hubiera sido una cobardía y, en cualquier caso, los suministros se necesitaban con urgencia. De manera que apretó los dientes y aferró la espada con la mano derecha dirigiéndose con ímpetu hacia los carros. El sonido de los caballos que se acercaban ladera abajo hizo que algunos rostros se volvieran hacia ellos, de tal modo que el aluvión de proyectiles que caía sobre el convoy mermó. —¡Allí! ¡Allí abajo! —bramó Vespasiano al tiempo que señalaba hacia una inconsistente línea de honderos y arqueros—. ¡Seguidme! Los exploradores se alinearon con su legado y se precipitaron oblicuamente por la pendiente hacia los ligeramente armados durotriges. Ante la llegada de los jinetes, los britanos empezaron a dispersarse, y los rugidos de triunfo murieron en sus labios. Vespasiano vio que el comandante del convoy había aprovechado muy bien la diversión y que los carros volvían a dirigirse con estruendo hacia la seguridad de las fortificaciones de Calleva. Pero el cabecilla de los durotriges tampoco era tonto, y un rápido vistazo le reveló a Vespasiano que la infantería pesada y los carros de guerra ya avanzaban hacia el convoy con intención de atacar antes de que su presa llegara a las puertas. Delante de él, a una corta distancia, unos cuerpos manchados de tintura azul zigzagueaban como locos, tratando desesperadamente de evitar a los jinetes romanos. Vespasiano fijó la mirada en un hondero grandote que llevaba una piel de lobo sobre los hombros y bajó la punta de la espada. En el último momento, el britano se dio cuenta de que el caballo se le venía encima, y lanzó una mirada escrutadora a su alrededor, aterrorizado y con unos ojos como platos. Vespasiano apuntó el golpe a corta distancia del cuello del individuo y preparó el brazo para el impacto, pero el hondero se echó súbitamente al suelo cuan largo era y la hoja no dio en el blanco. —¡Mierda! —exclamó Vespasiano entre apretados dientes. Aquellas condenadas espadas de infantería no servían para nada a caballo, y se maldijo por no llevar una espada larga de caballería como hacían sus exploradores.

Ya tenía frente a él a otro guerrero enemigo. Sólo tuvo tiempo de percatarse del delgado y frágil físico y el pelo blanco de punta antes de que su espada cay era sobre el cuello del hombre con un húmedo crujido. El hombre soltó un gruñido, cay ó hacia delante y desapareció mientras Vespasiano seguía galopando hacia el convoy. Alcanzó a echar un rápido vistazo a sus exploradores y vio que la may oría de ellos se había detenido y estaban atareados clavando las lanzas a cualquier britano que encontraban arrastrándose por el suelo. Era el momento perfecto para cualquier soldado de caballería: el frenesí de la matanza que venía después de romper la línea enemiga. Pero no eran conscientes del peligro de los carros de guerra que en aquel mismo momento avanzaban pesadamente por la cuesta hacia el pequeño grupo de jinetes romanos. —¡Dejadlos! —rugió Vespasiano—. ¡Dejadlos! ¡Id hacia las carretas! ¡Vamos! Los exploradores entraron en razón, cerraron filas y galoparon detrás de Vespasiano mientras éste se dirigía hacia el último carro, situado a no más de unos cien pasos de distancia. Los auxiliares de la retaguardia prorrumpieron en una desigual ovación y agitaron las jabalinas, animándolos a seguir adelante. Los jinetes y a casi habían alcanzado a sus compañeros cuando Vespasiano oy ó un débil zumbido y percibió la oscura forma de una flecha que pasó volando junto a su cabeza. Pero él y sus hombres se encontraban ya entre los carros y detuvieron a sus reventados caballos. —¡Cerrad filas! ¡Cerrad filas en la cola del convoy! Mientras sus hombres formaban con sus caballos detrás del último carro, Vespasiano avanzó al trote hacia el comandante, que seguía de pie en el pescante de su vehículo con los pies separados. En cuanto vio la banda de legado atada alrededor del peto de Vespasiano, el hombre saludó. —Gracias, señor. —¿Quién eres? —preguntó Vespasiano con brusquedad. —Centurión Gio Aurelias, Decimocuarta Cohorte Auxiliar Gala, señor. —Aurelias, sigue avanzando con tus carros. No te detengas por nada. Por nada, ¿lo has entendido? Yo me haré cargo de tus hombres. Tú ocúpate de los carros. —¡Sí, señor! Vespasiano hizo dar la vuelta a su caballo, trotó de vuelta hacia sus hombres e inspiró profundamente antes de gritar sus órdenes. —¡Decimocuarta gala! ¡Formad en línea a mi lado! Vespasiano hizo un amplio movimiento con la espada hacia un lado y los supervivientes de la escolta del convoy se apresuraron a tomar posiciones. Más allá de los exploradores de caballería, los durotriges se habían recuperado del impacto de la carga y en cuanto vieron cuan ínfima era la cantidad de soldados por los que habían sido presa del pánico, ardieron de vergüenza y ansiaron la venganza. Avanzaron en una densa concentración de infantería ligera y pesada, mientras los carros de guerra se dirigían con estruendo hacia el flanco del convoy en un esfuerzo por cortarles el paso a las carretas antes de que pudieran llegar a las puertas, con la clara intención de atrapar a los romanos entre ellos y su infantería, como un torno. Vespasiano se dio cuenta de que no podía hacer nada con los carros de guerra.

Si lograban impedir que el convoy alcanzara las puertas, entonces Aurelias no tendría otro remedio que intentar abrirse camino a la fuerza, confiando en que el impulso en masa de sus buey es echara a un lado a los más ligeros ponis de los durotriges y sus carros de guerra. Lo único que podía hacer Vespasiano era resistir el ataque de la infantería enemiga el mayor tiempo posible. Si alcanzaban los carros estaría todo perdido. El legado echó un último vistazo a la delgada línea que formaban sus hombres y a la grave y resuelta expresión en los rostros de los miembros de la tribu que avanzaban hacia ellos, y enseguida supo que sus tropas no tenían ninguna posibilidad. Tuvo que contenerse para no soltar una amarga carcajada. Haber sobrevivido a todas las sangrientas batallas contra Carataco y sus ejércitos durante el último año sólo para morir allí en aquella miserable y pequeña escaramuza… era demasiado ignominioso. Y aún había muchas cosas que quería conseguir. Maldijo a las parcas y luego al comandante de la guarnición de Calleva. Si aquél cabrón hubiera hecho salir enseguida a sus soldados para que ay udaran al convoy, sin duda habrían tenido alguna posibilidad. Capítulo II —¡No, no entréis aquí! —gritó el centurión Macro—. Es sólo para oficiales. —Lo siento, señor —replicó el camillero situado en el extremo dé la parihuela más próximo a él—. Son órdenes del cirujano jefe. Macro frunció el ceño por un instante y luego volvió a acostarse en la cama, con mucho cuidado de que el lado de la cabeza en el que tenía la herida no tocara la almohada cilíndrica. Habían pasado casi dos meses desde que un druida estuviera a punto de arrancarle la cabellera de un golpe de espada y, aunque la herida había ya cicatrizado, aún le dolía y las atroces jaquecas no habían hecho más que empezar a remitir. Los camilleros entraron en la pequeña celda y dejaron la camilla en el suelo, con cuidado, resoplando por el esfuerzo. —¿Cuál es su historia? —Es un soldado de caballería, señor —respondió el camillero en cuanto se hubo puesto derecho—. Esta mañana su patrulla fue víctima de una emboscada. Los supervivientes empezaron a llegar hace un rato. Previamente Macro había oído el toque de reunión de la guarnición. Volvió a incorporarse. —¿Por qué no nos lo dijeron? El camillero se encogió de hombros. —¿Por qué tendrían que habérselo dicho? Aquí no son más que pacientes, señor. No hay razón para que los molestemos. —¡Eh, Cato! —Macro se volvió hacia la otra cama que había en la celda—.

¡Cato! ¿Has oído eso? Este hombre piensa que no es necesario que a unos lastimosos e insignificantes centuriones como nosotros se nos informe de los últimos acontecimientos… ¿Cato?… ¡Cato! Macro soltó una maldición en voz baja, echó un rápido vistazo a su alrededor, alargó la mano para coger su bastón de vid, se apoyó en la pared junto al catre y entonces, con el extremo de la vara, le dio un fuerte pinchazo a la figura que yacía inmóvil en la otra cama. —¡Vamos, chico! ¡Despierta! El bulto que se arrebujaba debajo de la manta soltó un gemido, luego los pliegues de áspera lana se retiraron y los rizos morenos de Cato salieron de la cálida atmósfera que había debajo. Hacía muy poco que el compañero de Macro había sido ascendido al rango de centurión. Antes había servido como optio de Macro. A sus dieciocho años, Cato era uno de los centuriones más jóvenes de las legiones. Se había ganado la atención de sus superiores por su coraje en batalla y por su ingeniosa manera de llevar a cabo una delicada misión de rescate en lo más profundo del territorio enemigo aquel mismo verano. Fue entonces cuando Macro y él habían resultado gravemente heridos por sus enemigos druidas. El líder de los druidas le había hecho un tajo en las costillas a Cato con una pesada hoz ceremonial que le abrió el costado. Cato había estado a punto de morir a causa de la herida, pero ahora, después de muchas semanas, se estaba recuperando bien y el tejido que cicatrizaba, de un apagado color rojo y que describía una curva en su pecho, le producía cierto orgullo, a pesar de que le doliera una barbaridad cada vez que se veía obligado a tensar los músculos de aquella parte de su cuerpo. Cato abrió los ojos con un parpadeo, pestañeó y se volvió para mirar a Macro. —¿Qué pasa? —Tenemos compañía. —Macro señaló con el pulgar al hombre que había en la camilla—. Al parecer, los muchachos de Carataco han vuelto a encontrar algo en lo que entretenerse. —Andarán tras una columna de suministros —dijo Cato—. Deben de haberse tropezado con la patrulla. —Es el tercer ataque este mes, creo. —Macro miró al camillero, que se afanaba todavía en acondicionar al herido—. ¿No es así? —Sí, señor. La tercera vez. El hospital se está llenando y nos están haciendo trabajar como a esclavos. —Puso un gran énfasis en las últimas palabras y los dos camilleros dieron un paso hacia la puerta—. ¿Le importa si volvemos a nuestras obligaciones, señor? —No tan deprisa. ¿Cuál es la historia completa del convoy? —No lo sé, señor. Yo sólo me ocupo de las bajas. Oí que alguien decía que lo que queda de la escolta sigue aún en el camino, no muy lejos, tratando de salvar los últimos carros.

Una estupidez, si quiere que le diga. Deberían habérselos dejado a los britanos y salvar su propio pellejo. Y ahora, señor, ¿le importa…? —¿Qué? ¡Ah, sí! Venga, largaos. —Gracias, señor. —El camillero esbozó una sonrisa y, empujando al compañero que iba delante de él, salió de la celda y cerró la puerta a sus espaldas. En el mismo instante en que se cerró la puerta, Macro pasó las piernas por el lado de la cama y cogió sus botas. —¿Adónde va, señor? —le preguntó Cato, adormilado. —A la puerta, a ver qué pasa. Vamos, levántate. Tú también vienes. —¿Ah, sí? —Claro que sí. ¿No quieres ver qué está ocurriendo? ¿O es que no has tenido bastante estando encerrado en este maldito hospital durante casi dos meses? Además —añadió Macro mientras empezaba a atarse las correas—, te has pasado la mayor parte del día durmiendo. El aire fresco te sentará bien. El joven puso mala cara. Cato se pasaba la may or parte del día durmiendo porque los ronquidos de su compañero de habitación eran tan fuertes que resultaba casi imposible dormir por la noche. En realidad, estaba hasta las narices del hospital y estaba deseando que llegara el momento de volver al servicio activo. Pero iba a pasar algún tiempo antes de que eso sucediera, pensó Cato con amargura. Sólo había recuperado fuerzas suficientes como para volver a ponerse en pie. Su compañero, a pesar de haber recibido una terrible herida en la cabeza, tenía la suerte de gozar de una constitución más robusta y, salvo por el tremendo dolor de cabeza que sufría de vez en cuando, estaba casi en condiciones para el servicio. Cuando Macro bajó la vista a las correas de las botas, pudo ver una vez más la llamativa cicatriz de color rojo amoratado que se extendía por la parte superior de su cabeza. La herida le había dejado unos nudosos bultos de piel alrededor de los cuales no crecía el cabello. El cirujano había prometido que al final volvería a crecer un poco, lo suficiente como para que no se vieran la mayoría de las cicatrices. —Con la suerte que tengo —había añadido Macro en tono agrio—, eso pasará justo cuando ya empiece a quedarme calvo. Cato sonrió al recordarlo. Entonces se le ocurrió un nuevo razonamiento que podría justificar que tuviera que quedarse en la cama.

—¿Está seguro de que debe salir? ¿Qué pasa con el desmayo que tuvo la última vez que nos sentamos en el patio del hospital? ¿De verdad lo considera prudente, señor? Macro levantó la vista, irritado, sus dedos ataban automáticamente las correas tal como habían hecho casi cada mañana durante la may or parte de dieciséis años. Sacudió la cabeza. —No dejo de repetírtelo, no hace falta que me llames « señor» todo el tiempo, sólo delante de los soldados y en situaciones formales. De ahora en adelante para ti soy « Macro» . ¿Lo has entendido? —Sí, señor —respondió Cato al instante, luego hizo una mueca y se dio una palmada en la frente—. Lo siento. Cuesta un poco adaptarse. Todavía no me he acostumbrado a la idea de ser centurión. Debo de ser el más joven del ejército. —De todo el maldito Imperio, diría yo. Por un momento Macro se arrepintió de haber hecho el comentario y reconoció en sí mismo un deje de resentimiento. Aunque se había alegrado mucho cuando Cato logró su ascenso, pronto dejó a un lado su entusiasmo y de vez en cuando soltaba alguna observación sobre la necesidad de experiencia de un centurión. También ofrecía algunos consejos sobre cómo debía comportarse un centurión. Tenía gracia todo aquello, se censuró Macro, dado que él había sido ascendido a centurión apenas un año y medio antes que Cato. Es cierto que llevaba y a dieciséis años sirviendo con las águilas, y que era un veterano respetado con un historial de comportamiento en general bueno, pero era casi tan nuevo en el rango como su joven amigo. Mientras miraba cómo Macro se ataba las botas, Cato volvió a sentir de nuevo cierta incomodidad por su ascenso. No podía evitar pensar que le había llegado demasiado pronto, y se avergonzaba cuando se comparaba con Macro, un soldado consumado como nunca lo hubo. Cato ya temía el momento en que se hubiera recuperado lo suficiente como para que le otorgaran el mando de su propia centuria. No hacía falta mucha imaginación para prever cómo iban a reaccionar unos hombres de mucha más edad y experiencia ante el hecho de tener al mando a un muchacho de dieciocho años. Sin duda verían las medallas que llevaba en el arnés y sabrían que su centurión era un hombre de cierto valor, y que se había ganado el reconocimiento de Vespasiano. Tal vez se fijaran en las cicatrices que tenía en el brazo izquierdo, otra prueba más del valor de Cato en batalla, pero nada de eso cambiaba el hecho de que acababa de alcanzar la edad adulta, y que era más joven que algunos de los hijos de los soldados que servían en su centuria. Eso debía de doler, y Cato sabía que lo vigilarían de cerca y que de ninguna manera le perdonarían cualquier error que cometiera. Se preguntó, no por primera vez, si habría alguna forma de poder pedir discretamente que lo devolvieran a su anterior rango y volver al cómodo papel de ser el optio de Macro. Macro terminó de atarse las correas, se puso en pie y alargó la mano para coger su capa militar de color escarlata. —¡Venga, Cato! En pie.

Vamos. * * * Fuera de la celda, los pasillos del hospital estaban llenos de camilleros que iban y venían: los heridos seguían llegando. Los cirujanos se abrían camino a empujones entre la multitud, realizaban una rápida evaluación de las heridas y daban las órdenes pertinentes para que los heridos de muerte fueran llevados a la pequeña sala de la parte trasera, donde los acomodarían hasta que la muerte los reclamara. Al resto los apiñaban en cualquier espacio que se pudiera encontrar. Vespasiano continuaba su campaña contra los poblados fortificados de los durotriges y el hospital de Calleva ya estaba lleno, pero todavía no se había completado la construcción de un nuevo edificio. Los constantes asaltos a las líneas de abastecimiento del ejército del general Plautio aún sumaban más pacientes a las instalaciones del hospital, que no daban más de sí, y se acomodaba a los soldados en toscas esteras que bordeaban los pasillos principales. Por suerte la estación era propicia, y gracias al verano los pacientes no sufrirían demasiada incomodidad por la noche. Macro y Cato se dirigieron a la entrada principal. Ataviados únicamente con las túnicas y capas reglamentarias, llevaban los bastones de vid para indicar su rango y otros soldados les cedieron el paso respetuosamente. Macro también llevaba puesto el forro de cuero del casco, en parte para ocultar su herida — estaba cansado de las miradas de asco que recibía de los niños del lugar—, pero principalmente porque la cicatriz le dolía cuando la exponía al aire fresco. Cato llevaba el bastón de vid en la mano derecha y el codo izquierdo levantado para protegerse el costado herido de los golpes que pudieran darle. La entrada del hospital daba a la calle principal del depósito fortificado que Vespasiano había construido en uno de los lados de Calleva. En la entrada había varias carretas ligeras y aún estaban descargando heridos de la última que había llegado. Los lechos de los carros vacíos eran un revoltijo de equipo desechado y oscuras manchas de sangre.

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