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Los lagartos terribles y otros ensayos cie – Isaac Asimov

Me preguntan a veces cómo elijo el tema de mis ensayos científicos. La respuesta es clara y terminante: no lo sé. Mas alguna vez sí que vislumbro una fugitiva visión de los procesos mentales que intervienen, antes de que se disipen y borren para siempre. Así, hace varias semanas encontré en una revista de química unos comentarios respecto al metal galio, que es muy interesante por dos motivos: jugó un papel melodramático en el establecimiento de la tabla periódica y tiene un punto de fusión muy notable. Eso me brindaba la posibilidad de un ensayo sobre el sistema periódico, o bien de uno sobre los puntos de fusión de los metales. Por unos momentos rumié vagamente lo que podría decirse sobre los puntos de fusión. Me pareció que si me ponía a estudiar el del galio tendría que estudiar primero el del mercurio. Y si estudiaba el del mercurio, tendría que mencionar de ese metal algunas otras particularidades, sobre todo el hecho de que era uno de los siete conocidos por los antiguos. Entonces, ¿qué tal si empezase por un ensayo sobre los metales de la antigüedad? Eso es lo que voy a hacer ahora, con el propósito de pasar luego al mercurio y después al galio. Pues así es cómo elijo mis temas, al menos en este caso. Los siete metales conocidos por los antiguos fueron, por orden alfabético: el cobre, estaño, hierro, mercurio, oro, plata y plomo. El descubrimiento de cada uno se pierde en las brumas del pasado, pero es mi firme sospecha que el primero que se descubrió fue el oro. El fue, pues, el metal primero. ¿Por qué no? El oro se presenta a veces en forma de pepitas brillantes. Su reluciente y hermoso color amarillo llamaría poderosamente la atención y en seguida sería utilizado como adorno. Al trabajarlo, el oro destacaría casi inmediatamente como una materia notable, muy distinta de la piedra, la madera y el hueso, que el hombre llevaba labrando miles de siglos. No sólo presentaba un color brillante, sino que pesaba mucho más que cualquier piedra del mismo tamaño. Además, supongamos que se le quería dar a la pepita una forma más simétrica. Para labrar una piedra, había que golpearla cuidadosamente con un cincel de piedra, que desprendía finas lascas pétreas del objeto labrado. El oro no se comportaba de esa manera. El cincel sólo le hacía abolladuras. Al golpearlo con un mazo, aquel metal no se pulverizaba como las piedras; se aplastaba formando láminas muy finas. También se le podía estirar en delgados alambres, cosa bien imposible con las piedras. Irían descubriéndose otros metales -otras materias que tenían brillo, pesaban mucho y eran maleables y dúctiles-; pero ninguno tan bueno como el oro. Ninguno tan bonito ni tan pesado.


Es más, otros metales tendían a perder su brillo, más o menos pronto, al exponerlos largo tiempo al aire; el oro, jamás lo perdía. Y tenía el oro otra propiedad que aumentaba su valor: era raro. También lo eran los demás metales, pero en menor medida. La corteza terrestre es primordialmente rocosa; son rarísimas las pepitas metálicas. Hasta la palabra metal parece proceder de la griega métalh, que significa «buscar», doble tributo a su escasez y a su utilidad. Los químicos modernos han evaluado la composición de la corteza terrestre, en términos de sus elementos constitutivos, incluyendo los siete metales de la antigüedad. La tabla 1 da las cifras de los siete, en gramos de metal por tonelada de corteza, por orden decreciente de concentración. Tabla 1 Metal Concentración (gr./ ton.) Hierro 50 000 Cobre 80 Plomo 15 Estaño 3 Mercurio 0,5 Plata 0,1 Oro 0,005 Como veis, el oro es con mucho el más escaso de los siete metales. Una concentración de 0,005 g por tonelada equivale a una parte en 200 millones. Sin embargo, es considerable la cantidad total de oro existente en toda la corteza. A ese porcentaje corresponde una masa de oro de 155 000 millones de toneladas. También hay oro en el mar, en forma de fragmentos metálicos ultramicroscópicos, en una concentración de 5 millonésimas de gramo por tonelada, que hacen en total unos 9 millones de toneladas. El oro oceánico está tan diluido que por ahora no podría beneficiarse sin grandes pérdidas. Por eso jamás se ha extraído oro del mar. En el suelo hay mayor concentración; pero extraerlo del suelo resulta más trabajoso. Si en él estuviese el oro uniformemente distribuido, tampoco servirla de nada. Pero su distribución no es uniforme. Hay algunas raras regiones accesibles que contienen oro bastante para extraerlo con grandes ganancias, aun por medios primitivos, y donde a veces se encuentra oro bastante puro, en pepitas de regular tamaño. Pero así sólo se aprovecha una exigua proporción del oro existente. En los 6000 años de historia civilizada, nada se ha buscado con más avidez que el oro. No obstante, se calcula que la cantidad total de oro extraída del suelo por la humanidad sólo importa 50 000 toneladas. Es más, entre todas las minas del mundo sólo rinden unas 1000 toneladas al año (la mitad en Sudáfrica). Aun así parece estar a la vista el agotamiento de todas las minas de oro del mundo.

Es interesante apreciar qué cantidad tan pequeña de oro ha bastado para influir en tan enorme medida en la historia de la humanidad. Si todo el oro extraído hasta ahora de la tierra se fundiese en un cubo, éste tendría 290 pies (88 metros) de arista. Y si se utilizase para pavimentar un área del tamaño de la isla de Manhattan, la capa de oro tendría como 1 mm de espesor. (Para que aprendan los inmigrantes que antes decían que las calles de Nueva York estaban pavimentadas de oro. Tendría que ser de una sutileza etérea el tal pavimento.) Cabe ahora preguntar por qué fue el oro el primer metal que se descubrió, siendo el más raro de los siete. Se explica eso por la diferente actividad de los metales, su diferente tendencia a combinarse con otros elementos para formar compuestos no metálicos. La actividad de los metales puede medirse en voltios de «potencial de oxidación», pues las corrientes eléctricas pueden hacer que los átomos metálicos se depositen como metal puro, o que se disuelvan como iones. Al hidrógeno, que según criterios químicos tiene algunas propiedades metálicas, se le adjudica convencionalmente un potencial de oxidación de 0,0 voltios. Los elementos más activos que él, tienen positivo el potencial de oxidación; los menos activos lo tienen negativo. He aquí, en la tabla 2, los potenciales de oxidación de los siete metales antiguos: Tabla 2 Metal Potencial de oxidación (voltios). Hierro + 0,44 Estaño + 0,14 Plomo + 0,13 Cobre – 0,34 Mercurio – 0,79 Plata – 0,80 Oro – 1,50 Se ve que el oro es, con mucho, el menos activo de los siete metales, y por tanto el más idóneo, con mucho, para existir en forma metálica libre. Así, pues, aunque el oro es mucho menos abundante que el hierro, las pepitas de oro abundan mucho más que las de hierro. Como que si no fuese por un factor que pronto explicaremos, no existirían en absoluto las de hierro. Por añadidura, el destello amarillo del oro llama mucho más la atención que el gris sucio del hierro. Sucede por eso que, mientras en tumbas egipcias predinásticas, de 4000 años a. de C., se hallan objetos de plata y cobre (metales también de los menos activos), hay objetos de oro considerados de fecha varios siglos anterior. En el Egipto primitivo la plata era más cara que el oro, simplemente porque era más rara en forma de pepitas. Generalizando, hasta podríamos decir que los metales antiguos son los inertes. Pero entonces es obligado preguntar si había metales inertes no conocidos por los antiguos. La respuesta es afirmativa. Tenemos que examinar seis metales del «grupo del platino»: el platino mismo, el paladio, rodio, rutenio, osmio e iridio. El platino, osmio e iridio hasta son algo más inertes que el oro; y los demás tan inactivos, al menos, como la plata. ¿Por qué, pues, no los conocieron los antiguos? Dan tentaciones de echarle la culpa a la escasez de esos metales.

Cuatro de ellos, el rutenio, rodio, osmio e iridio, son mucho más raros aún que el oro, con concentraciones en la corteza de sólo 0,001 gramos por tonelada. Comparten con el renio la prerrogativa de ser los elementos menos abundantes en el mundo. (El renio tiene además la distinción exclusiva de ser el último elemento estable descubierto, pero eso es otra historia.) Pero el platino es tan abundante como el oro, y el paladio abunda el doble. Si se encontraron pepitas de oro, ¿por qué no de platino ni paladio? Pues porque el oro amarillo llama mucho más la atención que el platino blanco. Además los mejores yacimientos de platino están todos situados lejos de los antiguos focos de civilización del Oriente Medio. Por último, yo sospecho que quizá hallasen alguna vez platino en pepitas y lo confundiesen con plata. El platino es mucho menos maleable que la plata y se trabajaba con menos facilidad. Parece que estoy viendo al platero primitivo mirar contrariado esas pepitas y murmurar al tirarlas: «plata estropeada». Hasta hoy el platino se distingue por su parecido con la plata. La diferencia no se reconoció claramente hasta 1748, en que el químico español don Antonio de Ulloa describió muestras de ese metal, halladas en sus viajes por Sudamérica. Lo llamó «platino», de la palabra española plata. El platino será, pues, siempre, al menos de nombre, «una especie de plata». En vista de todo esto no es extraño que el hierro, el más abundante, con mucho, de los siete metales (500 veces más abundante que los otros seis juntos), se retrasase en aparecer respecto a los demás. Al cabo, era el más activo de los siete, el más apto para formar combinaciones y el más difícil de separar de ellas. Que se conociese entonces fue acaso debido a una catástrofe cósmica ocurrida a millones de kilómetros de la tierra.

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