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Los incendiarios – Jan Carson

T JONATHAN us orejas no son como las mías. He tardado tres meses en darme cuenta. Lo siento. Bueno, en realidad no lo siento. He tenido la cabeza en otras cosas. Tengo muchas cosas de las que preocuparme ahora que somos dos. Un día no estabas aquí y al siguiente sí. No anunciaste que ibas a venir. No llamaste para avisar. ¿Cómo ibas a hacerlo? En cualquier caso, fue una impresión enorme. Una mañana, yo era yo. A la siguiente, yo era nosotros. No me dio tiempo a mentalizarme; no me dio tiempo a huir. Ya tenía miedo antes de que llegaras. Mis miedos estaban repartidos por distintas habitaciones, con todas las puertas bien cerradas. Pasaba corriendo de una a otra y podía hacer como si no viera todo lo que se iba acumulando en ellas. Cuando llegaste, las líneas que separaban un miedo del siguiente se borraron. Mis distintos miedos se expandieron hasta fundirse unos con otros, como unos charcos que hubieran crecido descontroladamente hasta formar un lago delante de mí. No veía el fondo. No veía los lados. Empecé a ahogarme. He hecho una lista de los miedos que no existían antes de tu llegada: el miedo a la gente y el miedo a no tener a nadie, el miedo al dinero, a los teléfonos y al tiempo. El miedo al silencio y el miedo a los sonidos. El miedo a que te me caigas al suelo y te golpees la cabeza, que se te abra como un huevo y se te salga todo el líquido. Pensé que la lista podría ser una especie de escalera por la que salir de mi propia cabeza.


Pero un miedo alimentaba al siguiente y no había papel suciente en el mundo para anotar todos los temores que tenía. No he escrito la lista por miedo a que alguien la encuentre y la utilice en mi contra. Ese es otro miedo que añadir a la lista. Entre tu llegada y las preocupaciones que ha traído tu llegada, todo lo demás ha ido quedando en un segundo plano. No he tenido tiempo de jarme en tus orejas. Pero esta mañana, cuando te he sacado de la bañera, no estaba pensando en mi trabajo ni en tu desayuno. No estaba pensando en las distintas formas en que esta casa se está desmoronando. Era n de semana. Me había permitido tomarme un momento para sentarme y respirar. Han pasado muchas semanas desde la última vez que me senté y no me levanté inmediatamente. El tiempo es lo más importante que me has arrebatado: el tiempo y el permiso para irme. Esta mañana me he detenido a observarte. Hasta he encendido la luz alargada de encima del espejo del baño. Creo que te ha gustado que te mirara. Me has sonreído. Era la primera vez que me sonreías. De eso sí que estoy seguro. He estado observando tu boca como si fuera un reloj. Tu boca es una especie de reloj y no puedo hacer nada para que vaya más despacio. Tenías la piel rosada por el baño. La clase de rosa que en realidad es blanco con miles de puntitos rojos diminutos, como en un cuadro. Tenías las uñas aladas. Tengo que cortártelas o mordértelas. He leído en internet que en los primeros meses se recomienda morderlas. Igual lo hago esta noche.

El pelo te cubría la cabeza en forma de hebras mojadas. Tu pelo se parece a las curvas de nivel con las que se señalan las colinas en un mapa. Normalmente lo tienes rizado. Tus rizos son como una especie de escudo que te ensombrece los bordes de la cara, como si estuvieras intentando mantenerte en secreto. Me ha gustado poder verte la forma de la cabeza sin el pelo. Me ha recordado a las crías de pájaro antes de que se les ahuequen las plumas, o a los ancianos muy mayores. Te he puesto delante de la ventana del baño, girándote a un lado y a otro a la pálida luz. Por primera vez me he jado bien en tus orejas. No es que hasta ahora no hubiera reparado en ellas. Siempre he sospechado que estaban ahí. Era consciente de tus orejas de la misma forma en que sé que tienes dedos en las manos y los pies, ojos y la posibilidad de tener dientes, que todos tus órganos están ahí, funcionando en silencio. Esto no es solamente por una cuestión de profesionalidad. En tu caso, realmente quería prestar atención. Cuando se observa un cuerpo, es fácil dar por sentados los milagros menos llamativos. Me reero a los rasgos comunes a todos los seres humanos, características generales entre las que incluyo sonreír, dormir y ciertas respuestas motoras. Me he estado jando especialmente en tus pecas, así como en tu pelo. Ambos son inusuales y muy llamativos. No sé si a la gente de tu entorno le parecerán hermosos o feos. No me corresponde a mí decirlo. Tu pelo es tan oscuro que parece que lo tienes mojado incluso cuando está seco. No es buena señal. Tampoco es la peor señal. Muchas mujeres tienen el pelo brillante. No dejo de repetírmelo, pero es difícil agarrarme a esa verdad. Es mucho más fácil creerse lo peor.

Tu pelo, para ser sincero, es la razón por la que te cubro la cabeza con un gorro. Tu boca, el motivo por el que estoy pensando en ponerte un pasamontañas. Cada vez que veo tu pelo negro húmedo paso miedo por los dos. Ni siquiera quiero creerme que tienes boca. Sé que las bocas son necesarias, para respirar y demás, pero no soy capaz de mirar directamente a la tuya. Su color rojo es como la sirena de una ambulancia que indica que ya está sucediendo algo terrible, algo que pronto veré con mis propios ojos. Quiero taparte la boca con la mano y hacerla desaparecer. Y ahora, esta mañana, otro miedo que añadir a la lista. Me he dado cuenta de que tus orejas son distintas de las mías. No es buena señal. Eso son dos cosas a favor de tu madre y solo los ojos a mi favor. Me he estado aferrando a tus ojos como sostén. Son exactamente del mismo color castaño que los míos. Me gusta mirarte a los ojos y verme a mí mismo, reejado en su negrura. Me gusta pensar: eso es, mi pequeña, eres tan mía como de ella.

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