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Los Iberos – Juan Eslava Galán

Hubo un tiempo en que los antepasados de los españoles practicaban la covada (el hombre fingía los dolores del parto mientras la parturienta lo atendía); un tiempo en que los jeques del mineral importaban exclusivas vajillas griegas y joyas orientales; un tiempo en que la tumba de un rey se adornaba con la escultura de un hombre masturbándose; un tiempo en que los guerreros españoles combatían como mercenarios por todo el Mediterráneo… En pleno proceso de construcción de una Europa unida conviene mirar atrás para saber cómo fuimos. Al hacerlo nos encontramos con nuestros antepasados iberos, grandes desconocidos para la mayoría de los españoles. Con este libro, en el que la información fidedigna es compatible con el humor, redescubrimos a los iberos y, junto con ellos, a los mercaderes fenicios, los colonos griegos, los conquistadores cartagineses y los imperialistas romanos. El mundo ibero va más allá de los restos del Cerro de los Santos y de Porcuna o de las damas de Elche y Baza. El creciente interés por quienes dieron nombre a la Península se ha visto reforzado por numerosos hallazgos arqueológicos que nos permiten saber más del pueblo al que algunos autores creen que debemos nuestro modo de ser y nuestra imagen internacional. Una obra ampliamente ilustrada, con información actualizada sobre los descubrimientos más recientes, que muestra la faceta más viva de la Historia.


 

Al centinela le duelen los ojos. Faltan dos horas para que amanezca y lleva toda la noche escudriñando la oscuridad, con la bocina a mano, por si hay que despertar a la guardia. Es un muchacho de quince años al que no han permitido acompañar a los guerreros en la expedición contra los romanos. « Tendrás tiempo de sobra para combatirlos —le ha dicho su tío— Además, te tienes que quedar para proteger el poblado» . El muchacho mira, una vez más, el espacio despejado ante la muralla e intenta penetrar la oscuridad. No hay luna y solo se distingue las confusas formas de los matorrales más cercanos agitados por el viento. Si alguien se acercara sería más fácil oírlo que verlo. Cierra los ojos, contiene la respiración y aguza el oído. No se percibe nada. Solo el viento silbando entre los arbustos y las rocas de la meseta pelada. El muchacho no ha visto el mar, pero algunos guerreros del poblado, que fueron mercenarios en tierras lejanas, le han explicado que es una gran extensión de aguas vivas. Al otro lado del mar hay otras tierras, bellas ciudades con fuertes murallas, templos, jardines y columnas. No ha visto nunca a un romano, pero los odia por lo que sabe de ellos: proceden de lejanas tierras, son buenos soldados y mandan sus tropas a cualquier lugar donde haya riquezas que expoliar: minerales, ganados, trigo o esclavos. Todo va a parar a Roma, una ciudad inmensa en la que los romanos viven en una continua francachela gracias al botín de sus conquistas. Pero esto se va a acabar. Mira el campo despejado en la negrura de la noche mientras imagina los muros y las calles de Cazlona, a catorce kilómetros de distancia. Hace tres días dos ancianos de Cazlona parlamentaron en secreto con los jefes de Orisia. La situación en Cazlona es bochornosa. Los romanos han establecido allí sus cuarteles de invierno.


La población sufre a diario las provocaciones de soldados borrachos que no respetan a las personas venerables ni a las mujeres. Los iberos sienten hervir la sangre con cada provocación. Son un pueblo orgulloso, un pueblo de antiguos guerreros que no tolera los insultos. Los jefes se han reunido en consejo, han discutido y han decidido ayudar a Cazlona. Aunque saben que uniendo los guerreros de Orisia con los de Cazlona no juntan fuerza suficiente para enfrentarse a los romanos en campo abierto. Por eso han decidido aniquilarlos mediante la astucia. Al anochecer, los guerreros se han armado y han partido en silencio. Llegan a Cazlona cuando los romanos aún duermen el primer sueño de la noche. En la ciudad dormida, se dividen en patrullas y, guiados por los propios vecinos, se dirigen a las casas y cuarteles donde se alojan los romanos. Rompen puertas y ventanas, irrumpen en la oscuridad, degüellan a los odiados ocupantes sin contemplaciones. Mueren muchos romanos antes de que las trompetas de alarma alerten al resto. Algunos se defienden; otros, escapan al campo, que les resulta más seguro que la ciudad, pues ignoran la fuerza del agresor. Entre los fugitivos se cuenta el tribuno Sertorio, un militar prestigioso que ha ganado fama luchando contra los cimbros y los teutones, en los bosques neblinosos, más allá de las montañas pirenaicas. Sertorio se hace cargo de la situación, grita órdenes, agrupa a sus hombres, los arenga: « Los bárbaros nos han sorprendido, pero la noche es larga y nosotros también podemos sorprenderlos a ellos. Los bárbaros no saben administrar una victoria. En cuanto crean que han vencido, bajarán la guardia y se entregarán a la alegría salvaje. Ese será el momento de atacarlos» . « Sertorio —cuenta el historiador Plutarco— rodeó la ciudad y cuando encontró la puerta por la que los bárbaros se habían colado, no cometió el error de estos, puso guardias, tomó las calles y ejecutó a todos los hombres en edad de llevar armas. Después mandó a sus soldados que se denudaran y se pusieran las ropas y las armas de los bárbaros y se adornaran como ellos. De esta guisa se dirigieron a la otra ciudad de la que procedían los que los habían sorprendido en la noche» . Faltan dos horas para el amanecer. En Orisia todos permanecen despiertos. Aguardan noticias de Cazlona. Nuestro joven centinela cierra una vez más los ojos en su alto bastión y orienta el oído hacia la meseta oscura que tiene delante. Entre el ulular del viento cree percibir un sonido metálico.

Quizá algún guerrero joven se ha adelantado con la noticia de la victoria. El muchacho levanta la bocina, se la lleva a los labios y toma aliento para que su trompetazo sea vigoroso como el de un adulto. ¿Y si fuera una figuración suya? ¿Y si convoca a la gente y luego resulta que no hay ningún heraldo, que el sonido provenía de un perro asilvestrado o de una comadreja? Se imagina la rechifla. Vuelve a dejar la bocina sobre el parapeto. Quizá haya sido una figuración suya. Mejor cerciorarse. Con sus ojos doloridos trata de ver en la oscuridad. ¡Esta vez sí! Percibe sonidos metálicos en distintas partes del campo. No es un heraldo solitario, son muchos hombres. Hombres armados conversando animadamente entre ellos, toses y risas. Son los guerreros que regresan victoriosos. A cien metros de la muralla, el muchacho distingue los coseletes iberos de cuero y metal, las lanzas aguzadas, las falcatas cruzadas sobre el vientre en sus vainas de madera, los capotes de lana burda, los cascos de cuero y de hierro, las insignias, incluso las cabezas de algunos enemigos pinchadas en la punta de las lanzas. El centinela se asoma al parapeto interior. —¡Abrid las puertas que regresan los nuestros con el botín de la victoria! — grita a otros jovenzuelos de su edad que custodian las puertas— ¡Traen cabezas de romanos! Sopla con toda sus fuerzas en la bocina y emite un trompetazo recio y prolongado que se escucha en todo el poblado. Al instante le responden otros bocinazos desde distantes puntos de la muralla. El poblado se anima. Salen luces a la calle. Se escuchan gritos, aclamaciones. La noticia se extiende rápidamente. Mujeres, ancianos, niños y jóvenes guerreros se apresuran por la calle central que conduce a la gran puerta para dar la bienvenida a los héroes. Las enormes hojas, de madera de encina, chapadas con planchas de hierro y minuciosamente dibujadas, permanecen cerradas. La multitud ay uda a los muchachos y a los guerreros ancianos a descorrer la viga transversal y a levantar las pesadas retrancas. Abren la ciudad de par en par. El gentío sale del poblado con antorchas. Mujeres, niños, ancianos corren al encuentro de los guerreros entonando cantos de victoria.

Descubren, demasiado tarde, que los que llegan son enemigos. Detrás del primer tropel disfrazado con las ensangrentadas ropas de los iberos muertos, vienen romanos armados con sus y elmos plumados y sus lorigas de hierro. Una mortífera andanada de dardos, los pilae, llueve sobre la multitud indefensa. Algunos dardos atraviesan a una persona y hieren a la que viene detrás. Los romanos profieren su grito de guerra al tiempo que desenvainan sus feroces espadas. Mientras un destacamento aniquila a los que han salido de la ciudad, otro se dirige directamente a la puerta a paso de carga, elimina a sus defensores e irrumpe a sangre y fuego por la avenida principal. La carnicería y el saqueo cunden a la luz indecisa del amanecer. Los romanos cautivan a los que pueden venderse como esclavos y matan al resto. Después de saquear el poblado, lo incendian. Orisia arde durante todo un día hasta los cimientos. Las techumbres de madera y paja, las paredes de adobe y barro reforzadas con vigas, los pesebres, los muebles, los lagares. Los edificios se desploman uno tras otro. Cuando la piadosa noche extiende su manto estrellado sobre las ruinas humeantes, Orisia ha dejado de existir. Al amanecer, los habitantes de la comarca contemplan las columnas de humo y pavesas que se elevan del poblado. Roma ha triunfado una vez más. * * * Esto ocurrió noventa años antes de Cristo. Conocemos el desastrado final de Orisia porque el historiador romano Plutarco la consignó en una de sus Vidas Paralelas. Veintiún siglos después, un automovilista lee la historia y decide conocer el lugar. Toma la carretera de Linares, entre olivares, y se acerca a las ruinas de Orisia. A la derecha deja el lago del embalse del Guadalén, a la izquierda ve una montaña de poca altura y bordes escarpados como una laja suave, la montaña de Orisia que hoy se llama Giribaile. El visitante la ha buscado en el mapa. Es un lugar estratégico rodeado, como una isla, por las aguas de varios ríos: el Guadalimar, el Guadalén y el Guarrizas, todos afluentes del Guadalquivir. Desde las alturas de Giribaile se controla la antigua vía Heraclea, que unía Roma con Cádiz; así como el Camino Real de Toledo a Almería, por Úbeda y Granada. Además Giribaile está en el corazón de la zona minera de Cástulo, enclave esencial de la economía antigua. El viajero sigue los indicadores de la Ruta de los Castillos y las Batallas y recorre una carretera secundaria entre las aguas tranquilas del pantano y el cerro de Giribaile.

A los tres kilómetros tuerce a la derecha y asciende una suave cuesta que lo conduce, a través del olivar, hasta las ruinas de unas casas rústicas arrimadas al escarpe del cerro. Aparca en un espacio empedrado cubierto de hierba, junto a una enorme higuera y una alberca antigua, su abrevadero y sus lavaderos. Bebe del agua delgada y fría, en el mismo manantial donde sació su sed alguna vez aquel muchacho ibero que vigilaba el baluarte de la Gran Puerta de Orisia, la noche fatal en que los romanos destruyeron el poblado. El visitante, que es soñador, piensa que también se refrescarían en aquella fuente los propios romanos, con Sertorio al frente, en el lívido amanecer que siguió a la destrucción de Orisia. Los imagina, sudorosos y tiznados del incendio, cuando se detuvieron a lavarse la cara y los brazos antes de regresar a Cazlona. Un escarpe vertical, de unos veinte metros, rodea la meseta donde estuvo la ciudad. Se ven cuevas talladas en la piedra, ventanas, escaleras, fantasías arquitectónicas ideadas por la mano del hombre en combinación con la naturaleza, un santuario, un monasterio, o un eremitorio, lo más probable, estancias en las que habitaron monjes o ermitaños en época visigoda o quizá mozárabe, cuando ya los moros dominaban estas tierras, pero toleraban la existencia de comunidades cristianas (previo pago). Aunque ha venido a recorrer las ruinas de Orisia, el visitante se detiene a curiosear las habitaciones y corredores excavados en la roca. Sabe algo de eremitas, aquellos cristianos del siglo IV que obedecieron la propuesta evangélica de repartir los bienes entre los pobres para vivir en la pobreza y en la oración, retirados en algún lugar desierto. Imagina que en tiempo de los godos, y aún después, estos parajes estarían bastante despoblados. Recorre las estancias del cenobio medieval talladas en piedra. Algunas cuevas están intactas y penetran profundamente en el interior de la montaña con pasillos horizontales que las comunican, techos altos, paredes rectas talladas a cincel y martillo, con alacenas, chimeneas, escaleras ascendentes que conducen a planos superiores, ventanas que se abren en lugares insospechados del precipicio. Algunas cuevas se derrumbaron cuando el terremoto de Lisboa sacudió la tierra, hace doscientos cincuenta años. Para entonces ya hacía siglos que nadie las habitaba. Si acaso eran refugio de pastores. En la meseta superior, la vista se dilata en una plataforma rocosa barrida por los vientos. El dilatado horizonte es una sucesión de montañas azules y grises, las estribaciones de Sierra Morena al norte y Mágina al este. Esto fue Orisia, el poblado ibérico destruido por los romanos. El viajero se dirige a la muralla del poblado. De aquellas defensas, que se elevaban imponentes, más de diez metros de altura, con sus fuertes bastiones y sus muros, solo quedan hoy unas grandes acumulaciones de escombros porque, al desmoronarse, se han sepultado en su propia ruina. No obstante, el ojo avezado del visitante distingue, en el amasijo de derrubios, los dos bastiones que defendían la Gran Puerta, uno avanzado, el otro pegado al muro, y entre ellos el espacio casi despejado de la puerta. El visitante sube por el montón de escombros hasta el punto más alto y desde allí contempla los restos de la fortificación. En este bastión montó guardia el adolescente ibero aquella fatídica noche en que los romanos arrasaron el poblado. Debió ser un muro más fuerte de lo necesario por una cuestión de prestigio, como representación del poder de Orisia. Hacían muchas cosas por prestigio aquellos iberos.

Da que pensar si no seguirán latiendo en este afán tan español de aparentar. El visitante recuerda un texto antiguo: « Todos los iberos son bebedores de agua a pesar de ser los más ricos de entre los pueblos, pues poseen mucha plata y oro; comen una sola vez al día por pura avaricia, al mismo tiempo que se visten con ropa muy cara [1]» . El visitante, que es algo gordo y ha gastado el fuelle en el ascenso, se sienta en una piedra a descansar. El visitante es novelista, pero se ha propuesto contar quiénes fueron los iberos a los españoles de a pie, los que no entienden la prosa científica de los especialistas. Ha leído textos de Plutarco y de otros autores grecolatinos, y unos cuantos libros de historiadores y arqueólogos. Es partidario de contar la historia de manera sencilla a los ciudadanos interesados, aunque solo sea para compensarlos por esa parte de sus impuestos con los que el estado sufraga las excavaciones arqueológicas, las cátedras universitarias y las memorias de excavaciones. También los congresos que reúnen a los iberistas en agotadoras jornadas de trabajo con la firme vocación de impulsar el conocimiento de los iberos. El visitante contempla el descampado pedregoso donde estuvo el poblado (los arqueólogos no suelen decir poblado sino oppidum, en latín; en plural, oppida). La meseta de Giribaile es una extensión levemente ondulada, ancha como un campo de fútbol y larga como tres. Debajo de este manto de hierba que brilla bajo la luz espléndida del sol del mediodía yace Orisia con los secretos de su desastroso final. En la parte central de esta meseta se excavaron hace treinta años unas cuantas viviendas y se constató que por todas partes aparece una gruesa capa de cenizas, testimonio del incendio que consumió el poblado. También se encontraron vestigios de un poblamiento anterior al ibero, cabañas del periodo del Bronce Medio, (hace más de tres mil años). Esta población desapareció y la meseta quedó desierta durante mucho tiempo hasta que los iberos la poblaron en la primera mitad del siglo -IV [2] . El visitante pasea su melancólica mirada por el yermo azotado por los vientos. Aquí yace Orisia. Aquí están las calles, las casas, los hornos, los lagares, las vasijas, las chimeneas, los establos, las plazas, los talleres, los almacenes, las alcobas. La ciudad sepultada y cubierta de malezas es un libro cerrado, que contiene la vida pasada y que está esperando que los arqueólogos lo abran y lo descifren. Así hay muchos poblados en España, cientos de ellos. Podemos decir que la inmensa may oría de los restos iberos permanecen todavía bajo tierra esperando turno para salir al sol, luz ellos mismos que nos iluminarán en tiempos venideros sobre la vida de estos lejanos ancestros. No es una tarea fácil porque las excavaciones son lentas y costosas y tampoco abundan los arqueólogos capaces. Ese tesoro oculto lo verán las generaciones venideras. Mientras tanto, las actuales proceden, como se debe, con paso corto y vista larga. El arqueólogo sabedor de su oficio y responsable debe andarse con pies de plomo porque su ciencia no consiste solo en desenterrar artefactos, sino más bien, en exhumar restos de vida pasada con minuciosidad de entomólogo cruzado con detective. El arqueólogo procede con la cautela del que abre un libro que al leerse se va destruy endo. Si la lectura no es acertada, el libro se pierde para siempre.

El visitante piensa en todo eso mientras pasea por Giribaile. Los restos arqueológicos afloran por todas partes: muros, piedras sueltas, hornos de minería y fragmentos cerámicos de varias texturas y colores, que los arqueólogos clasifican por su antigüedad y asignan a la época correspondiente, ibérica, romana o medieval.

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