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Los hombres de verda. no mienten – Victoria Dahl

Hacía casi medio año que Beth Cantrell no había pensado en él. Bueno, eso no era del todo cierto. Beth carraspeó y se removió nerviosa, mirando a su alrededor como si todos los clientes de la cervecería pudieran percibir la mentira que se estaba contando a sí misma. La verdad era que había pensado en Jamie Donovan muchas veces. Había recordado la hora o dos que habían compartido, había fantaseado con lo que habría podido suceder si se hubiera quedado toda la noche en aquella habitación de hotel. Pero, durante los seis últimos meses, ni una sola vez se había permitido pensar en la posibilidad de volver a verlo. No había pensado ni en llamarlo ni en contactar con él de manera alguna. Al fin y al cabo, en eso consistía el trato que habían hecho. Una sola noche. Una única ocasión. Nada de ataduras ni de expectativas. Y ella había tenido que atenerse a esa regla, porque de lo contrario nunca habría accedido a verse con él ni en aquella habitación de hotel ni en ningún otro lugar. Él no era su tipo. No formaba parte de su círculo social. Y ella, definitivamente, tampoco formaba parte del de él. Beth Cantrell dirigía The White Orchid, la primera boutique erótica de Boulder. Sus empleadas eran sus amigas: mujeres a las que quería como a hermanas. Eran valientes y atrevidas, muy liberales en el terreno sexual. Y salían con tipos que eran como ellas mismas: gente culta, tatuada, con piercings. Gente cool. Sí, absolutamente cool, aunque ello les costara comportarse de una manera increíblemente torpe. Beth, por el contrario, no era así. Ella era simplemente… Beth. Lo cual estaba bien, sin embargo, porque era su jefa y las quería, mientras que ellas hacían todo lo posible por incorporarla a su círculo. Le organizaban citas con hombres.


Amigos suyos. Conocidos que les gustaban. Hombres a la moda, hipsters, liberados. Pero ninguno de aquellos hombres le había producido la impresión que sí le había causado Jamie. Todavía se ruborizaba cuando pensaba en él, con su polo impoluto y sus caquis. Con su gran sonrisa blanca y sus hombros anchos. Vestido de ejecutivo, había estado todavía mejor. La encarnación perfecta del pijo guaperas de clase media. Y Beth lo había deseado hasta la locura. No se habían conocido hasta entonces, pese a vivir en una población tan pequeña. Pero en aquella habitación de hotel, con la promesa de que su aventura solo sucedería una vez… el secretismo que había rodeado su encuentro había hecho que se sintiera segura. El problema era que, desde entonces, no había podido dejar de pensar en él. Todo lo cual había sucedido precisamente con la primera gran cita que había tenido en años. –Hey –le dijo en aquel momento su pareja en la fiesta, agitando una mano delante de su cara–. ¿Estás bien? –le sonrió, quitando toda crítica a sus palabras. –Lo siento. Antes de que ella se hubiera puesto a pensar en Jamie, su acompañante le había estado hablando de… algo. Se estrujó el cerebro. Algo artístico e importante sobre los primeros años de la carrera de Robert Mapplethorpe. –De verdad que lo siento –insistió–. No me había dado cuenta de lo cansada que estaba hasta que he bebido el primer trago de cerveza. Por lo general no soy tan grosera. Él sonrió de una manera que vino a confirmarle que no se había sentido ofendido. –Me alegro de que no te molestara venir a la fiesta conmigo. Faron y yo somos amigos desde hace años.

No quería perdérmela. Y me figuré que tú también la conocías. –Sí, tenemos amistades comunes –repuso. La fiesta no era el problema. Como tampoco lo era su acompañante. El problema era que Beth no había tenido la menor idea de que la fiesta estaba convocada en la cervecería Donovan Brothers. No lo había sabido hasta que su acompañante metió el coche en el aparcamiento, y para entonces el alma se le había caído a los pies. No era culpa de aquel tipo que la fiesta a la que había pensado llevarla hubiera tenido lugar precisamente en el local de los hermanos Donovan. Desde que llegó, había pasado los primeros cuarenta y cinco minutos escaneando con la mirada la fila de camareros y clientes de la barra, pero Jamie no estaba allí. Un golpe de pura suerte por su parte. Jamie Donovan era copropietario de la cervecería, pero también un barman famoso por su simpatía. O al menos eso había oído ella. Porque cuando estuvo con él, la había impresionado lo serio y concentrado de su carácter. No quería volver a verlo de aquella forma. Como tampoco quería que él pensara que se había llevado a otro hombre a su cervecería. Seguía esperando a que Jamie apareciera por allí en cualquier momento, y dudaba de que pudiera superar la tortura que ello supondría. –Voy al servicio –le espetó. Vio que su acompañante recibía una cerveza de manos de la camarera, sonriendo de oreja a oreja mientras se lo agradecía. –¿Quieres que te pida otra cerveza mientras tanto? –le preguntó él de pronto. –No, gracias… –por un momento, se quedó boquiabierta de sorpresa. Oh, Dios, se había olvidado hasta del nombre de su acompañante. Cierto que aquella era la primera vez que salían juntos, pero se había mostrado tan amable con ella… –No, gracias –repitió, aferrando su bolso y levantándose tan rápidamente de la silla que a punto estuvo de caerse–. Vuelvo ahora mismo. Desafortunadamente, tenía que pasar por delante de la barra para llegar hasta el baño, y le fallaron las rodillas como si fueran a doblarse bajo su peso. Contempló la barra, descubriendo que el tipo que estaba detrás del grifo de cerveza era el mismo joven delgado que había visto antes.

A continuación volvió a escrutar la zona entera del pub, con el corazón latiendo a un ritmo aterrador. No estaba allí, gracias a Dios. Para cuando alcanzó el corto pasillo que llevaba al baño, estuvo a punto de echar a correr. Empujó la puerta, rezó una silenciosa plegaria de agradecimiento al ver el servicio vacío y se pasó una mano por los ojos. –Menos mal. Una vez que su corazón dejó de galopar como un loco, dejó el bolso a un lado y se lavó las manos. La sensación del agua helada la hizo sentirse mejor. –Todo va a salir bien –musitó, intentando convencerse a sí misma de que estaba lista para volver a salir. Pero cuando descubrió su mirada desorbitada en el espejo y descubrió lo muy pálida que estaba, comprendió que iba a necesitar algunos minutos más. Apoyándose con ambas manos en el lavabo, se inclinó hacia delante. –Todo va a salir bien –se repitió. Dos minutos más, y se marcharía con la cabeza bien alta y el corazón en su justo lugar. Y ya no volvería a pensar en Jamie Donovan por esa noche. Que Dios lo librara de las mujeres sexualmente liberadas. Eric Donovan se cruzó de brazos y miró ceñudo sus zapatos, mientras intentaba procesar lo que acababa de oír de su maestro cervecero. –Wallace, no te entiendo. Faron está aquí con su marido. Su marido. ¿Cómo puede molestarte eso? ¡Si está casada con ese hombre! –¡Ese tipo es un canalla donjuanesco! –gritó Wallace, alzando el puño y blandiéndolo en dirección a la zona del pub con el rostro rojo de rabia. ¿Un canalla? Eric se pasó una mano por el pelo. –Perdona, pero no lo entiendo. Esos dos son una pareja abierta, liberal. De hecho, tú mismo estás saliendo con Faron, así que… ¿cómo puedes decir que su marido la está engañando?

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