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Los hijos de la luz – Cesar Vidal

Verdaderamente resulta peculiar la manera en que las impresiones se graban en nuestro cerebro para luego emerger una y otra vez gracias al efecto casi mágico de la memoria. De un desfile prolongado recordamos no el aspecto marcial del gallardo capitán o las palabras piadosas pronunciadas de manera emotiva por el capellán al bendecir a las tropas, ni siquiera el color variopinto de los uniformes. Lo que se queda fijado en nuestra mente, por el contrario, es el aspecto acalorado de un soldado campesino, sudoroso y enrojecido, al que atormentaba el uniforme de gala igual que si le estuvieran sometiendo a tortura. De un tedéum solemne olvidamos la sentida predicación del Evangelio, el número crecido de asistentes e incluso el motivo trascendental de la impresionante ceremonia, pero en el corazón queda impreso el aspecto somnoliento de un sacristán afeitado descuidadamente o la anciana que daba cabezadas durante la homilía. Así actúa la memoria, y la de Karl no constituía una excepción entre la de otros muchos componentes del género humano. De aquella mañana recordaría muchas cosas, pero, sobre todo, quedaría inscrita en sus recuerdos la colocación asimétrica del patíbulo. Tratándose de una plaza y teniendo en cuenta la cantidad nada despreciable de asistentes —se hubiera dicho que medio París estaba concentrado en aquel lugar—, lo más lógico hubiera sido situar aquel emplazamiento de muerte en el centro, buscando la equidistancia, para que el mayor número posible de espectadores contemplara, quizá incluso con delectación, casi siempre con curiosidad, lo que iba a acontecer en unos segundos. Sin embargo, al fin y a la postre, los guardianes de la revolución, los defensores de la libertad, los impulsores de la igualdad habían optado por colocarlo casi en una esquina. El patíbulo se alzaba, así, entre el camino que llevaba a los Campos Elíseos y un curioso… ¿pedestal? Sí, todo parecía indicar que aquella mole casi amorfa había sido un pedestal en algún momento de un pasado quizá no lejano. Aunque, de ser así, ¿a qué estatua exactamente había servido de plataforma? Debía de haberse tratado de una escultura odiada porque la habían arrancado casi de cuajo. Ni siquiera el pedestal se había salvado de la acción de aquellas masas a las que los dirigentes de la revolución denominaban con vigor «ciudadanos» y «el pueblo». A Karl le pareció incluso que, en otro tiempo, el pedestal debía de haber disfrutado de un revestimiento de mármol y bronce, pero de tan nobles materiales sólo quedaban ya fragmentos en mal estado. Incluso la piedra, que ahora aparecía, arañada y triste, al descubierto, como una mujer a la que hubieran sacado del lecho para arrancarle la ropa a continuación, mostraba un aspecto deplorable, como si alguien se hubiera complacido en golpearla y, al final, aburrido y exhausto, hubiera desistido de la agotadora tarea. El cadalso había sido erigido a pocos pasos de aquella lastimosa huella de un pasado que, por tan cercano, casi parecía presente y que los «ciudadanos» deseaban arrancar de raíz. Lo habían cubierto con planchas largas de madera, colocadas de manera transversal, que servían para ocultar una penosa estructura que parecía proceder del Garde-Meuble. Justo en el extremo opuesto se hallaba la escalera escuálida que moría en la parte alta del cadalso, desprovista de barandilla. Karl sintió como si una bola de metal le golpeara violenta e inesperadadamente sobre la boca del estómago al contemplar un objeto de forma cilíndrica colocado encima del patíbulo. Estaba cubierto con cuero y, sí, no le cabía duda, era la cesta donde debía caer la cabeza del condenado. Claro que no resultaba nada seguro que sucediera así. De entrada, la cuchilla de la guillotina no parecía muy pesada. En realidad, era pequeña y tenía una forma curvada, casi como uno de aquellos gorros frigios que llevaban muchos de los presentes. Dado que no se veía ningún dispositivo que pudiera sujetar la cabeza del reo una vez que hubiera sido separada del cuerpo, se podía sospechar que saltaría del cadalso y quizá llegaría hasta la muchedumbre. ¿Lo habían preparado así los servidores de la libertad o, por el contrario, se trataba de una muestra más de esa incompetencia, no por torpe menos soberbia, de la que daban muestra tan a menudo? Karl no lo sabía y, a decir verdad, tampoco tenía en esos instantes un ánimo lo suficientemente fuerte como para ponerse a averiguarlo. De manera inesperada, una ráfaga de viento recorrió la plaza arrancándole de aquellas reflexiones. No sirvió empero para aliviar el malestar que le había ido embargando.


Por el contrario, arrastró hasta su nariz, más fuerte y vigorosa, una repugnante y variopinta mezcla de olores. Ropa sucia, sudor acumulado en axilas y pies, vaharadas de alcohol mal digerido… todo aquello le envolvió con su espesa fetidez y, por un instante, pensó que no podría contener las arcadas. Pero lo consiguió. Le había costado mucho llegar hasta allí y no estaba dispuesto a perderse la representación por culpa del asco. Un murmullo, innegable pero reprimido, le avisó de que todo iba a comenzar en unos instantes. No se equivocó. En medio de un silencio sepulcral, entró en la plaza una desgastada carreta que, tirada por caballos, se encaminó hacia el cadalso. De no haber sido por la gente que se empinó sobre las puntas de los pies para poder observar mejor la escena, y que se pisó, y que maldijo, y que blasfemó, casi hubiera parecido que no había nadie en aquel lugar. El carro llegó, lenta pero inexorablemente, hasta el patíbulo, y Karl pudo ver que los verdugos eran cuatro. De no ser por las escarapelas, tricolores y desproporcionadamente grandes, que llevaban en los nada modestos sombreros de tres picos, cualquiera habría dicho que pertenecían al antiguo régimen. Los mismos pantalones, las mismas casacas, los mismos tocados… bueno, a fin de cuentas, también llevaban a cabo el mismo oficio realizado tantas veces a lo largo de los siglos. El reo iba acompañado de tres sacerdotes, era evidente, pero su comportamiento no podía resultar más diferente. Dos de ellos estaban pasando, sin ningún género de dudas, un rato extraordinariamente divertido. Karl parpadeó para asegurarse de que lo que estaba viendo era real, y sí, no le cupo duda alguna: aquellos dos clérigos bromeaban como si estuvieran disfrutando de una alegre romería. Tragó saliva. La plaza se hallaba rebosante de enemigos del condenado, pero nadie se hubiera atrevido a mostrarse jovial en aquellas circunstancias. Aquellos dos eran la excepción. Incluso uno de ellos había comenzado a señalar el abdomen y las caderas del reo y a burlarse de sus formas. El tercero, por el contrario, mostraba un comportamiento diametralmente opuesto. Desde la distancia a la que se encontraba, Karl no podía distinguir sus facciones con claridad, pero todo parecía indicar que era presa de un rígido agarrotamiento quizá atribuible al pesar.

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