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Los Hermeticos – Armando Cuevas

Solo cuando duerme soy capaz de levantarme de la cama y huir del sudor espeso y el olor agrio que impregnan las sábanas. Deslizo los pies hasta el suelo y busco las zapatillas. En la oscuridad camino desnuda soportando el frío de madrugada, y tanteando con la yema de los dedos alcanzo el marco de la puerta y presencio, en penumbras, el salón que me espera. El cuero helado del sillón hiere mi piel, la aturde, la adormece, la eriza; hasta que al final, es ésta la que recobra el mando y transmite su calidez para conseguir que la piel muerta y la viva compartan un mismo cuerpo, lo envuelvan y latan juntos. Recupero poco a poco la conciencia de las heridas y las lamo en la oscuridad esperando que hayan sanado por la mañana. Escupo mis manos, la saliva es el bálsamo curativo, el remedio para las tremendas llagas. Los dedos sanan mi mal hasta el punto de hacer que lo olvide, que crea que nunca existió. El cuerpo queda limpio de estigmas, de olores efervescentes, y del recuerdo de presiones chatas y desordenadas: se libra al fin de la mentira. Empieza a amanecer. La luz vibra sobre mis manos y voluntariamente las calienta. Tomo entonces el libro oculto tras otros libros, lo oriento hacia la ventana y leo con la respiración contenida por el temor absurdo de poder despertarlo, con el miedo agarrado a las entrañas. Transpiro a cada paso de hoja y mis latidos resuenan en la estructura hermética que delimita mi existencia. Releo una y otra vez los párrafos señalados buscando sus secretos, descubriendo sus costuras. Intento comprender por qué me hacen temblar, por qué consiguen reproducir tan claramente sensaciones olfativas, auditivas, táctiles. Mi carne tiembla y se humedece por unos renglones marcados a lápiz. Unos gemidos ahogados y mordidos hasta la sangre dejan paso a la calma relativa de una mañana de domingo. Tengo sueño. Me recuesto sobre el sofá, arropada por los brazos de mil amantes imaginarios y cierro los ojos. Amanece y yo me duermo. Hoy será otro día. Se levantó satisfecho, con el pelo revuelto y el vientre hinchado. Manoseó su sexo, y sonrió al notar en sus dedos el olor a esperma. No se sorprendió al encontrar a su mujer dormida sobre el sofá. Tomó el libro caído en el suelo. Un libro de mediano tamaño, de pastas negras.


Lo abrió y leyó los párrafos subrayados. Contrariado, volvió a rascarse el sexo y, evitando hacer ruido, dejó el libro en el suelo, en el mismo lugar exacto. 1. CÍRCULOS CONCÉNTRICOS Se repite la escena en la soledad hermética del salón. Me descubro con la mirada fija en la pantalla. El tipo suelta una mentira que parece verdad y la Bergman le responde, poniendo los ojos cristalinos, con una verdad que quizá fuese mentira; la bruma, el avión… y colorín colorado, termina la historia con una mirada que se descompone, poco a poco, en diminutos puntos de luz catódica. Son las once y veinticinco. Cambio de canal, como todos los días, en la creencia de que esos mismos puntos se unirán en el tubo de imagen para formar la imagen que más deseo. Mi mujer ya se ha acostado, dice que el sueño es sagrado y los días son muy largos para afrontarlos con los ojos turbios y las rodillas temblorosas, que después no se rinde, y las señoras son muy jodidas y enseguida lo notan, y con ese aire de grandes damas que tienen le sueltan un «hoy se ve que has pasado mala noche, te veo distraída» en tono agrio. Las hijas de puta por mil pesetas la hora se pagan un sitio en el peldaño superior y en las conversaciones con las amigas; pero la cosa está muy mal y claro hay que tragar. Tengo dos hijos que también duermen, de cinco y ocho años, o eso creo, se llaman Jorge y Jesús y su futuro no es muy halagüeño desde que me echaron del trabajo y mi mujer trabaja de asistenta por horas; aunque en estos momentos, mientras espero la salida del anuncio por televisión, he de reconocer que hay pocas cosas que me importen realmente. Hay quienes, como yo, se sienten incapaces de ayudar a los demás porque aún les queda mucho que hacer por ellos mismos. Somos, pues, tipos difíciles de soportar ya que nuestro peso es inconstante, a veces mucho a veces nada. Las once y veinticinco, hora de cambiar de canal. Veamos, así, en la dos. Me pongo tan nervioso que manejo el mando a distancia con la torpeza de un bebé; bueno, ya está. La pantalla se inunda con un mar de laboratorio que choca contra un frasco de colonia, a continuación un cowboy de profunda mirada y barba de cuatro días fuma tabaco light; un par de anuncios más y llega el mío. Ahora, después de la gota que nos recuerda que no abusemos del consumo de agua, llega de nuevo el cowboy, pero esta vez vestido de ejecutivo y bien rasurado, ha perdido incluso la mirada de haber visto más allá de la muerte y apoyado en la barra de un bar pide cerveza light; el formato ha cambiado pero el fondo es el mismo: fumar pero no fumar, beber pero no beber, ser lo que no se es, como yo, como todos. Fundido en negro, ya llega, se hace esperar. Inclinado sobre la pantalla espero mi mentira. El pequeño pide agua desde la habitación, ahora no maldito. Hoy ha sido un día providencial para mí. Todas las mañanas compro el periódico, lo que se ha convertido en una rutina más en mi nueva faceta de extrema desocupación laboral. A menudo rodeo un par de ofertas de empleo con un círculo en rotulador rojo bien gordo, y dejo el periódico abierto sobre la mesa de la cocina para que Silvia lo vea y sueñe con una esperanza de mejora. Iba a comprar el diario, como digo, y en el último ojeo a las revistas del corazón descubro en la contraportada de una de ellas la foto de mi anuncio.

Está ahí, en colores contundentes y saturados, perfilado por unas líneas exactas que sólo la fotografía, la gran mentira del siglo veinte, es capaz de conseguir. Compro cuatro revistas dilapidando mis últimas pesetas; en tres días nada de café ni cañas, austeridad. Las envuelvo en el periódico con el nerviosismo que el quinceañero destila en la compra solapada de su primera revista sobre sexo anal. Ya en casa aprovecho la soledad, (hasta la hora de comer no llega Silvia) y desdoblo minuciosamente el diario y extraigo mi tesoro. Extendidas sobre la mesa muestran, por cuadruplicado, todo el boato de la Familia Real Inglesa. Meto sus cabezas en gordos círculos rojos en un conato mezcla de ruindad y deformación, digamos, profesional. Separo las contraportadas con la meticulosidad de un relojero y no puedo evitar dirigir una mirada sostenida; siento una erección, pero no es el momento, las guardo en el interior de una carpeta, junto a los recibos de la luz y del agua y de la comunidad, en un extraño guiño por contrarrestar los sinsabores de la vida. Al abrir el armario veo los trajes de mamá, aún los conservo a pesar de que ella desapareció hace más de diez años; antes los soportaba mejor, pero desde mi despido me he vuelto más sensible y esos pedazos de tela inciden de forma más firme en mi conciencia como un reproche sin razón. Trabajando me sentía más fuerte, o más ignorante, claro; fue al perder el empleo cuando noté que mi cuerpo adquiría una nueva magnitud; el aspecto es el mismo, por fuera me refiero, pero por dentro soy un inmenso receptor que capta ondas antes desconocidas para mí: las que emiten los cuerpos animados o inanimados, todos, y por tanto también las que emiten los trajes de mi difunta madre, negativas claro; y las ondas de la mujer del anuncio, éstas son las que más nítida y generosamente percibo. Desde que he adquirido esta nueva facultad se han ratificado algunas cosas que siempre sospeché, como que los geranios son plantas estúpidas, los melocotones se mueren de ganas porque les saquemos el hueso, o lo que es más importante y en lo que tenía más firmes sospechas, a través de los trajes de mi madre se me ha revelado la evidencia de que ella en realidad no era mi madre, ni mi padre lo era tampoco en realidad. Mamá ¿yo no tengo foto de recién nacido? Le pregunté en más de una ocasión en un intento por despejar una duda milenaria: ¿De dónde venimos? Ella eludía la respuesta con oficio aprendido de madre falsa y contestaba escorando el precipicio, «tu padre no encontró ningún fotógrafo aquel día», y yo entonces imaginaba al fotógrafo como al mago que nos arrancaba el alma y lo plasmaba sobre el papel para que nunca nos olvidáramos de lo que habíamos sido. Veía en las fotografías el resultado de un conjuro entre mágico y demoníaco que tenía, como único fin, extraer la esencia de todo aquello que representaban, y me alegraba en el fondo porque no me hubiesen robado el alma al nacer. Entonces eran eso para mí: una mezcla entre lo real y lo desconocido, una ventana a otro mundo; ahora sin embargo, la fotografía (y el mundo de la imagen) ha perdido esa entidad que posee lo temido y ha pasado a ser lo que es en realidad: una mentira sobre lo conocido y un fraude sobre lo que deseamos. También son un fraude las que guardo en la carpeta de los recibos, pero un fraude que te la pone dura siempre es más soportable. Las tres. Ya está a punto de llegar Silvia. Tendré que recoger un poco, y que no se me olvide marcar un par de anuncios de trabajo; los que más dinero ofrezcan desde luego. La comida transcurre tranquila, en un clima ambientado por el telediario. Silvia pierde la mirada de vez en cuando y suspira hondo, en un intento poco sutil de remarcar un cansancio mil veces superior al real. Recojo la mesa y sirvo café, cumplo. Mientras friego los platos la observo por detrás. Me sorprendo al comprobar un incipiente parecido con mi madre y, a su vez, con la mujer del anuncio. La deseo y deseo a mi falsa madre, y deseo a la mujer del anuncio, y todo con una sola erección. Capto sus ondas: dicen claramente que está dispuesta a follar conmigo en cuanto se acabe el café. Ella quiere follar pero yo quiero que me la chupe, no es posible y sigo fregando, y cuando se termina el café retiro la taza y la lavo en soledad.

Fue también al perder el empleo cuando sentí el firme deseo de que me la chupara una mujer casada y con hijos. Lo descubrí el día que vi el anuncio de paté por primera vez; aparecía una ama de casa de mediana edad rodeada de su familia: su marido la besaba poniéndose la chaqueta y, despidiéndose, tomaba una rebanada de pan de molde untada en paté; mientras ella, apoyada en los hombros de dos encantadores niños, con edades semejantes a las de los míos, sonreía al espectador elogiando las magníficas cualidades del producto; el cuadro familiar lo completaba un precioso setter irlandés color caoba, que saltaba y atrapaba una rebanada entre las risas de toda la familia. Fue entonces, como digo, cuando mi cuerpo y mi alma desearon, en un grado y con una intensidad hasta ese momento desconocida, que una madre de familia ejemplar se plantara delante de mí y me comiera la polla de rodillas; o sentada, en eso estoy por definir. Me he calentado con el asunto del anuncio y he terminado en la cama con Silvia. Hasta las cinco no tiene que volver a irse y, la tarde, no sé por qué, influyó favorablemente en el riego de las regiones cavernosas de mi sexo. Con mi nuevo estado también he perdido interés en el coito, y mis encuentros con Silvia son cada vez más espaciados. Ella se niega cuando yo acerco mi pene a su boca, y cuanto más me rechaza más la deseo. Al principio, al poco del despido y del anuncio, llegué a suplicarle con la esperanza de que mis lamentos de hombre y de parado hicieran mella en sus defensas y superara el asco por el sexo oral; pero, ella, siempre lo rechazó. Mi supuesta madre, sin embargo, era más generosa en sus manifestaciones como pude comprobar en múltiples ocasiones cuando, a hurtadillas, miraba por el tragaluz de la puerta subido a una banqueta; la veía de rodillas sobre mi falso padre, con la cabeza inclinada sobre su sexo, y su larga y ondulada melena color caoba tapándome el misterio, que años después descifraría. Silvia se ha ido. Tumbado boca arriba en la cama, después de haber jodido, he vuelto a comprobar lo evidente: la vagina representa un túnel húmedo, más o menos estrecho y más o menos finito en el que nunca se encuentra nada más allá de lo que se anda buscando; sin embargo, la boca es otra cosa: una cavidad de dimensiones inconstantes y de presiones cambiantes, es una gruta en la que se entra con el entusiasmo del que busca un tesoro imaginario y en la que se halla un tesoro inimaginario; o sea, otra cosa. La boca es el molde ideal, el espacio hueco y disforme más perfecto donde poder introducir, y abandonar a su cuidado, esa terminación nerviosa y también disforme que es el sexo masculino, mi sexo. Así pienso que es, y así lo cree mi deformidad sexual que ya brinca y babea entre las sábanas revueltas. En fin, siento sueño, prefiero envolverme sobre mí mismo y dormir un poco a ver si me calmo. El sueño me ha vencido rotundamente, son las nueve y los niños salen del colegio a las siete. Me visto con la urgencia artificial de un padre preocupado por sus vástagos, y cuando salgo por la puerta con las llaves del coche en la boca recuerdo que hoy viernes fue su último día de clase, Silvia los trajo a las tres y deben estar en su cuarto jugando y con los estómagos vacíos. Me tranquilizo mientras compruebo, ante el espejo del pasillo, que no estoy tan mal sin peluquín. Abro el armario y tomo una de las fotos, la doblo cuidadosamente y la guardo en el bolsillo del pantalón del pijama, para luego; lo hago ahora porque después no podría. Me inquieta algo, los vestidos de mi madre parecen haberse movido, todos un poco, pero sobre todo el azul clarito con lunares negros y grandes solapas blancas que estrenó el día de mi comunión. No cabe duda: me observan, me censuran. Los cojo a bocajarro, de una vez, y abultan mucho más de lo que pensaba, los meto en bolsas de supermercado, los zapatos también; ayer vi un cartel en el portal en el que se pedía ropa usada para Ruanda, la recogida será el sábado; me apresuro a bajar las bolsas al portal antes de que llegue Silvia. La cena transcurre a buen ritmo, como siempre. La calidad de los alimentos se ha mantenido a costa de la cantidad. El paro se acabó hace un mes y el caos se deja notar, no en mí tanto como en ellos. Con disimulo coloco, bien visible, el periódico marcado sobre la mesa de la cocina.

Primero el mar de un azul absurdo, el vaquero más preocupado por el cáncer que por morir de un balazo, después los demás. Ya empieza mi anuncio y el color caoba inunda la pantalla… Afortunadamente, Silvia, se ha dormido cuando llego a la habitación. Como una estela de brillo inconstante mi pene va dejando un rastro sobre su cara; a medida que mi glande roza su piel más se endurece el conjunto y más me cuesta dominar el trazo. Me detengo en la boca y presiono levemente hasta que consigo separar un poco sus labios: su aliento es espeso y caliente con un extraño olor a lejía que me enloquece. Mi polla, ya firme, choca contra sus dientes como el mascarón de proa choca contra un mar de hielo: todo inútil, me retiro dócilmente. La madre de mis hijos duerme apaciblemente con el rostro surcado por las líneas que delimitan el placer hermético, y mientras contemplo como ella resplandece con esa máscara de humores yo eyaculo sobre el periódico del día anterior, en la sección de ofertas de trabajo, y el grueso de la corrida invade uno de los círculos rojos por completo. Es domingo y Silvia no trabaja (algunos domingos sí lo hace, éste no). Los niños reclaman su paseo matinal y mi voluntad cede ante el empuje de la costumbre. Fue caminando por el parque cuando noté que me llegaban olores de lugares muy lejanos y sentí en mi paladar sabores de presencias olvidadas, era evidente que mi receptor interior se iba afinando con el paso del tiempo y el desempleo; vi una jarra sobre un velador con su líquido frío y espumoso: el estallido del sabor de la cerveza en mi garganta no se hizo esperar. Después de una mañana malgastada entre árboles, gritos de niños y helados de fresa baratos, me recupero abandonado al sonido de mi silencio frente al televisor sin voz. Todos duermen la siesta. El informativo muestra imágenes como subidas en un carrusel, a toda velocidad; sin sonido me parece cómico. La imagen en movimiento, de ésta forma, roza el ridículo. La imagen sin movimiento y sin sonido es simplemente mentira. Aparece la presentadora, mueve los labios con método; al instante surge, en el ángulo superior derecho, la palabra Ruanda. Siguen sus labios en movimiento. Me excito. La presentadora desaparece, se esfuma, y un paisaje repleto de moribundos de estómagos abultados llena la pantalla hasta reventar: es un campamento de refugiados. Un camión aparece en la escena y sus ocupantes reparten alegremente un cargamento de esperanza formado por pequeños sacos de arroz; sospecho que esperó a que la cámara filmara para irrumpir en el cuadro y teñir la imagen de solidaridad universal. Entre la masa oscura de gente distingo un joven vestido con trapos negros con piernas invisibles, dos muletas de ébano lo sostienen prodigiosamente. Un niño mira a la cámara con seriedad de médico cirujano: sonríe.

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