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Los Guerreros de Dios – Andrzej Sapkowski

Y a esto, diréis, ¿qué pasaba con los guerreros de Dios? ¿Qué pasaba con Praga? Praga… Praga apestaba a sangre. Corre el año de 1427 y los herejes husitas asentados en Praga libran batalla tras batalla contra las tropas de la Iglesia de Roma, venciendo una y otra vez. La rebelión husita es también una revolución social contra el clero y la nobleza, de ahí que los nobles de Silesia, Lausacia y Bohemia intenten destruirlos por todos los medios. La Inquisición tiene sus espías por doquier, como también los tienen el obispo de Wroclaw y sus misteriosos asesinos negros. Para preparar la invasión de Silesia, los líderes husitas resucitan una oscura red de espionaje que saboteará y asesinará en nombre de la causa. La guerra extiende sus alas por el corazón de Europa. Reinmar de Bielau, llamado Reynevan, joven médico y alquimista que se ha unido a los husitas para vengar a su hermano, contacta en Praga con un círculo oculto de magos y hechiceros que pueden ayudar a salvar a su amigo Sansón Mieles. Al mismo tiempo es reclamado por los líderes husitas para convertirse en el jefe de la red clandestina de sabotaje, por lo que habrá de pasar calamidades sin cuento. Reynevan busca también por toda la región a su perdido amor, Nicoletta, quien, puede ser, ha sido recluida por su padre. La violencia de la guerra golpeará a Reynevan una y otra vez, destruyendo poco a poco sus sueños y sus convicciones. En un peligroso juego de espías, Reynevan cumplirá su venganza, ayudará a sus amigos y combatirá a brujos y malvadas criaturas hasta que la vida le imponga una dolorosa elección entre la causa a la que sirve y el amor que le impulsa.


 

En el que Praga apesta a sangre, a Reynevan lo vigilan, y después —y sucesivamente— se aburre de la rutina, rememora, añora, festeja, lucha por la vida y se zambulle en las sábanas. Y, al fondo, la historia de Europa da brincos, hace cabriolas y chilla en las curvas. Praga apestaba a sangre. Reynevan se olisqueó ambas mangas de la almilla. Acababa de abandonar el hospital, y en el hospital —como pasa siempre en un hospital— a casi todos los pacientes los sangraban y les sajaban regularmente las llagas, y hasta las amputaciones se llevaban a cabo con una frecuencia digna de mejor causa. La ropa podía haberse impregnado de ese hedor, no habría tenido nada de raro. Pero la almilla despedía únicamente olor a almilla. Y a nada más. Levantó la cabeza, venteó. Toda la noche, desde la margen izquierda del Moldava, le había llegado el aroma de las hierbas y los sarmientos que estaban quemando en jardines y viñedos. Además, venía desde el río un olor a limo y a desechos: hacía un calor sofocante, el nivel del agua era muy bajo, las orillas descubiertas y los cauces resecos desde hacía ya tiempo proporcionaban a la ciudad unas sensaciones olfativas memorables. Pero, con todo, no era el limo lo que apestaba de ese modo. Reynevan estaba seguro. Una brisa ligera y cambiante soplaba de vez en cuando desde el este, desde la Puerta del Río.


Desde Vítkov. Y la tierra que estaba al pie de la colina de Vítkov podía, desde luego, exhalar olor a sangre. Bien se había empapado de ella. Aunque seguramente tampoco era eso. Reynevan se ajustó al hombro la correa del bolso y echó a andar calle abajo con brío. No, era imposible que el olor a sangre viniera de Vítkov. Lo primero, porque estaba demasiado lejos. Lo segundo, porque la batalla había tenido lugar en el verano de 1420. Hacía siete años. Siete largos años. Dejó atrás, marchando con energía, la iglesia de la Santa Cruz. Pero el hedor a sangre no remitía. Todo lo contrario. Se hacía más fuerte. De repente, para variar, empezó a llegar desde el oeste. Ajá, pensó, mirando hacia el gueto cercano. La piedra no es como la tierra, los viejos ladrillos y la argamasa tienen muy buena memoria, en ellos se preservan muchas cosas. Lo que allí penetra sigue apestando largo tiempo. Y en ese barrio, junto a la sinagoga, en los callejones y en las casas, la sangre se había vertido en abundancia, más aún que en Vítkov. Y en tiempos algo más recientes. En 1422, durante aquel sangriento pogromo, en medio de los disturbios que estallaron en Praga a raíz de la ejecución de Jan Zelivsky. Enfurecido por la decapitación de su amado tribuno, el pueblo de Praga se levantó con ánimo de vengarse, dispuesto a incendiar y matar. Como suele ocurrir, la peor parte en aquella ocasión se la llevó el barrio judío. Los judíos no habían tenido nada que ver con la muerte de Zelivsky y no eran en absoluto responsables de su destino. Pero eso, ¿a quién le importaba? Rey nevan torció por detrás del cementerio de la Santa Cruz, pasó cerca del hospital, salió al Mercado Viejo de Carbón, atravesó la plazoleta y se adentró por los pasajes y los angostos callejones que desembocaban en Dlouhá Trida.

El olor a sangre se disipaba, moría en el mar de los restantes olores. Y es que los pasajes y los callejones apestaban a todo lo imaginable. En cambio, la calle Dlouhá Trida lo recibió con un intenso olor a pan sencillamente embriagador. En los tenderetes de los panaderos, en mostradores y tiendas, hasta donde la vista alcanzaba, resplandecían orgullosos y fragantes los célebres panes de Praga. Aunque había desayunado en el hospicio y no tenía hambre, no fue capaz de contenerse: en la primera tahona que vio se compró dos panecillos recién horneados. Los panecillos, que allí llamaban calty, tenían una forma erótica tan sugestiva que Reynevan estuvo un buen rato deambulando por Dlouhá Trida como si flotara en un sueño, chocando con los tenderetes, sumido en sus pensamientos de Nicoletta, tórridos como el viento huracanado del desierto. De Catalina Biberstein. Entre la gente que pasaba, con la que se topaba y a la que empujaba sin darse ni cuenta, había un buen número de vecinas de Praga, de distintas edades, sumamente atractivas. No se fijaba en ellas. Se disculpaba distraído y seguía su camino, mordisqueando de vez en cuando una calta y clavando la vista en el panecillo como si estuviera embrujado. La plaza de Staré Mesto le hizo volver en sí con su olor a sangre. Ajá, pensó Reynevan, terminándose la calta, aquí sí que podría ser y no tendría nada de raro. Para estos adoquines la sangre no es nada nuevo que digamos. A Jan Zelivsky y a sus nueve camaradas los ajusticiaron aquí mismo, en el ay untamiento de Staré Mesto, después de haberles perdonado la vida aquel lunes de marzo. Cuando, tras la alevosa ejecución, se fregó el pavimento del ayuntamiento, chorros de espuma roja manaron por debajo de las puertas, y dicen que llegaron hasta la picota que se alzaba en mitad de la plaza, donde formaron un enorme charco. Poco después, cuando las noticias de la muerte del tribuno despertaron en Praga aquel estallido de furia y aquel afán de venganza, la sangre corrió por todos los sumideros de los alrededores. Algunos grupos se dirigían hacia Nuestra Señora de Tyn, la gente se agolpaba en la semibóveda que conducía a las puertas del templo. Va a predicar Rokycana, pensó Reynevan. Valdría la pena escuchar lo que Jan Rokycana tenga que decir, pensó. Siempre han sido interesantes los sermones de Jan Rokycana. Siempre. Y más aún en estos tiempos, cuando el llamado curso de los acontecimientos suministra temas en abundancia para la predicación, y a un ritmo, además, alarmante. No falta de qué predicar, claro que no. Y valdría la pena escucharlo. No tengo tiempo, cay ó en la cuenta.

Hay asuntos más urgentes, pensó. Y hay un problema. Resulta que me están siguiendo. Ya hacía un buen rato que Reynevan se había dado cuenta de que le andaban siguiendo. Nada más salir del hospicio, junto a la Santa Cruz. Los que le seguían eran bastante listos, no se dejaban ver, se escondían con mucha destreza. Pero Rey nevan lo había advertido. No era la primera vez. Sabía —en principio— quiénes se dedicaban a seguirle y a las órdenes de quién estaban. Aunque eso no tenía mayor importancia. Tenía que darles esquinazo. Contaba incluso con un plan. Entró en el Mercado de Ganado —populoso, ruidoso y pestilente—, se mezcló con el gentío que se dirigía hacia el Moldava y el puente de piedra. Quería perderse de vista, y en el puente, un estrecho cuello de botella, un paso angosto que unía Staré Mesto con Malá Strana y Hradcany, entre el barullo y el tumulto, había más oportunidades para desaparecer. Rey nevan iba corriendo, sorteando a la gente, chocándose con los viandantes y llevándose insultos de todo el mundo. —¡Reinmar! —Una de las personas con las que se topó, en vez de dedicarle un « hijoputa» , como tantos otros, le saludó por su nombre de pila—. ¡Bendito sea Dios! ¿Cómo tú por aquí? —Pues y a ves, aquí estoy. Oye, Radim… Por el amor de Dios, ¿cómo huele tan mal? —Es esto. —Radim Tvrdik, un hombre bajo y no muy joven, señaló el cubo que llevaba—. Es arcilla y limo. De la orilla del río. Lo necesito para… ya sabes para qué. —Ya lo sé. —Rey nevan miró a su alrededor, intranquilo—. ¡Y tanto! Radim Tvrdik era, como sabían todos los iniciados, un nigromante.

Además estaba, como sabían algunos iniciados, obsesionado con la idea de crear un hombre artificial, un golem. Todos —hasta los apenas iniciados— sabían que el único que había conseguido crear un golem, en tiempos y a muy lejanos, había sido cierto rabino de Praga a quien los documentos conservados le atribuían el nombre, probablemente falso, de Bar Halevi. Según la leyenda, para construir el golem ese antiguo judío se había servido de materiales como la arcilla, el limo y el lodo extraídos del fondo del Moldava. Tvrdik sostenía en solitario la opinión de que el elemento que activaba el proceso no eran los rituales y los conjuros, bien conocidos por otra parte, sino determinada conjunción astral que ejercía su influjo sobre el limo y la arcilla empleados, sobre sus propiedades mágicas. Pero como no tenía ni idea de cuál sería, en concreto, la disposición de los planetas que podría servir, Tvrdik procedía de acuerdo con el método de ensayo y error: recogía arcilla tan a menudo como podía, con la esperanza de dar alguna vez con la conjunción adecuada. Además, recogía la arcilla en distintos puntos. Ese día, no obstante, se le había ido la mano: a juzgar por el olor, tenía que haberla cogido en algún cagadero. —¿Hoy no trabajas, Reinmar? —preguntó, enjugándose el sudor de la frente con el dorso de la mano—. ¿Cómo es que no estás en el hospital? —Me he tomado el día libre. No había nada que hacer. Un día tranquilo. —Quiera Dios —el mago dejó el cubo en el suelo— que no sea el último así. Porque con los tiempos que corren… En Praga todo el mundo sabía a qué se refería, qué clase de tiempos eran aquéllos. Pero preferían no hablar de esas cosas. Las frases se dejaban a medias. Dejar las frases a medias se había convertido de buenas a primeras en un hábito muy extendido, era la moda. Como respuesta a esa clase de reticencias, la costumbre exigía poner una cara muy seria, suspirar y sacudir la cabeza de un modo muy expresivo. Pero Reynevan no tenía tiempo para esas cosas. —Sigue tu camino, Radim —dijo, mirando en torno—. No puedo quedarme aquí. Y sería mejor que tú tampoco te quedaras. —¿Eeeh? —Me andan siguiendo. Por eso no puedo ir a la calle Soukenická. —Te andan siguiendo —repitió Radim Tvrdik—. ¿Los mismos de siempre? —Seguramente.

Hasta la vista. —Espera. —¿Por qué? —No es una buena idea echar a correr como un loco. —¿Y eso? —Para los que te siguen —explicó el checo con absoluta lucidez—, si echas a correr, es señal evidente de que te remuerde la conciencia y tienes algo que ocultar. El que se pica ajos come. Me parece muy sensato que no vayas a Soukenická. Pero no salgas pitando, no pierdas el rumbo, no te escondas. Haz lo que hagas siempre. Tus tareas cotidianas. Aburre a los que te vigilan con tu aburrida rutina diaria. —¿Por ejemplo? —Tengo la garganta seca de coger arcilla. Vamos a la taberna del Cangrejo. A tomar unas cervezas. —Me siguen —le recordó Reynevan—. No tienes miedo de que… —Miedo —el hechicero recogió su cubo—, ¿de qué iba a tener miedo? Rey nevan suspiró. No era la primera vez que le cogían por sorpresa los magos de Praga. No sabía si se trataba de una admirable sangre fría o, sencillamente, de falta de imaginación, pero el caso es algunos hechiceros locales a menudo no parecían asumir el hecho de que para quienes practicaban la magia negra los husitas podían ser aún más temibles que la Inquisición. El maleficium, la hechicería, se incluían entre los pecados mortales, castigados — según ordenaba el cuarto artículo de Praga— con la muerte. Y los artículos de Praga los husitas no se los tomaban a broma. En este terreno, los propios calixtinos de Praga, que se consideraban moderados, no se quedaban por detrás de los radicales taboritas y de los fanáticos Huérfanos. Si atrapaban a un hechicero, lo metían en un barril y lo quemaban en la hoguera. Regresaron en dirección a la plaza, cruzaron la cuchillería, después la calle de los orfebres, pasaron junto a la iglesia de San Gil. Iban despacio. Tvrdik se detuvo en algunos puestos, intercambió algunos chismorreos con comerciantes conocidos. Como era habitual, dejaron varias veces a medias la frase: « Ahora, con los tiempos que corren…» , y, a modo de respuesta, ponían una cara muy seria, suspiraban y sacudían la cabeza de un modo muy expresivo.

Reynevan miraba a todas partes, pero no pudo ver a quienes lo andaban siguiendo. Se ocultaban a la perfección. No sabía lo que sentirían ellos, pero a él aquella pesada rutina empezaba a aburrirle de un modo insoportable. Menos mal que enseguida, nada más torcer por un patio y un portal, dejando atrás la calle Jilská, fueron a parar directamente a la casa llamada del Cangrejo Rojo. Y a una taberna a la que un tabernero sin pizca de imaginación había dado idéntico nombre. —¡Eh! ¡Fijaos! ¡Pero si es Reynevan! Sentados a una mesa, en un banco dispuesto tras unas pilastras, había cuatro hombres. Todos bigotudos, corpulentos, vestidos con caftanes. A dos ya los conocía Reynevan, y sabía que eran polacos. Y, si no lo hubiera sabido, lo habría adivinado. Como todos los polacos cuando están en el extranjero, fuera de sus fronteras, también éstos se portaban de un modo escandaloso, arrogante y descaradamente grosero, algo que en su opinión servia para subrayar su estatus y su elevada posición social. La cosa tenía su gracia, porque desde la Pascua el estatus de los polacos en Praga era muy precario, y su posición más todavía. —¡Cuánto honor! ¡Bienvenido, virtuoso Esculapio nuestro! —le saludó uno de los polacos, conocido de Reynevan: Adam Wejdnar, del linaje de Rawicz. —¡Siéntate! ¡Sentaos los dos! ¡Permitid que os convidemos! —¿Cómo es que con tanto entusiasmo les convidas? —le replicó con fingido disgusto otro polaco, Mikolaj Zyrowski, del linaje de Czewój, de la región de la Gran Polonia, como el anterior, y que, como éste, no le resultaba desconocido a Rey nevan—. ¿Acaso te sobran los cuartos? Aparte de eso, el boticario a cuidar leprosos se dedica. ¡Nos puede contagiar la lepra! ¡O algo peor! —Ya no trabajo en la leprosería —aclaró Reynevan pacientemente, pues no era la primera vez que le pasaba—. Ahora me dedico a curar en el hospital de Bohuslav. Cerca de aquí, en Staré Mesto. Junto a la iglesia de los santos Simón y Judas. —Vale, vale. —Zyrowski, que ya sabía todo eso, hizo un gesto con la mano—. ¿Qué queréis de beber? Ah, maldición, disculpad. Os presento. Aquí unos caballeros armados: Jan Kuropatwa de Lancuchów, del linaje de Szreniawa, y Jerzy Skirmunt, del linaje de Odrowaz. Perdón, mas, ¿qué coño es eso que tan mal huele? —Limo. Del Moldava.

Rey nevan y Radim Tvrdik tomaban cerveza. Los polacos bebían vino austríaco y comían estofado de cordero, acompañándolo con pan. Entre tanto, charlaban en polaco en un tono deliberadamente ruidoso, contando toda clase de anécdotas, cada una de las cuales, por separado, era recibida con sonoras carcajadas. Los transeúntes volvían la cabeza, maldecían entre dientes. A veces escupían. Desde la Pascua, y más concretamente desde el Jueves Santo, la opinión que los checos tenían de los polacos no era la mejor, y la situación de éstos en Praga no era la más favorable. Y tendía a empeorar. Con Segismundo Koiybutovich —llamado Koiybut para abreviar—, sobrino de Jagiello, pretendiente a la corona checa, habían llegado a Praga, en primera instancia, unos cinco mil caballeros polacos, y otros quinientos más en un segundo momento. Muchos veían en Koiy but la esperanza y la salvación para los husitas checos, y los polacos lucharon con arrojo por el Cáliz y por la Ley Divina, derramando su sangre en Karlstejn, en Jihlava, en Retz, en Ústí. A pesar de lo cual, no los apreciaban ni sus compañeros de armas checos. ¿Quién podía tener aprecio por unos tipejos que se partían de risa al oír que sus camaradas checos se llamaban Pichin de Gocho o Traseiro de Vielha Vacca? ¿Qué reaccionaban con una carcajada ante nombres como Chumino de Chouza o Culou de Ley ? La traición de Korybut, como es natural, agravó notablemente la situación de los polacos. Los checos vieron completamente defraudadas sus esperanzas, el rey husita in spe hizo buenas migas con los nobles católicos, no fue fiel a la causa de la comunión sub utraque specie, quebrantó los cuatro artículos que había jurado. Descubierta y abortada la conjura, el sobrino de Jagiello no acabó en el trono, sino en prisión, y a los polacos empezaron a mirarlos con abierta hostilidad. Algunos abandonaron Bohemia de inmediato. Pero otros se quedaron. Como si quisieran mostrar así su desaprobación de la traición de Korybut, o manifestarse partidarios del Cáliz, o declarar su disposición para seguir combatiendo por la causa calixtina. ¿Con qué resultado? Pues que seguían sin tenerles aprecio. Pensaban —no sin fundamento— que para los polacos la causa calixtina no era más que algo pintoresco. Se decía que, si se habían quedado, era, primo, porque no tenían adonde regresar ni motivo para hacerlo. Habían venido a Bohemia tras haber dilapidado su fortuna, acosados por jueces y embargos, y ahora, para colmo, sobre todos ellos, empezando por Korybut, pesaban anatemas e infamias. Que, secundo, al guerrear en Bohemia, sólo aspiraban a hacer fortuna. Que, tertio, no guerreaban, sino que, aprovechándose de la ausencia de los checos que sí guerreaban, se beneficiaban a sus mujeres. Todas esas afirmaciones eran ciertas. Al oír hablar en polaco, un praguense que pasaba por allí escupió en el suelo. —Uy, como que no les gustamos a éstos, no les gustamos —comentó, en tono de burla, Jerzy Skirmunt, del linaje de Odrowaz—.

¿Por qué será? Cosa rara ésta. —Anda y que les den. —Zy rowski se volvió hacia la calle, mostrando ostentosamente su pecho adornado con las herraduras del blasón de Czewój. Como todo polaco, sostenía la insensata creencia de que, en su calidad de miembro de una familia blasonada, aunque fuera un miserable pelagatos, estaba en Bohemia a la altura de los Rozmberk, los Kolovrat, los Sternberk y demás familias eminentes, todas juntas. —Que les den pues —asintió Skirmunt—. Mas no deja de ser cosa rara, querido mío. —Lo que a estas gentes les choca —Radim Tvrdik tenía la voz serena, pero Rey nevan lo conocía de sobra— es ver a unos señores caballeros, a unos guerreros, divirtiéndose faltos de toda preocupación y sentados a la mesa de una taberna. En estos días. Ahora, con los tiempos que corren… Se interrumpió, siguiendo la costumbre. Pero los polacos no tenían la costumbre de respetar las costumbres. —En estos tiempos —Zy rowski empezó a carcajearse— en que vienen a por vosotros los cruzados, ¿verdad? En que vienen con todo su poderío, a sangre y fuego, dejando a su paso la tierra quemada. En que no hay más que ver cómo… —Calla ya —le interrumpió Adam Wejdnar—. Y, en cuanto a vos, caballero checo, os diré lo siguiente: no es justa vuestra reprimenda. Porque Nové Mesto ahora está desierto, qué duda cabe, se ha despoblado. Mas en aquellos días, como vos mismo antes habéis contado, acudieron sus vecinos en tropel siguiendo a Procopio el Rasurado en la defensa del país. A la sazón, si algún morador de Nové Mesto me hubiera entonces reprendido, y o me habría callado. Mas de los de aquí, de Staré Mesto, no hubo quien se meneara. Dijo la sartén al cazo, eso es lo que hay. —Una gran fuerza —insistió Zy rowski— se acerca por el occidente. ¡Europa entera! No habréis de resistir esta vez. Va a ser vuestro final, a todo el mundo le llega su hora. —Nos va a llegar la hora —repitió Reynevan en tono sarcástico—. ¿Y a vosotros no? —También a nosotros —respondió Wejdnar con tristeza, acallando con un gesto a Zy rowski—. También a nosotros. Por desgracia.

A lo visto, mal elegimos bando en este conflicto. Había que haber escuchado lo que decía el obispo Laskarz. —En efecto —suspiró Jan Kuropatwa—, y yo tendría que haber escuchado a Zby szko de Olesnica. El caso es que ahora estamos aquí atrapados como reses en el matadero, y lo único que nos queda es mirar al matarife. Se dirige hacia aquí, recuerdo a los caballeros presentes, una cruzada como antes no había visto el mundo. Un ejército de ochenta mil hombres. Electores imperiales, duques, condes palatinos, bávaros, sajones, gente armada de Suabia, de Turingia, de las ciudades de la Hansa, amén del landfryd de Pilsen, y hasta algún chiflado ultramarino. Cruzaron la frontera a comienzos de julio y asediaron Stríbro, que debe de estar a punto de caer, si es que no ha caído ya. Y, ¿a qué distancia está Stríbro de aquí? A poco más de doscientas millas. Así que echad cuentas. Antes de cinco días los tendremos aquí. Hoy estamos a lunes. El viernes, recordad lo que os digo, veremos sus cruces a las puertas de Praga. —Procopio no va a ser capaz de contenerlos, le derrotarán en el campo de batalla. No resistirá. Son demasiados. —Los madianitas y los amalecitas, cuando atacaron Galaad —dijo Radim Tvrdik—, eran numerosos como una nube de langostas y sus camellos eran incontables como las arenas de la orilla del mar. Pero Gedeón, a la cabeza de apenas trescientos combatientes, los derrotó y los dispersó. Porque luchaba en nombre del Señor de los Ejércitos, con su nombre en los labios. —Sí, sí, cómo no. Y el zapatero Skuba venció al dragón de Wawel. No confundáis, mi buen señor, los cuentos con la realidad. —Enséñanos la experiencia —añadió Wejdnar con una sonrisa amarga— que el Señor, si es que a alguien apoy a, hacerlo suele al ejército más poderoso. —Procopio no reducirá a los cruzados —insistió Zy rowski, ensimismado—. Ah, en esta ocasión, caballero checo, ni el mismísimo Zizka os podría salvar.

—¡Procopio no tiene nada que hacer! —bufó Kuropatwa—. Me apuesto lo que sea. Es una fuerza excesiva. Con la cruzada vienen caballeros de Jorgenschild, de la orden del Escudo de San Jorge, la flor de la caballería europea. Y se dice que el legado papal trae consigo cientos de arqueros ingleses. ¿Oíste hablar, checo, de los arqueros ingleses? Sus arcos son tan largos como un hombre, pueden arrojar sus flechas desde quinientos pasos y a esa distancia traspasan una plancha de metal, atraviesan una loriga como si fuera una camisa de lino. ¡Jo, jo! Uno de esos arqueros es capaz… —¿Es capaz acaso —le interrumpió tranquilamente Tvrdik— de aguantar en pie el tal arquero si le rompen la crisma con un mayal? Toda suerte de tipos capaces han venido y a por aquí, nos ha visitado la flor de la caballería de todo pelaje, pero hasta ahora no ha aparecido nadie cuya crisma resistiera un mayal checo. ¿Os apostáis algo, caballero polaco? Oídme bien: yo os aseguro que, si a uno de esos ingleses ultramarinos le atizan con un mayal en la testa, ese inglés ultramarino no volverá a tensar la cuerda de su arco, porque el inglés ultramarino será un difunto ultramarino. De no ser así, habréis ganado la apuesta. ¿Qué nos apostamos? —Os van a correr a gorrazos. —Ya lo intentaron —comentó Rey nevan—. Hace un año. El domingo después de San Vito. En Ústí. Vos mismo estuvisteis allí, don Adam. —Cierto —reconoció el natural de la Gran Polonia—. Allí estuve. Todos estuvimos. Tú también estuviste, Rey nevan. ¿No lo habrás olvidado? —No. No lo he olvidado. El sol abrasaba de un modo terrible, del cielo manaba fuego. No se veía nada. La nube de polvo que levantaban los cascos de los caballos de los atacantes se mezclaba con el espeso humo de la pólvora que, tras la descarga, había cubierto todo el cuadrado exterior de la fortaleza de carros. Por encima del clamor del combate y los relinchos de los caballos se alzó de pronto el chasquido de la madera quebrada, seguido de los gritos de victoria.

Rey nevan veía cómo muchos trataban de escapar del humo. —Han logrado abrirse paso. —Divis Borek de Miletínek suspiró ruidosamente —. Han reventado los carros.

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