Año 1307. Los templarios se sienten amenazados y quieren recuperar Jerusalén pero para ello necesitan encontrar el Arca de la Alianza, el extraño objeto que Dios inspiró a Moisés y cuyos poderes permitieron a los hebreos conquistar la Tierra Prometida.
Un grupo de templarios disfrazados de peregrinos musulmanes camino de la Meca recorrerán miles de kilómetros de territorio enemigo para alcanzar el escondite del Arca.
San Juan de Acre, Tierra Santa, viernes 18 de mayo de 1291
El estruendo de los tambores sarracenos al otro lado de la muralla impedía entenderse a los cruzados aunque se gritaran al oído. Las flechas llovían sobre las barbacanas, sobre las callejas y sobre los tejados.
A media mañana cambió la dirección del viento y el humo de los incendios veló el sol como si una tormenta se abatiera sobre la ciudad. Entonces la tierra tembló ligeramente y los tambores enmudecieron.
De pronto, los sarracenos abandonaron el combate, descendieron apresuradamente sus escalas de asalto y se retiraron en desorden, atropellándose unos a otros, a través del campo sembrado de cadáveres.
Los que repelían el ataque desde las almenas se miraron perplejos.
El rumor subterráneo fue creciendo en los alrededores de la puerta de San Antonio.
—¡Es la mina! —gritó uno de los venecianos que defendían el antemuro de la Torre Maldita.
El aviso llegó demasiado tarde. El rumor aumentó hasta convertirse en un estruendo ensordecedor, la tierra cedió bajo la Torre Maldita y los sillares se desencajaron y estallaron despidiendo una lluvia de esquirlas afiladas que sembró la muerte alrededor.
La Torre Maldita se desprendió del muro y se desplomó con estrépito. Al amparo de la espesa nube de polvo, la muchedumbre de mamelucos trepó por los escombros e irrumpió ululante en la ciudad. Desde la barbacana interior,
Guillermo de Beaujeau, maestre del Temple, acudió a atajar la invasión al frente de una docena de freires, pero, al levantar la espada para arengar a los suyos, una flecha emplumada le acertó en la axila, el único espacio del cuerpo desprotegido por la cota de malla.
Nadie lo advirtió, porque el astil se rompió cuando el maestre bajó el brazo, pero el hierro había penetrado casi un palmo. Herido de muerte, Guillermo de Beaujeau tiró de las riendas y se retiró hacia la zaga. Sus desconcertados escuderos lo siguieron.
¡El gran maestre del Temple flaquea ante los sarracenos! Su mariscal, Beltrán de Bonlieu, se acercó a suplicarle que no abandonara el combate.
—Messire, por caridad, si los templarios desamparan la puerta de San Antonio, Acre está perdida —le dijo.