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Los evangelios gnosticos – Cesar Vidal

CÉSAR VIDAL. Es doctor en Historia (premio extraordinario de fin de carrera), Teología y Filosofía (ambos doctorados obtenidos en Estados Unidos) y licenciado en Derecho. Ha enseñado en diversas universidades de Europa y América y es miembro de prestigiosas entidades académicas, entre las que se cuentan la Society of Oriental Research o el Oriental lnstitute of Chicago. Autor de 125 libros, ha sido traducido a una docena de lenguas, entre ellas el ruso, el polaco y el georgiano. Ha sido galardonado por su labor en defensa de los derechos humanos y recibió el Premio Hebraica por sus libros sobre el Holocausto. En el año 2000 la crítica le concedió el premio de mejor novela histórica del año por La mandrágora de las doce lunas. Entre sus obras historiográficas cabe destacar Las Brigadas Internacionales (1998), Diccionario Histórico del cristianismo (1999), Enigmas históricos al descubierto (2002), y Nuevos enigmas al descubierto (2003). Ganador del Premio Las Luces de Biografía (2002) con Abraham Lincoln, recientemente ha publicado los libros de no-ficción Checas de Madrid (2003), España frente al Islam (2004), y el De lsabel a Sofía: medio milenio de reinas de España (2004). Sus últimas obras narrativas son Yo, Isabel la Católica (2003), El aprendiz de caballista (2003), El médico de Sefarad (2004), El testamento del pescador, con el que obtuvo el premio Espiritualidad (2004) y El último tren a Zurich, que le ha valido el premio Jaén de Narrativa Infantil y Juvenil 2004. Actualmente dirige y presenta el programa radiofónico La Linterna de la cadena COPE. Prólogo El mundo de la religión y el de la historia se relacionan inevitablemente, pues ambos conectan con lo más íntimo de la vida del hombre. Quizá por ello atraen tanto el interés científico como el popular. Concretándonos en la época que tratamos, las fuentes históricas relacionadas con el Nuevo Testamento resultan igualmente sugestivas para el teólogo y el gran público. Ante el historiador, el siglo primero de la era cristiana se despliega como un periodo enormemente atrayente por su peculiaridad y riqueza en acontecimientos, mutaciones e intercambios ideológicos y culturales. La «Pax romana» significaba, tras una etapa de convulsiones de todo tipo, un periodo de evolución. Eran tiempos de alteraciones, y tras ellos vinieron su asimilación y la esperanza que parecen ofrecer los tiempos nuevos. Pablo de Tarso llamaba a este periodo «La plenitud de los tiempos», calificándolo como el momento que Dios consideró apropiado para enviar a su Primogénito entre los hombres (Gálatas 4, 4). No se equivocaba Pablo al considerar aquella época como un momento decisivo para la historia de la humanidad, no solo por sus acontecimientos, sino por el prolífico surgimiento de fuerzas e ideologías que enriquecen aún más si cabe aquel entorno histórico. Walter Grundmann consideraba que este momento tenía unas condiciones favorables y únicas para la difusión del cristianismo y el desarrollo de las comunidades cristianas. Además de ser uno de los momentos más brillantes de la sinagoga judía helenística, también eran tiempos de comunicación y de intercambios espirituales y materiales en toda la cuenca del Mediterráneo. Muchos han sido los avances en el conocimiento del periodo histórico Alto imperial romano, correspondiente a las dinastías Julio-Claudia y Flavia, debido al considerable aumento de su bagaje material y a la investigación del mismo. Ciñéndonos al ámbito histórico-religioso palestino del joven cristianismo, dos descubrimientos históricos han despertado una atracción fuera de lo común, no solo entre los especialistas, sino también en el gran público. Ambos descubrimientos, los dos documentales, fueron hallados de forma accidental a mediados del siglo XX y son considerados como material decisivo en el estudio del pueblo judío, de la época intertestamentaria y del cristianismo primitivo. El primero de estos hallazgos fueron los Documentos del mar Muerto, encontrados en 1947 en las cuevas del Qumran, cuya publicación —por fin completa— ya ha tenido lugar en algunas lenguas extranjeras. El segundo documento es el que ahora nos ocupa: la Biblioteca gnóstica de Nag Hammadi, así llamada al realizarse su descubrimiento en las cercanías de este enclave egipcio a finales de los años cuarenta.


Ambos, en cierto modo, revolucionaron el tradicional conocimiento del cristianismo primitivo o, al menos, pudieron confirmar la hipótesis —ya propuesta por autores de la talla de Walter Bauer— de un posible polimorfismo detrás del fenómeno que supuso el mismo. El cristianismo no ha sido, ni siquiera desde sus orígenes, un movimiento religioso monolítico. Ya en sus mismos comienzos se enfrentaron helenistas y judíos ortodoxos, y hubo disidencias entre Pablo y los herejes judaizantes que pretendían seguir guardando el sábado y mantener las disposiciones levíticas más rígidas. Además, el cristianismo se vio pronto sometido a un combate con poderosas fuerzas espirituales y, en muchos casos, los cristianos optaron por asimilar, al menos en parte, algunas de sus terminologías, tal vez con la pretensión de hacerlas más accesibles a sus creyentes, produciéndose también su rápida difusión. Una de estas fuerzas espirituales de las que hablamos fue el gnosticismo, y a ella pertenecen los documentos recogidos en este volumen. Esta doctrina filosófica surgió con especial ímpetu como sincretismo religioso de creencias cristianas, judaicas y orientales en los dos primeros siglos de nuestra era. Aunque autores como Wilfred G. Davis consideran que tal doctrina arranca de la mitología primitiva babilónica, lo cierto es que influyó en el cristianismo primitivo en su versión helenística. Los defensores de esta doctrina trataron de conjugar sus elementos con las enseñanzas del cristianismo. El resultado fue un sistema ecléctico de teología, que pretendía contener la «gnosis» que capacitaba al hombre para trascender este mundo. Aunque esta doctrina fuera calificada un tanto exageradamente, por Adolf Harnack, como la primera teología cristiana, nunca fue aceptada por el cristianismo, en el que encontró una dura y considerable oposición, pues —aunque su ética de conducta a veces era similar a la enseñada por el Maestro de Galilea, y pretendía apoyar sus creencias en las Sagradas Escrituras, interpretándolas a su conveniencia— el concepto de la Divinidad y el de la propia Naturaleza de Cristo, así como el camino de la salvación, diferían notablemente de la doctrina cristiana. Sin embargo, la Iglesia primitiva llegó a temer el peligro de la confusión que el gnosticismo pudiera infundir entre sus fieles, como lo demuestra la famosa alusión de Pablo en su epístola a los colosenses contra posibles gnósticos incipientes: «Mirad que nadie os engañe con filosofías falaces y vanas, fundadas en tradiciones humanas, en los elementos del mundo y no en Cristo» (Colosenses 2, 8). Quizá la denuncia contra Himeneo y Fileto, a los que acusa de llevar «la impiedad con su palabra que cunde como la gangrena», pudiera referirse a la misma lucha contra los herejes gnósticos (2 Tim 2, 17). El gnosticismo cesó virtualmente como doctrina en el siglo v. Aunque derrotado por el cristianismo, no fue solamente esta la causa de su caída, sino que también iba implícita en su propia esencia y entidad. Nunca constituyó una filosofía bien organizada, sino que más bien tuvo un desarrollo confuso y diverso, según sus predicadores y sus lugares de difusión, originando distintas ramas que fueron sistemáticamente tachadas de heréticas por la Iglesia primitiva. Pese a que la influencia del gnosticismo se dejó sentir sobre el cristianismo durante más de cien años, después de alcanzado su apogeo, desaparecidos sus valedores y proscritas y destruidas sus escrituras, apenas se conocían fuentes directas de esta doctrina, teniendo que limitarse los interesados en la misma a referencias siempre negativas a este movimiento: Pablo, Juan, Ireneo y alguna alusión en los Hechos de los Apóstoles (Hechos 8, 9 y 24). Ahí radica la importancia del descubrimiento de la Biblioteca de Nag Hammadi, que nos permite utilizar los únicos testimonios de primera mano de este movimiento religioso. Por desgracia, y pese a mediar décadas desde su descubrimiento hasta hoy, nadie había abordado la importante tarea de traducirlos en su totalidad de su idioma original, el copto, al castellano. Es cierto que habían aparecido algunas versiones traducidas del francés al castellano. Otras, partiendo del texto original, se reducían solo a textos concretos, como la traducción del Evangelio de Tomás. Pero lo cierto es que el lector, si deseaba tener en su totalidad los Evangelios gnósticos, se veía obligado a hacerlo en alguna lengua extranjera —generalmente en alemán o inglés—, por no haberse llevado a cabo esta necesaria tarea. Por la inexistencia de una obra similar en castellano, total y directa, y por la importancia que para el estudio del cristianismo en general y del gnosticismo en particular revisten los evangelios de Nag Hammadi, la traducción comentada de César Vidal marca un hito en la investigación hispana en relación con este tema.

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