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Los dragones del castillo ruinoso – Terry Pratchett

Enfocad un planeta que da vueltas y vueltas en el espacio… Enfocad un pequeño país en su hemisferio norte: Reino Unido. Más, más cerca…. y al oeste de Londres podréis ver el condado de Buckinghamshire. Pueblos pequeños y serpenteantes caminos rurales. Y si pudierais volver atrás en el tiempo hasta mediados de la década de 1960, quizá divisaríais a un joven que recorre en motocicleta uno de esos caminos, con un cuaderno y un bolígrafo en el bolsillo de la chaqueta. Ese soy yo, un reportero principiante del Bucks Free Press al que enviaban a cubrir acontecimientos de la zona. Si había suerte, eran cosas como las ferias de los pueblos. Ya sabéis a qué me refiero: hombres que se metían comadrejas en los pantalones o que sacaban sapos del interior de barreños con la boca, y algún queso que rodaba demasiado deprisa colina abajo. Aquello era muy divertido. Y mientras tanto, en algún momento, aprendí a escribir a base de leer todos los libros que pudiera sacar de la biblioteca. De modo que empecé a escribir mis propios relatos, cuentos para lectores jóvenes que se publicaban cada semana en el periódico. Este libro contiene una selección de esos relatos. Hay dragones y magos, concejales y alcaldes, una tortuga aventurera y un monstruo en un lago, además de muchos sombreros puntiagudos y varios hechizos (algunos de los cuales incluso hacen lo que deberían). Un par de estas historias tempranas acabaron dando pie a mi primera novela, The Carpet People. Cuando pases la página, leerás los cuentos que escribí siendo muy joven, en su mayoría tal y como se publicaron por primera vez, aunque mi yo adulto haya trasteado un pelín con algunos detalles: un retoque aquí, un pellizco allá y alguna nota a pie de página cuando era necesaria, porque mi yo joven no era tan espabilado como él creía. Pero ese chico inocente de la motocicleta y mi yo adulto, el del sombrero negro y la barba, somos la misma persona. Y lo único que los dos hemos querido siempre es escribir para gente que sea lo bastante mayor para comprender. Y para imaginar… TERRY PRATCHETT Wiltshire, 2014 En los tiempos del rey Arturo no había periódicos, sino pregoneros que se paseaban por ahí proclamando las noticias a voz en grito. Un domingo, el rey Arturo estaba reclinado en la cama, comiéndose un huevo pasado por agua, cuando el pregonero dominical irrumpió en su alcoba. En realidad eran varios pregoneros: un hombre que dibujaba los retratos, un bufón que hacía chistes y un señor bajito con calzas y botas de fútbol al que llamaban Sección de Deportes. —exclamó el pregonero de noticias anunciando el titular, y luego añadió bajando un poco la voz —: Para más detalles, escuchar la página nueve. El rey Arturo se quedó tan sorprendido que soltó la cucharilla. ¡Dragones! Todos sus caballeros habían salido a hacer gestas, menos sir Lanzarote, que estaba en Francia de vacaciones. La página nueve llegó resollando por haber subido la escalera, carraspeó y dijo: —Miles de personas han huido para salvar sus vidas mientras una familia de dragones verdes incendia y arrasa los alrededores del castillo Ruinoso… —¿Qué está haciendo el rey Arturo al respecto? —exigió saber el pregonero editorial, muy ufano —. ¿Para qué pagamos impuestos? El pueblo de Camelot exige que se actúe de inmediato y… —Échalos y dales cuatro peniques[1] a cada uno —ordenó el rey al mayordomo—.


Y luego llama a la guardia. Más tarde, el rey salió al patio. —A ver, escuchadme —dijo—. Quiero un voluntario para… Pero entonces se ajustó los anteojos. La única otra persona que había en el patio era un chico más bien flaco con una cota de malla que le venía demasiado grande. —¡Ralph presente, mi señor! —dijo el chico, y saludó llevándose una mano a la frente. —¿Dónde se han metido los demás? —Tom, John, Ron, Fred, Bill y Jack se han puesto enfermos —dijo Ralph contando con los dedos —. William, Bert, Joe y Albert están de vacaciones. James está visitando a su abuelita, Rupert ha salido de caza, y Eric… —Sí, ya, muy bien —lo interrumpió el rey—. Ralph, ¿te apetecería visitar el castillo Ruinoso? Tiene unos paisajes muy bonitos, la comida es excelente, y solo hay que matar unos pocos dragones. Llévate mi coraza de repuesto, te vendrá un poco grande pero es bastante gruesa. De modo que Ralph montó a lomos de su asno y, silbando, trotó por el puente levadizo y desapareció al otro lado de las colinas. Cuando estuvo seguro de que ya no podían verlo, se quitó la coraza, que chirriaba y daba demasiado calor, la escondió detrás de un seto y se puso su ropa de diario. En la cima de una colina arbolada había un hombre montado a caballo y con una armadura negra como el carbón. Observó al muchacho que pasaba y luego se lanzó al galope tras él en su enorme corcel negro. —exclamó con voz grave alzando su espada negra. Ralph se volvió hacia él. —Disculpadme, señor —dijo—, ¿por aquí voy bien hacia el castillo Ruinoso? —Esto…, sí, la verdad es que sí —respondió el caballero con aspecto bastante abochornado, y entonces recordó que en realidad era un caballero grandote y duro y, forzando la voz, exclamó—: Ralph levantó la mirada, sorprendido, mientras el caballero negro desmontaba y se abalanzaba sobre él blandiendo su espada. —¡Ríndete! —vociferó el caballero, pero entonces metió el pie en una madriguera de conejo y dio un tropezón aparatoso, estridente como la explosión de una fábrica de latas. Volaron partes de armadura en todas las direcciones. Hubo un breve silencio y luego, cuando el yelmo se desenroscó, Ralph vio que el caballero del Viernes era un hombre muy, pero que muy pequeño. O al menos tenía una cabeza muy pequeña. —Perdón —dijo el caballero—. ¿Puedo intentarlo otra vez? —¡Ah, no, ni hablar! —repuso Ralph, y desenvainó su espada oxidada—. He ganado.

Tú has caído el primero.[2] Además, ni siquiera es viernes, así que te llamaré Trochemoche, porque te has dado un trompazo esta noche. ¡Date preso! Hubo un estruendo metálico en el interior de la armadura antes de que Trochemoche saliera por una escotilla que había en la parte de detrás. Su feroz armadura negra era tres veces más grande que él. Y así fue como Ralph prosiguió su viaje hacia el castillo Ruinoso a lomos de su borrico, seguido de Trochemoche, el caballero del Viernes, montado en su negro corcel. Al poco tiempo se hicieron amigos, porque Trochemoche se sabía muchos chistes y cantaba bastante bien: había sido artista de circo antes de dedicarse a la caballería. El día siguiente encontraron a un mago sentado en un mojón, leyendo un libro. Llevaba el uniforme habitual de los hechiceros: larga barba blanca, sombrero puntiagudo,[3] una especie de camisón cubierto de símbolos y sortilegios y unas botas largas y sueltas, aunque, como se las había quitado, se veían unos calcetines rojos. —Disculpadme, señor —dijo Ralph, porque había que ir con cuidado al hablar con magos—. ¿Por aquí vamos bien hacia el castillo Ruinoso? —¡Rayos y centellas, sí! —respondió el mago cerrando el libro de golpe—. ¿Os importa que os acompañe? Tengo unos cuantos hechizos antidragones que me gustaría probar. Dijo que se llamaba Torpucero y que estaba allí sentado porque se le habían roto las botas mágicas de siete leguas. Señaló el par de botas altas y marrones que había junto al mojón. Las botas mágicas pueden venir muy bien, porque sirven para ir a cualquier sitio sin cansarse, pero las de Torpucero necesitaban un remiendo. De modo que se acercaron todos y, como Torpucero sabía algo de magia, Trochemoche sabía algo de botas y Ralph sabía algo de andar, entre los tres consiguieron hacerles un apaño. Torpucero se puso las bota y trotó junto a ellos al ritmo del asno de Ralph. El terreno se fue haciendo cada vez más sombrío, con negras montañas que se elevaban a ambos lados del camino. Unas nubes grises taparon el sol, y de pronto se levantó un viento frío. Los tres siguieron adelante hasta que llegaron a una cueva oculta detrás de un zarzal. —No nos iría nada mal una hoguera —comentó Ralph. —Dicho y hecho —respondió Torpucero. Murmuró unas palabras y sacó de la nada una bombilla con forma rara, un sombrero pequeño, un plátano y un candelero de latón. No era que fuese mal mago, solo que siempre se confundía. Y, aunque no lo supiera, la bombilla rara llegaba con varios siglos de adelanto. Después de que Trochemoche encendiera una hoguera, se aposentaron a su alrededor, y Ralph y Torpucero no tardaron en dormirse.

Pero a Trochemoche le pareció oír un ruido. sonó una rama entre los arbustos: algo se acercaba a ellos con sigilo. Trochemoche cogió su espada del suelo y se aproximó despacio a los matorrales. Entre ellos se movía algo, algo con los pies muy grandes. Estaba oscuro, y de algún lugar llegó el ulular de un búho. —exclamó Trochemoche, y se lanzó hacia los arbustos. El grito despertó a Ralph y a Torpucero que, al oír los chirridos y los golpes, se levantaron y corrieron a ayudar a Trochemoche. Durante cinco minutos solo se oyeron crujidos… y alguna palabrota cuando alguien pisaba una espina. Estaba tan oscuro que ninguno sabía si tenía algo detrás, siguiéndolo, así que todos se volvían una y otra vez para comprobarlo. —gritó Trochemoche, y saltó sobre algo. —¡Me tienes a mí! —La voz de Torpucero llegó entre la hojarasca. Mientras sucedía eso, algo muy pequeño salió de entre los arbustos y extendió los pies hacia el fuego para calentarlos. Luego rebuscó entre los morrales y se comió lo que iba a ser el siguiente desayuno de Torpucero. —Os digo que he oído algo, de verdad, estoy seguro —murmuró Trochemoche mientras volvían los tres, llenos de arañazos y magulladuras, de entre los zarzales—. ¡Mirad, ahí está! —¡Es un dragón! —exclamó Torpucero. —Pero muy pequeñito, ¿no? —dijo Ralph. El dragón tenía el tamaño de un hervidor pequeño, era verde y tenía las zarpas muy grandes. Los miró, se sorbió un poco los mocos y se echó a llorar. —A lo mejor mi desayuno no le ha sentado bien —musitó Torpucero examinando su morral. —Pero ¿qué vamos a hacer con él? —preguntó Ralph—. La verdad es que muy peligroso no parece. —¿Nos hemos perdido de nuestra mamaíta? —canturreó Trochemoche poniéndose a gatas y sonriendo al dragón, que retrocedió y le soltó un poco de humo por el hocico. A Trochemoche no se le daban nada bien los niños. Al final le prepararon la cama en una cacerola grande, la taparon y se volvieron a dormir. Cuando partieron a la mañana siguiente, Torpucero cargó con la cacerola a la espalda.

Al fin y al cabo, no iban a abandonar al dragón. Al poco tiempo, la tapa se abrió, y el dragón asomó y miró a su alrededor. —Esta no es tierra de dragones —les comentó Ralph—. Seguro que se ha perdido. —Es de la variedad verde. Cuando crecen, pueden llegar a los diez metros de altura —dijo Trochemoche—, y entonces les da por rugir, arrasarlo todo, pisar el césped y más atrocidades ilegales. —¿Qué clase de atrocidades? —preguntó Ralph con interés. —Eh… Bueno, yo qué sé, dejarse grifos abiertos y dar portazos, supongo. Por la tarde llegaron al castillo Ruinoso. Se alzaba solitario en la cima de una colina, construido con piedra gris. En el valle de abajo había un pueblo, pero estaba casi todo quemado. No había ni rastro de nadie, ni siquiera de un dragón.

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