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Los Dientes del Dragón – Juan Eslava Galán

Siglo XII. San Juan de Acre resiste el asedio de los cruzados. Los sarracenos llevan años soportando el ataque aunque sus tropas están al borde de la extenuación. En el campo cristiano, la lucha entre los principales barones amenazan con romper la frágil coalición. Lucas de Tarento, un caballero templario, recibe una sagrada misión que puede cambiar para siempre el destino de Tierra Santa. Los líderes de la cruzada le encomiendan la búsqueda del Espejo de Salomón. Aquel que lo posea podrá obtener el favor divino en el combate y ganar, por fin, la guerra. En compañía de su escudero, una bella dama elfa y un joven noble, el protagonista atravesará el mundo conocido y se enfrentará a los míticos dragones que custodian la clave necesaria para usar la antigua reliquia. En su travesía, deberán enfrentarse a oscuros poderes y viajar, en una frenética carrera contra el tiempo, hasta los más lejanos confines de la tierra. Nuestra memoria, nuestra tradición, está llena de referentes mágicos no explicados. Los monstruos y los dioses de antiguas mitologías nos parecen cercanos, reales. Los dragones eran temidos por todos los pueblos de Europa. Desde nuestras catedrales, legiones de gárgolas nos observan. No es posible tanta casualidad, tanta coincidencia en las leyendas y en los imaginarios.


 

CAPÍTULO I Estaba la mar dormida. Un oleaje tranquilo balanceaba la barca. El caballero de la barba canosa y su escudero dejaron los remos y contemplaron, a lo lejos, las luces de San Juan de Acre, el puerto de Tierra Santa. —Si seguimos pueden descubrirnos —advirtió el caballero—. Ahora toca nadar. Sacaron los remos de sus chumaceras y los depositaron en el fondo de la embarcación. —Echa el ancla —ordenó el caballero. El escudero levantó el pesado disco de piedra atado con una soga por su agujero central y lo soltó en el agua, cuidando de no hacer ruido. La soga se deslizó rápidamente y se detuvo cuando quedaban a bordo apenas dos brazas. —¿Sire, crees que cuando regresemos podremos orientarnos para encontrar la barca? —preguntó el escudero con cierta aprensión. Procedía de la judería de Praga y no estaba habituado a las artes de la navegación.


—Eso sólo Dios lo sabe —respondió el caballero—. Si no podemos agenciarnos en el puerto otra barca mejor más nos valdrá encontrar esta. El escudero asintió resignado. Se despojó de la camisola negra y dejó al descubierto su torso moreno, delgado y fibroso. Anudado a la cabeza hasta cubrirle la frente llevaba un pañuelo rojo del que jamás se despojaba. Quizá ocultaba la fea cicatriz de una herida o la marca infamante de un hierro al rojo vivo. El caballero se quitó la camisola y también se quedó desnudo. Era musculoso sin exageración y bien proporcionado. La piel atezada de los brazos y el rostro contrastaba con la palidez del cuerpo, en el que se distinguían las señales cárdenas de antiguas cicatrices. Los dos hombres se anudaron a la cintura sendas bolsas. —¡Ahora al agua, sin alborotar! —ordenó el caballero. Cada uno descendió por un costado de la barca. El agua no estaba demasiado fría. Nadaron vigorosamente en dirección a las luces del puerto hasta que, a doscientos pasos del farallón exterior, señalado por una cinta de espuma donde rompían las olas, el caballero, que iba delante, dejó de bracear y siguió nadando despacio, con las manos bajo el agua, silenciosamente. El criado lo imitó. Parpadeaban las luces de Acre. No muchas, porque la hambrienta población había consumido y a el aceite lampante y hasta el sebo de las velas. Acre, la ciudad sitiada por los cruzados, emplazada sobre una pequeña península del golfo de Haifa, en la costa de Tierra Santa, era un hueso duro de roer. Por el sur y por el oeste el mar lamía los sólidos fundamentos de una muralla levantada sobre la roca viva. Por el este, el puerto se abría al resguardo de un espinazo rocoso coronado de fuertes muros almenados que se elevaban hasta un cerro rematado por un formidable castillo, la Torre de las Moscas. Al este y al norte había otras dos líneas de murallas que confluían en ángulo recto en la Torre Maldita. Acre había sido la ciudad más rica de los cruzados, su puerto comercial más próspero, la meta de las caravanas llegadas de lejanas tierras que rendían viaje frente a los combos navíos procedentes de toda la Cristiandad. Pero eso era antes, cuando los francos señoreaban la ciudad. Ahora estaba de nuevo en manos de los sarracenos, los cristianos la asediaban y la guerra se dilataba de día en día sin que se adivinara el fin. Los intrusos pasaron nadando a la sombra de la Torre de las Cigüeñas, que vigilaba el espigón del puerto, sin que la guardia los detectara.

Extremando las precauciones, se acercaron al antiguo muelle de piedra. Había tres navíos de transporte, panzudos, enormes y oscuros, y dos galeras ligeras de guerra con el fanal de popa encendido. Se veían las siluetas de varios centinelas en sus puestos de cubierta. Se deslizaron bajo las tablas del muelle supletorio, en el que flotaban algunos esquifes y otras embarcaciones menores. El caballero evaluó las posibilidades marineras de cada una y se decidió por la que parecía menos mala. —Esta nos servirá —informó al criado. Al final del muelle había una escalera de piedra. Nadaron hasta ella y salieron del agua pringosa, en la que flotaban desperdicios. Agazapados en los últimos peldaños examinaron el muelle. Estaba despejado. Tampoco se veía a nadie delante de los edificios, en el abigarrado conjunto de barracones y cobertizos de almacenamiento. Después de meses de asedio, hacía tiempo que los animales habían desaparecido en los estómagos de la hambrienta población. El caballero y su escudero se pusieron las botas ligeras de fieltro que llevaban en las bolsas. —Vamos allá. Un buhonero que traficaba entre los campamentos sarraceno y cristiano, había revelado que Isbela de Merens, estaba encerrada en el palacio de las Cadenas, residencia del capitán de corsarios Muley Osmán. Hacía un mes que la habían capturado en la galera La Delfina Impetuosa que la llevaba a Chipre. El maestre de los templarios Robert de Sablé, amigo de su padre, había conseguido que el rey Ricardo enviara a un hombre para rescatarla. —La Casa de las Cadenas está por ahí —susurró el caballero, que había vivido en la ciudad—. Tenemos que cruzar el antiguo barrio de los genoveses. Si los sarracenos han cerrado las tabernas, para cumplir el discutible mandamiento del Profeta, no será difícil llegar hasta allí. Tampoco iba a ser fácil. Una patrulla de centinelas apareció de improviso tras los fardos y se dirigió hacia ellos. ¿Habrían oído algo? Sumidos en las sombras, aguardaron con las dagas prevenidas. Los guardias pasaron cerca de ellos, charlando animadamente. Cuando las voces se alejaron, el criado asomó la cabeza y comprobó que la explanada estaba desierta de nuevo.

—Despejado, sire. —¡Vamos allá! Cruzaron corriendo la distancia que los separaba de los primeros barracones. Desde allí, se internaron en el antiguo barrio genovés procurando ocultarse bajo los soportales en sombra, donde en tiempos más tranquilos los mercaderes colgaban sus mercancías. Tras algunos rodeos y después de esquivar otra ronda, llegaron a una plazuela dominada por un sólido edificio de piedra de cuyas paredes pendían cadenas procedentes de las galeras conquistadas al enemigo por el constructor de la casa, el patricio Doménico Astolfi. Desde la caída de Acre, la casa pertenecía a Muley Osmán, un antiguo capitán de corsarios al que Saladino había nombrado almirante. Dos linternas de aceite y brea, a ambos lados de la puerta principal, iluminaban la fachada. La enorme puerta guarnecida de planchas de hierro permanecía cerrada. —Ahí está la muchacha —susurró el caballero desde las sombras. —¿Cómo entraremos, sire? —preguntó el escudero. —Detrás hay un pequeño huerto. Por allí será más fácil. Bordearon la plaza bajo las sombras y se internaron por un callejón lateral que conducía a la parte posterior del edificio. El muro era tan alto que un hombre de pie sobre un caballo no podría alcanzarlo. Había una puerta falsa, una poterna chapada de hierro, pero parecía más sólida aún que la puerta principal. —¿Qué hacemos ahora? —inquirió el caballero en sordina. —Abrir, por supuesto. —¿Tiene cerradura? No tiene, pero se abrirá de todos modos. El escudero sacó de su bolsa una palanqueta y pasó la palma de la mano por su hoja plana. Apoy ó el hombro izquierdo en la pesada poterna y empujó con firmeza al tiempo que introducía el extremo afilado del hierro en la rendija, entre el dintel y la puerta. Hizo fuerza hasta que se escuchó un clic apagado. —Ya tenemos la primera —susurró. Después repitió la operación tres veces a distintas alturas. —Ya está, sire. —¿Has levantado las aldabas? —preguntó el caballero. —Algo así —dijo el criado—.

Entremos. No había atacado la puerta por el lado del cerrojo, sino por el de las bisagras de capucha. El cerrojo quedaba intacto con su dobladillo de seguridad, en el extremo contrario de la puerta. El caballero movió la cabeza con resignación. —Pedro, no sé si alegrarme de que sigas actuando como el ladrón que fuiste. —Sire, estas cosas nunca se olvidan, pero ahora pongo mi ciencia al servicio de Dios. —Sí, eso sí —convino el caballero. Pedro el Raposo tenía una larga historia llena de sombras. Había crecido huérfano en Praga hasta que el rabino Baruj Meir lo recogió de la calle y lo crió como al hijo que nunca tuvo. El rabino era un reputado cabalista. En su vejez quiso visitar a otro cabalista, Isaac Abranel, de Toledo, con el que a lo largo de su vida había intercambiado tres cartas. Se puso en camino y cruzó Europa con Pedro el Raposo, que se había convertido en un muchacho robusto, no demasiado alto, pero despierto y servicial. En Toledo los dos rabinos exploraron ciertos subterráneos que Abranel conocía y en una de esas visitas Meir cogió un enfriamiento que lo llevó a la tumba. Pedro el Raposo enterró a su amo y en lugar de regresar a Praga se quedó en Castilla viviendo a salto de mata, unas veces como criado; otras, como ladrón. Lucas de Tarento, después de abandonar la orden templaria, de paso por Toledo, lo adoptó como escudero y se esforzó en conducirlo por el buen camino. Pedro era listo y aprendía pronto. En pocos años se había convertido en un hábil guerrero. Después de entrar, el antiguo ladrón volvió a encajar la puerta. Permanecieron unos instantes inmóviles, al acecho, escudriñando en la oscuridad del jardín. Palmeras y árboles de diversas especies, frutales y de sombra, cubrían el espacio hasta ocultar el cielo. El escudero olfateó el aire. Aspiraba los aromas de la vegetación descompuesta y en su sensible nariz detectaba cualquier indicio de vida animal. —Ratas solamente, sire —informó—. Podemos seguir. El escudero se movió con destreza por la jungla espesa del jardín para abrirle paso a su amo.

Llegaron hasta la parte trasera de la casa. Varios peldaños de gastado granito conducían a una puerta, también de hierro. El caballero esperaba que su acompañante recurriera de nuevo a la palanqueta. Se sintió un poco decepcionado cuando le señaló la parra que trepaba por el muro, apoyada en un entramado de madera. Treparon hasta la primera ventana, a una altura considerable del suelo, y entraron en la casa. Estaban en un pasillo estrecho, largo y oscuro. El escudero extrajo la palanqueta, la acarició y la hoja se iluminó con un fulgor lechoso que permitía distinguir los perfiles de un par de arcones y varias jamugas distribuidas a lo largo del corredor. —Adelante, sire, y cuidado con tropezar con algún mueble —susurró. Avanzaron con precaución dejando atrás varias puertas cerradas. ¿En cuál de ellas estaría confinada la cautiva? Al final se percibía una raya de luz. Aplicaron el oído. Dentro conversaban dos hombres en el idioma sarraceno que tanto el criado como el caballero comprendían. —… Resistir más de una o dos semanas —decía una de las voces—. El pueblo tiene hambre y cuando no podamos dar ni un tazón de gachas a los hombres que defienden la muralla tendremos que entregar la ciudad a los francos. —Y, mientras tanto, mi primo Saladino no hace nada —respondió otra voz levemente gangosa—. Está esperando que sus emisarios regresen de la entrevista con el Viejo de la Montaña. Le ha ofrecido un reino si le revela dónde se oculta el Espejo de Salomón. —¿Un reino a cambio de un espejo? —Se asombró la primera voz—. Esperaba más de la prudencia de Saladino. —No es un espejo cualquiera, Hasid. Es un talismán que nos permitirá expulsar a los francos de estas tierras para siempre. El brillo de la palanqueta comenzaba a apagarse. El escudero la frotó y se reavivó el fulgor. El caballero se llevó un dedo a los labios y le indicó que lo siguiera. Al fondo del pasillo se abría una escalera de caracol que descendía hacia el piso inferior.

Bajaron por ella. En el piso bajo encontraron otro pasillo similar al de arriba. Junto a una de las puertas, un guarda dormitaba sobre una estera de oración, con la espada desenvainada sobre los muslos. El escudero lo golpeó en la sien con el extremo grueso de su herramienta. El hombre se desplomó hacia un lado sin exhalar un gemido. La puerta tenía un cerrojo por fuera. El caballero lo descorrió con cuidado y observó el interior de la habitación. Estaba débilmente iluminada con un par de mariposas de aceite. Sobre una tarima ricamente adornada con colchas y paños damascenos y acía una persona. Los dos intrusos se acercaron. Una muchacha dormía inquieta, arrebujada en una colcha que dejaba al descubierto su rubia cabellera. A la vacilante luz amarilla parecía muy bella: la nariz recta, los labios perfilados y bermejos, los ojos grandes, orlados de largas pestañas, las orejas delicadas ligeramente puntiagudas que delataban sangre elfa. Los dos hombres se miraron. El criado asintió. El caballero le tapó la boca con una mano al tiempo que la sujetaba con la otra. La muchacha despertó sobresaltada y abrió los bellos ojos con una mirada desencajada por el pánico. —Isbela de Merens, cálmate —le susurró el caballero al oído—. Soy Lucas de Tarento y este es Pedro el Raposo, mi criado. Somos cristianos. Nos envía el rey Ricardo para liberarte. ¿Me has entendido? La muchacha dejó de debatirse como un animal atrapado en una red y se tranquilizó un poco. —¿Has entendido? —repitió Lucas de Tarento. Ella asintió con la cabeza. —Ahora te soltaré. Cálmate.

Si los sarracenos nos descubren nos degollarán. Isbela estaba desconcertada, pero se hacía cargo de la situación. El caballero le retiró la mano de la boca. La beldad, sentada sobre la cama, respiró profundamente. Sus bellos ojos elfos se esmaltaron de lágrimas. —¡Gracias a santa María, me habéis liberado! —Todavía es pronto para alegrarse —observó el Raposo—. Ahora falta lo peor, que es volver. No perdieron un instante. La muchacha se calzó unas sandalias y se echó un manto por los hombros. El guardián seguía tendido en el pasillo. —Si despierta dará la alarma —objetó el criado—. ¿Lo degollamos? —Toda vida es preciosa —susurró el caballero—. Átalo. El criado se inclinó sobre el sarraceno, lo despojó del cinturón y lo maniató con él. Después lo amordazó con el cordón de faltriquera que el sarraceno llevaba al cinto, tras vaciarla y guardarse su contenido con la rutina del saqueador profesional. —Salgamos —dijo Lucas. Iluminados por la palanqueta, que emitía su leve fosforescencia azul, descendieron hasta el piso inferior de la mansión. El enorme mastín que dormitaba junto a la puerta abrió un ojo y se incorporó con un gruñido amenazador, pero la muchacha extendió la mano y bisbiseo un conjuro. El animal depuso su actitud y acudió dócil a lamer la mano de Isbela. Ella le acarició la enorme cabeza. —Buen chico. —¿Eres maga? —susurró el Raposo, asombrado—. ¿Qué más sabes hacer? —Otras cosas —murmuró Isbela sonriendo por primera vez. Era una sonrisa capaz de caldear el corazón de cualquiera. El Raposo levantó la poderosa retranca de hierro que cerraba la puerta, la sacó de su encaje cuidando de no hacer ruido y la depositó a lo largo del muro.

Todavía quedaban dos cerrojos gruesos como la muñeca de un hombre. Estaban bien engrasados. Los descorrieron silenciosamente. El criado entreabrió la puerta y observó la plaza con precaución. —No se ve a nadie, sire —murmuró volviéndose. —Vamos allá. Corrieron hasta las sombras de los soportales vecinos. Después, evitando encuentros desagradables, regresaron al puerto. —¿Sabes nadar? —le preguntó el Raposo a Isbela. —Esta vez no será necesario —intervino el caballero—. Regresaremos en una de esas embarcaciones. —Los guardias que custodian la torre de las Cigüeñas nos verán salir del puerto —objetó el escudero—. Tendrán tiempo de sobra para asaetearnos con sus balistas. —Por supuesto que nos verán, pero nos dejarán pasar sin daño —dijo el caballero—. ¿Ves aquel cobertizo? —Sí. —Cuando pasamos junto a él, percibí el olor del aceite de nafta. —¿Nafta? —preguntó el Raposo—. ¿Qué es nafta? —Uno de los ingredientes del fuego griego. Ahí es donde guardan los sarracenos la nafta con la que equipan sus barcos de guerra. Organizaremos unos bonitos fuegos artificiales. El Raposo forzó la entrada del barracón. Dentro, a la luz azulada de la palanca, descubrieron una pila de barriles de roble y otra de tinajas de barro. Lucas comprobó el contenido: polvos de azufre y nitrato en los barriles; nafta, un líquido oleoso, en las tinajas. —Excelente —murmuró aprobador—. Esto es cuanto necesitamos.

Abramos las puertas de par en par y saquemos un par de barriles. Con ay uda del Raposo e Isbela, el caballero vació sobre el suelo cuatro barriles de azufre y otros tantos de nitrato y mezcló los polvos amarillos con los blancos con una pala de madera hasta conseguir un tono intermedio. Después destapó varias tinajas de nafta y arrojó paletadas del polvo nitrosulfúrico a su interior. El líquido rebosaba y se derramaba sobre el montón de azufre y nitrato del suelo. Cuando calculó que las proporciones eran las correctas tapó herméticamente las tinajas con sus cierres de madera y con ay uda del escudero, las hizo rodar hasta el exterior. El cobertizo distaba treinta pasos del lugar del atracadero de las galeras de guerra, cuy as bordas apenas llegaban a la altura del muelle. El empedrado descendía en ligera pendiente hacia el mar, para evitar que en los días de galerna el oleaje alcanzara los depósitos y barracones. Aquella inclinación favorecía los designios del caballero. —Ahora viene lo difícil: atended. Yo hago rodar las tinajas para que caigan al mar entre las galeras. Cuando el líquido empiece a arder prendéis fuego al barracón, corréis al esquife, lo desamarráis y me esperáis con la vela lista. —¿Sire, vas a arrojar las tinajas al agua? —se asombró el Raposo—. Se apagarán. —No se apagarán —lo tranquilizó Lucas—. El fuego griego contiene una magia que le permite arder sobre del agua. —Pero los guardianes de la Torre de las Cigüeñas nos verán huir por la bocana y nos cazarán con sus flechas —objetó todavía el escudero. —Tranquilo. Dentro de nada saldrán al mar abierto todos los barcos que no estén ardiendo. Los patrones de todas esas embarcaciones querrán ponerlas a salvo fuera del puerto. Nosotros nos disimularemos entre ellas. ¿Alguna pregunta más? —No. —¿Sabes cómo encender un fuego? —Claro, pero aquí no hay apaños. —En ese estante, junto a la entrada, hay y esca, pedernal y un candil. Cuando oigas voces de alarma, vacías un par de tinajas más de nafta y le prendes fuego a todo. Nos veremos en el esquife.

El caballero enfiló cuidadosamente el primer barril hacia las galeras de guerra y lo impulsó poderosamente, haciéndolo rodar sobre el empedrado. El recipiente ganó velocidad y se estrelló contra la columna de bronce a la que se amarraban las dos galeras. Antes de lanzar el segundo barril raspó con su daga un trozo de pedernal. Cuando las chispas prendieron el volátil aceite de nafta que embadurnaba la madera, lanzó el barril en llamas con un violento impulso, y detrás los tres barriles restantes. Sólo uno se desvió de su objetivo, pero el Raposo corrió tras él y lo reintegró a la tray ectoria prevista. Para entonces, varios centinelas de las galeras se habían alertado con el traqueteo de los barriles y tocaban alarma con sus cornetas de latón. Demasiado tarde: uno tras otro, los barriles se estrellaron contra la columna del amarre. El fuego griego prendió violentamente y se derramó sobre las galeras y sobre las aguas circundantes. En un santiamén, la noche se pobló de resplandores, de gritos y de carreras. Sonaron por todo el puerto las bocinas. La explanada se llenó de hombres semidesnudos arrancados del sueño que no sabían adónde acudir. —¡Fuego, fuego! Las llamas prendían vorazmente en las maderas calafateadas con pez y alquitrán. Algunos corrían a buscar cubos para socorrer a las galeras, otros intentaban salvar las embarcaciones que todavía no estaban afectadas. Media docena de esquifes largaron atropelladamente sus velas triangulares y enfilaron la bocana del puerto, entre ellos el que transportaba a los intrusos y a la bella pasajera. Otras embarcaciones más pesadas pugnaban por apartarse del muelle impulsadas desesperadamente por las pértigas de sus marineros. Las pesadas urcas de transporte llevaron la peor parte: incapaces de moverse con la celeridad necesaria fueron, una tras otra, presa de las llamas que saltaban de bordas a aparejos y prendían en el cordaje. La urca más alejada del incendio casi se salvó, pero las llamas la persiguieron sobre el agua, siguiendo la ancha estela que su desplazamiento iba dejando, y la atraparon en medio del puerto. Los marineros, incapaces de controlar el fuego, optaron por lanzarse al agua y regresar al muelle a nado. Con Isbela tumbada en el fondo de la barca y oculta bajo un lienzo, Lucas de Tarento y el Raposo pasaron ante la torre de las Cigüeñas disimulados entre los esquifes que huían. En la terraza almenada de la torre, las enormes balistas apuntaban al cielo, desarmadas y cubiertas con sus lienzos protectores, mientras que sus servidores contemplaban el incendio desde las almenas del lado opuesto. Cuando los fugitivos alcanzaron el mar abierto, en lugar de girar hacia los puertos de la Muna y Kafú, como hacían las otras embarcaciones, mantuvieron el rumbo y se adentraron en la oscuridad del mar. En el puerto, en medio de la confusión, el almirante Muley Osmán —rodeado de esclavos con garrotes y lanzas— buscaba a los fugitivos y, enfurecido, descargaba latigazos en todas las espaldas que se ponían a su alcance, incluso en las de un sargento de bajeles, chipriota renegado, antiguo conocido suy o. —¡Almirante, que duele! —se quejó el chipriota frotándose el brazo. —¡Más me duele a mí que he perdido el virgo de una princesa y el chal de Kíos que se ha llevado la muy ladrona! Lejos de Acre, el incendio del puerto no era más que una burbuja luminosa en la oscuridad de la noche. Lucas dispuso la vela al sesgo, para navegar de bolina en dirección norte, paralelos a la costa.

—Ahora sólo tenemos que aguardar a que claree un poco antes de regresar, porque si nos equivocamos podemos desembarcar ante las narices de Saladino. El Raposo no lo oy ó. Se había dormido, sentado como estaba al timón, y roncaba ruidosamente. —Está bien —se dijo el caballero—. Habrá que velar, no sea que tengamos un mal encuentro. Pensó en Leviatán, el monstruo de las profundidades, y un escalofrío le recorrió la espalda.

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