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Los dias – Taha Husein

Los Días, de Taha Husein, son una de las obras maestras de la prosa árabe contemporánea. Pero de esto hablaremos luego. Lo primero que interesa decir del libro es que constituye un documento psicológico e histórico de primer orden. Nada hay que contar de la infancia Taha Husein, nacido en Magaga (Egipto Medio) el 14 de noviembre de 1889. Los Días henchirán al lector español las medidas de la curiosidad sobre las primeras impresiones que del mundo tuvo este niño víctima de la ceguera —el terrible azote del Oriente— por impericia de un curandero; este niño, reconcentrado, desgraciado, con el alma en carne viva, un poco arisco y terriblemente observador, que, resbalando por una pendiente fatal, cae en el Azhar hasta que, harto del Azhar, se rebela. Nada tampoco hay que contar al lector español de lo que es hoy Taha Husein en el Oriente árabe, porque el gran escritor ha visitado por dos veces España —la segunda como Ministro de Instrucción Pública de su país— y la prensa ha divulgado a todos los vientos su ascensión prodigiosa. Entre unos y otros hechos podríamos aquí amontonar los datos de una extensa ficha bibliográfica: la tesis doctoral, primera que se leyó en la Universidad Fuad I de El Cairo; el viaje a París con el doctorado en la Sorbona; el matrimonio con una dama francesa, que ha sido su ángel tutelar, y a la que tan delicadamente alude al final de la primera parte; el recorrido por todos los grados de la jerarquía científica y administrativa de su país, desde la cátedra al Ministerio, pasando por rectorados, subsecretarías y academias; la publicación de varias docenas de volúmenes (estudios críticos, obras de erudición, ensayos, historia, meditaciones, novelas, epigramas, artículos, conferencias, traducciones del griego y del francés) que, junto con su influjo personal, como pocos penetrante, hacen de él actualmente la figura intelectual de más relieve en el mundo árabe contemporáneo. Los Días, que ahora aparecen en español, han sido también traducidos al francés, al inglés, al alemán, al ruso, al chino, al malayo y al hebreo. Téngase, además, en cuenta que la autobiografía literaria, y en especial los recuerdos de adolescencia, son un género rarísimo en la literatura árabe de cualquier tiempo. Pero estos datos, todos fácilmente halladeros y reducibles a listas fechadas, con ser valiosa información, no nos darían la clave del enigma biográfico. De desear es que el autor, como deja entrever en las líneas finales de la obra, reanude el apasionante relato donde ahora lo interrumpe y nos aclare las etapas de la que se diría inexplicable metamorfosis. Porque no todo ha sido fácil ni por dentro ni por fuera, y la vida de Taha Husein, al lado de los éxitos, ha estado llena de batallas, persecuciones y disputas, de todas las cuales ha salido triunfante este hombre inerme, a quien hay que llevar siempre del brazo y que jamás ha visto el rostro de sus enemigos, aunque los dos más encarnizados no tienen rostro, porque son la ignorancia y la pereza. Y mentira nos parece que el niñito triste de Magaga sea el mismo sabio que hoy igual acompaña entrañablemente a Mutanabbi y a Abu-l-’Ala’ que traduce a Sófocles y a Racine. Es una delicia oír cómo la voz de Taha Husein —su fuerte y honda voz de campesino egipcio— pasa del árabe al francés: diríase una gran orquesta donde de pronto quedaran en holganza todos los instrumentos guturales para abrir paso a la sedosa voz de unos cuantos violines. Mucha fe tenemos en la fuerza del arte y del espíritu, pero a veces pensamos si Taha Husein no logró por fin que un genio sirviente le entregara esa varita mágica de Hasan de Basora que pedía en su infancia con tan insistentes sahumerios. Otro interés indudable tiene el libro de Taha Husein, y es el de abrirnos una cala en el conocimiento del inmenso progreso que ha realizado Egipto en la primera mitad del siglo XX. También aquí basta comparar lo que hoy dice cualquier periódico con lo que cuentan las páginas de estás Memorias, en lo que tienen de acerada y entrañable, aunque indirecta, crítica del país. En muchos aspectos es una literatura que recuerda a la de nuestra generación del 98. Como ella ha sido fundamental, triste, hermosa, fecunda… y efímera. * * * Si Los Días tienen un evidente protagonista, que es Taha Husein, éste tiene un antagonista no menos evidente: el Azhar. La lucha contra la rutina y el fanatismo, que el niño inicia en el ambiente rural — contra Sayyidna, contra los ulemas pueblerinos, contra las cofradías místicas—, acaba por encontrar un gran adversario, un Goliat gigante, cuya frente aguardaba la piedra disparada por la honda del David pastorcillo. Y ese adversario era la universidad venerable que, desde el siglo X, en que fue fundada, vive hasta ahora, primero activa y en vanguardia, luego con el sopor de todo el Islam, más tarde con el agobio de nuestra época, tras de la crisis cuya culminación pintan acaso Los Días de Taha Husein. ¡El viejo Azhar, gran seminario del Islam! Una mezquita maravillosa, un luminoso patio, unos sinuosos «pórticos» llenos de estudiantes en andrajos, una buena biblioteca, una administración entonces rudimentaria… Pero, sobre todo, unos corros —el maestro sentado en un sillón; los alumnos, en el suelo— en medio de las columnas. Maestros y alumnos viven mal, sin higiene, sin saciar su hambre: se alimentan de habas, de puerros y de encurtidos. Los maestros exponen —y los alumnos les objetan con ferocidad— «glosas» a «comentarios» de «textos», cuyas fechas van del siglo VIII al siglo XIX (las breves notas que he puesto no tienden más que a subrayar estas curiosas fechas).


El conjunto de eso que hacen se llama «la ciencia»; término que en mi traducción aparece siempre entre comillas, de un lado, porque la palabra árabe correspondiente (al-’ilm) se refiere a la ciencia tradicional religiosa en toda su amplitud, y no a la profana ni a la moderna, y, de otra parte, porque Taha Husein lo emplea siempre en tono irónico. ¿Es todo malo en ese ambiente, pintado a maravilla en documento tan único como excepcional? El lector juzgará, y podrá observar que, a pesar de todo, hay en algunas personas dedicación noble, afán desinteresado y pasión sincera, a través de durezas y de ergotismos. En el capítulo XVI de la segunda parte podrá, además, notar —cosa típica y excelente en el Islam— que la fe oficial y consciente no alienta ni prohija, sino que hostiliza y coarta, las deformadoras y supersticiosas devociones populares. Lo que sí puede decirse del Azhar descrito en Los Días es «su carácter medieval». Desde fuera, estas tres palabras pueden pronunciarse de modos muy distintos: el arqueólogo pondrá los ojos en blanco ante la milagrosa perduración de antiguas instituciones; el reformista dibujará un despectivo rictus en su sonrisa ante la increíble supervivencia de usos incompatibles con la altura de los tiempos. Pero Taha Husein no habla desde fuera, sino desde dentro. Es un niño ciego, campesino, sensible, que llega al Azhar porque parece que es el único sino de su vida, y que, además, llega colmado de ilusiones. Oye, observa, sufre y espera. Ahora bien, ese niño es un hombre genial que, apenas hace pie en «la ciencia», se impacienta, se irrita, se rebela, y acaba por descubrir que más allá de las «glosas» a los «comentarios» de «textos» del año de la nana están la Vida y la Literatura, con mayúscula, la antigua y la moderna, la de los clásicos y la de las traducciones de obras europeas; que el mundo del espíritu es libre y está formado de otras cosas. El camino hacia este nuevo mundo estaba ya abierto, y dentro del Azhar se hallaba el fermento de la novedad: las enseñanzas del gran reformador Muhammad ’Abdo (1849-1905), el «maestro imam» de quien tanto se habla en Los Días, heredero de al-Afgani, precursor de Rashid Rida y de tantos otros, el hombre a quien habían de echar del Azhar poco antes de su muerte. Fuera del Azhar empezaba también la «lucha de los tarbuses contra los turbantes». El Islam moderno despertaba de su sopor y el nuevo Egipto se ponía en pie, se incorporaba, que es lo que significa la Nahda. ¿Se unió Taha Husein a este movimiento para coronarlo intelectualmente, o estaba el movimiento esperando a Taha Husein para que intelectualmente lo coronase? Sólo la Providencia lo sabe; pero Taha Husein luchó y triunfó. Hoy el Azhar, aunque remoloneando, se ha transformado, y hay en El Cairo no menos de otras dos Universidades modernas, a la europea, si bien decidir sobre su rumbo actual nos llevaría muy lejos. Taha Husein preside sin disputa la vida intelectual del país. Claro es que en el célebre artista se reúnen, aunque en distinta valoración, las dos culturas: la del Azhar y la otra. Imaginar lo que haya de pasar, cuando él desaparezca y ambas culturas se vuelvan a disociar, nos llevaría muy lejos también. Los Días son una pieza capital en la historia de la pedagogía, y sus cuadros están tan prodigiosamente escritos, que alcanzan la suma virtualidad de la obra literaria verdadera: hacer que todos los lectores, aun los más alejados del medio que pintan y para el cual fueron escritos, se puedan reconocer en ellos y se sientan en ellos aludidos. «Yet there is so much universality in them, that at many points in the story Englishmen will seem to relive their own boyhood and youth, at school or university», decía Hilary Wayment en 1943. A André Gide, en 1947, le recordaban el pasaje de los Cahiers de Jeunesse, en que dice Renán: «Oncques ne vis rien de plus sot, de plus pédant, d’une fadeur plus exaspérame que ces professeurs du Collége Henri IV… L’éducation en est au point ou elle était dans les premiers siècles de notre ere, livrée à des pitoyables trafiqueurs de paroles». De hecho, al leer sus páginas, pocos lectores occidentales dejarán de pensar que ellos han conocido también, sobre un fondo mate o pedante, almas tan nobles como la del «maestro imam» u hombres de letras tan puros como al-Marsafi. No hablemos de los dómines costrosos y hartos de ajos, ya que por desgracia no faltan en ninguna latitud. Pero la experiencia pedagógica de Los Días nos llena el alma de esperanza. Porque, sea cual sea el espesor del medio intelectual, basta que Dios meta dentro de él un granito de levadura —un niño ciego, campesino, sensible— para que ese medio salte en pedazos. * * * La lengua árabe literaria parece haber estado siempre distante de la lengua árabe hablada.

Para colmo, la prosa árabe de arte se divorció muy pronto de la vida. Ese divorcio, instigado por la tendencia islámica al arabesco —un arte abstracto «avant la lettre»—, por la pasión de las gramatiquerías y del léxico «raro», por la afición, juntamente sabia y pueril, a las rimas internas, fue amortiguando la prosa, acecinándola, fajándola con vendas como a una momia que reposó en su sarcófago varios siglos. Su resurrección, hecha también a ritmo vertiginoso mediante inyecciones de prosa europea, empezó con el siglo XIX; pero no ha culminado hasta nuestros días, sobre todo en la pluma de Taha Husein. La lengua del gran escritor es, a la vez, exquisita y sencilla. Poblada de viejos ecos, vagamente dentro de la tradición —tan árabe— de «enjuagarse» con las palabras, es, al mismo tiempo, llana, sobria y se mueve con elegante naturalidad. Tiene «cuerpo», que la prosa árabe hacía tiempo no tenía; pero la desnudez está velada por unos paños mojados en el agua diáfana del clasicismo. Con esa prosa, manejada por un alma ardiente, noble e incisiva, se describe la vida, tanto material como espiritual, y se remueven con maestría hasta los últimos posos del pensamiento. Incluso en una traducción creo se puede advertir que nada tiene esa prosa que envidiar a las mejores de Occidente. Pero su calidad de «obra maestra» no radica sólo ahí, ni puede apreciarse plenamente más que en su perspectiva histórica, cuando se sabe lo que por tradición tiene esa prosa detrás. La admiración por el lápiz ágil o por el buril poderoso, por el escorzo captador o por la raya expresiva, se reduplica al reflexionar en que ese dibujante viene de una larguísima escuela que sólo hacía con compás y regla lavados arquitectónicos o composiciones geométricas. Hablamos de lápiz o de buril, y no de pincel, porque, por desgraciadas razones que todos sabemos, Taha Husein no conoce ni puede dar el color. Su prosa es una prosa de ciego, y en ello radica su suprema originalidad, no ya dentro del árabe, sino creo que —en ese alto nivel— dentro de todas las lenguas. ¡Qué extraña una pintura del Oriente sin color, cuando en nuestras pinturas del Oriente apenas hay más que color, y al deslumbrante color se sacrifica la exactitud del dibujo! Pero esa forzosa limitación tiene prodigiosas compensaciones, ensanches literarios que son tal vez únicos en la literatura universal: ensanches por el tacto, por el oído, por el olfato. Nosotros, gracias a Dios, vemos lo que tenemos en torno; pero cuando Taha Husein nos coge en Los Días de la mano para llevarnos por los caminos de Magaga o por las calles de El Cairo, para hacernos subir por la escalera del caserón o para movernos entre los corros de oyentes en el Azhar, somos tan ciegos como él. Nunca hemos visto la acequia Ibrahimiyya, ni la escuela de Sayyidna, ni el callejón de los murciélagos. Los conocemos como el autor, a tientas, con la mano extendida buscando las esquinas o las rugosidades de la pared, para saber si hemos de torcer a la derecha o a la izquierda, con los pies alerta para amoldarlos a las cuestas arriba o abajo, para percibir dónde la alfombra de la mezquita tiene un roto por el cual asoma la refrescante lisura del mármol. Otro tanto nos ocurre con los personajes. Nunca hemos visto ni veremos a Sayyidna, o a los estudiantes del caserón, o a los cheijs del Azhar. No sabemos sus facciones ni el color de sus ropas. Como Taha Husein somos ciegos, y hemos de conocerlos por la voz, y a cierto cheij primero por el tacto que por la voz, ya que antes de hablar ha tropezado con nosotros, y hemos puesto la mano sobre la áspera piel de sus pies descalzos. Sabemos que estamos cerca del tenducho del Hachch Firuz porque olemos a manteca rancia; que entramos en el caserón porque nos da en las narices el tufillo del narguile; que en la escalera, subida a tentones, estamos cerca del cuarto del niño porque oímos garrir al loro del persa. Es una experiencia literaria inolvidable. Y también es de ciego la prosa de Taha Husein porque tiene la influencia del discurso dictado (Taha no nos escribe, sino que nos habla); del discurso largo tiempo embutido y represado en la memoria, y que luego se vierte caudaloso, rico, sin pausas, con unas repeticiones jamás enfadosas, fruto de la emisión oral en árabe y que en la versión española ha parecido a veces oportuno cercenar un poquito. * * * Porque traducir es interpretar. Es como sentarse al piano, ponerse delante un papel de música y tocarlo.

Se dirá que la partitura está silenciosa y es ininteligible mientras no se toca, y que, en cambio, la obra traducida habla en su lengua. Pero esta objeción no hace sino reforzar la metáfora: la obra traducida habla, en efecto, en su lengua, pero si se traduce es porque en otras lenguas no habla, y en ellas está tan muerta como la partitura. Hay que hacerla hablar, tocarla, interpretarla, convertirla en música viva. En todo intérprete o ejecutante musical hay que distinguir dos cosas: el mecanismo y la inspiración o el gusto. Las dos son necesarias y sin las dos no hay placer estético. Otro tanto ocurre con la traducción. No hay, desde luego, traducción mientras no se produce la transposición mecánica con arreglo a técnicas filológicas, de una lengua a otra. Pero menguadas traducciones son las que sólo se atienen al mecanismo, o sólo al mecanismo quieren atenerse. Hay que elegir los vocablos, y puntuar de nuevo, y hacer una distinta división en párrafos; que suprimir allí para añadir acá; que dar paso a una palabra, entonada o familiar, la cual ilumine a cierta luz todo el contexto; que usar de la sordina o que forzar el pedal; que acomodarse al auditorio. Hay, en suma, lo mismo que en la música, que poner «alma». Es una falaz ilusión creer que las traducciones son simple mecanismo. Tal cosa podrá acaso ocurrir —y lo dudo— traduciendo un tratado de Álgebra, pero no una obra de creación literaria. Dejemos aparte mil razones obvias, porque no es cosa de hacer ahora una vivisección del tema. Baste decir que una obra literaria no es nunca la misma en dos lenguas distintas. Los Días, de Taha Husein, hablan para los egipcios de cosas entrañables y conocidas, que para unos son recuerdos vivos y para otros, más jóvenes, recuerdos asimilados que se llevan en la masa de la sangre. Para los españoles tienen que ser, al contrario, cosa muy distinta: descubrimiento, avizoramiento de un mundo nuevo, ampliación del horizonte mental con aspectos de vida que son en principio inéditos, aunque —como todo lo humano— puedan despertar viejos ecos de nuestra conciencia. Y esto puede graduarlo el traductor, y del traductor depende que se gradúe: puede reflejar el hecho extraño en su vocablo original, transcrito como término técnico y explicarlo en nota, puede verterlo en una palabra sabia y distante; puede ahormarlo, con una ligera adaptación, en un término corriente; puede…Traducir es interpretar. ¡Y qué fallas las del mecanismo! He aquí un ejemplo. El día musulmán empieza a la puesta del sol del anterior: lo que para nosotros es «la noche del jueves» (o, en todo caso, «la noche del jueves al viernes») es, para los musulmanes, «la noche del viernes», anterior, claro es, al «viernes». Yo había traducido mecánicamente del último modo; pero el corrector de imprenta ha tenido la bondad de llamarme la atención. Un lector español no entendería, en efecto, sin explicación, que «la noche del viernes» precediera al «viernes», que sale a poco. Podía haberlo explicado como aquí; pero he preferido corregir sin más: «la noche del jueves».

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