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Los dias que no nos amamos – Chloe Santana

El día de Acción de gracias Corría el día de Acción de Gracias la primera vez que se vieron. Ella vestida con aquel vestido tan preppy que él se empeñó en criticar, y él con aquella sonrisa socarrona que a ella le indignaba tanto. Se saludaron cortésmente, se ignoraron durante la comida y se esforzaron en mantener las apariencias. Mantuvieron la distancia por distintos motivos. Una porque detestaba lo que advertía como rechazo. El otro porque se sentía atraído por aquella mujer que no estaba destinada a ser suya. —¿Qué te parece Marny? —le preguntó alguien la primera vez que la vio. —Es solo una chica cualquiera —mintió en voz alta. Seattle, 10 de febrero, 20 pm. Marny no tenía motivos para sonreír aquel día de invierno. Su padre acababa de llamarla por teléfono, y le había dado un ultimátum. La pila de trabajo sobre su escritorio no cesaba de crecer, y la última factura de alquiler había hecho desaparecer sus preciados ahorros. Oh, y luego estaba eso otro. El tema del que se negaba a hablar. La razón por la que durante los últimos seis meses estaba flotando en un malhumor constante, pese a que se obligaba a fingir que aquello no la afectaba. Apagó el cigarrillo sobre la calzada con la suela del zapato de sus Stilettos, y exhaló una profunda bocanada de aire antes de volver a entrar en la oficina. Era un gesto mecánico que había adoptado desde que tenía uso de razón. Las personas no podían herirte si les demostrabas la suficiente entereza como para hacerles creer que su opinión te era indiferente. Y aquel lema era fundamental si trabajabas en un periódico deportivo, rodeada de una gran mayoría masculina que te percibía como la imagen frívola y errónea de unas piernas con falda que no conocía el significado de un hat-trick. Inmersa en su propia autocompasión, Marny no vio al hombre que iba cargado de papeles, y se tropezó contra la pila que portaba sobre sus fornidos brazos. Un montón de folios volaron entre ambos, y mientras el hombre maldecía en voz alta, ella se agachó y se dedicó a recoger los papeles sin pronunciar una sola palabra. Le habría pedido perdón de no ser Alan, el tipo más arrogante del planeta, y el primo del cabronazo de su ex novio, aquel chico tan encantador que resultó no serlo tanto, y que le fue infiel con su mejor amiga. —¿Acaso no me has visto? —le espetó Alan, al tiempo que se arrodillaba frente a ella y comenzaba a recoger los papeles. —Evidentemente no. Con gusto te evito siempre que puedo.


No sé por qué habría de cambiar mi rutina a estas alturas —le habló sin mirarlo, con aquel tono tan calmado y estudiado que podía enviarlo al infierno con las palabras más educadas. Marny le entregó el fajo de folios que había recogido. Sus nudillos rozaron los dedos de Alan, y por un momento, tuvo la impresión de que él los acariciaba. Sorprendida, al alzar la vista se encontró con la frialdad de sus ojos azules. Él ya había apartado su mano de la suya. Era un tipo atractivo, de eso no cabía la menor duda. Si su ex novio era la viva encarnación de la belleza, con unos rasgos suaves y perfectos, hasta el punto de resultar algo candoroso y femenino; Alan era todo lo hombre que se podía ser. No había trazo femenino ni dulce en su rostro. El azul de sus ojos era de una tonalidad oscura, como el cielo plomizo cargado de tormenta. Su cabello castaño estaba cortado con maquinilla, y las líneas de su rostro eran rudas. Una mandíbula cuadrada, una nariz recta y unos labios grandes y tentadores. Alan no era perfecto. Ni siquiera estaba segura de que fuera guapo. Pero desprendía tal magnetismo feroz que era imposible no fijarse en él. Ella, desde luego, se había fijado en él muchas veces. Incluso lo había catalogado con sus amigas: Alan; típico macho alfa rompe-bragas. Arrogante hasta decir basta. Serio, aunque con un inquietante temperamento dispuesto a relucir en los momentos más imprevisibles e inoportunos. —Por supuesto que me evitas siempre que puedes. Olvidaba que tú eras perfecta y el resto de la oficina una pandilla de cretinos misóginos con los que intercambiar una palabra podría hacer que te murieras del espanto —él no podía disimular su irritación. Él no podía disimular su irritación siempre que se trataba de ella. Marny sólo dejó entrever una sonrisa gélida. —Me alegro de que lo hayas entendido —le dijo, sin perder la sonrisa ni la educación. Estuvo a punto de girarse y marcharse, pero el cabeceo de Alan la confundió. La observó de arriba a abajo, como si estuviera evaluándola.

Lo hizo con descaro, repasando cada curva de su cuerpo hasta hacerla sentir desnuda. Un hombre no debería mirar así a una mujer; y una mujer no debería querer que un hombre la mirase de aquella manera. —También olvidaba que nunca pierdes las formas, que tratas a todo el mundo con indiferencia y que no te soportas ni a ti misma. —Me conoces mejor que yo misma. Es sorprendente, teniendo en cuenta que hemos cruzado pocas palabras desde que nos presentaron —le respondió sarcásticamente y sin perder la calma. —No las habremos cruzado porque tú no has querido —había cierta recriminación en el tono de Alan que volvió a confundirla. —Vuelves a tener razón. —Es una lástima, Marny. Si hicieras algún esfuerzo, alguien de esta oficina te soportaría, e incluso te llevarías alguna que otra sorpresa. ¿Se estaba refiriendo Alan a sí mismo? Aquello sí que era toda una sorpresa. Irritada, giró sobre sus talones y echó a andar hacia su escritorio. Escuchó a Alan maldiciendo a su espalda. Siempre que cruzaban alguna que otra palabra, él terminaba furioso y sin poder contenerse, mientras que ella fingía que allí no pasaba nada. Verdaderamente Alan era todo un misterio. Siempre había criticado en público los modales refinados de Marny, y la contención con la que se relacionaba con los demás. Marny supuso que debió de ser un alivio para Alan que ella dejase de ser la novia de su primo. Durante el tiempo que mantuvo la cabeza hundida sobre el escritorio, centrada en su trabajo, o fingiendo que estaba centrada en su trabajo, no pudo parar de pensar en la infidelidad de su ex novio En las últimas semanas, su conciencia había conseguido eludir el tema con cierta eficacia, pero bastaba un breve encuentro con Alan para que la yaga de la herida volviera a escocer. ¡Y de qué manera! Sintió la tentación de fingir hacia sí misma, como bien sabía hacer con los demás. Porque Marny era la clase de persona que prefería vivir en la inopia de los acontecimientos crueles que no le aportaban cosas positivas, y que con toda seguridad la hacían más consciente, pero también más infeliz. En ese sentido, ella habría sido más dichosa desconociendo la infidelidad de su pareja. Más feliz, con una vida más sosegada y la certeza de tenerlo todo controlado. En el mundo de Marny Stevens no existían, o no debían existir, los imprevistos. Desde luego que aquello era lo que Marny se merecía, pensó ella, cuando la espuma de la orilla del mar le acarició los dedos de los pies. Unas vacaciones en un lugar paradisíaco, con el cuerpo bañado por el sol y la brisa marina recorriéndole la piel. Unas vacaciones de primera para una curranta de primera.

Marny Stevens se merecía lo mejor, decidió ella misma. Qué pena que su novio no se hubiera percatado de aquel tímido detalle que ella tanto se afanaba en cumplir, organizando su vida sin dejar lugar a los contratiempos de última hora. Evidentemente, que te pusieran los cuernos con tu mejor amiga descolocaba a cualquiera, pero nadie tenía por qué percatarse de su sufrimiento interno si llevaba bien maquillado el contorno de ojos. —Señorita Stevens… —escuchó su nombre, seguido de un carraspeo de garganta. Se dio la vuelta sobre la hamaca, y se puso una mano en la frente para evitar ser deslumbrada por el sol del Caribe. Pero lo único que deslumbró a Marny fue el flexo de la oficina, acompañado por la mala cara de su jefe, y el sonido de las risitas maliciosas de sus compañeros. ¡Por Dios Marny! ¿En qué momento de tu patética existencia decidiste echarte una cabezadita en la oficina?, pensó. —Cuánto lamento haberla despertado. ¿Le traigo un vasito de leche y unas galletitas integrales para que recupere el sueño? —ironizó su jefe. Más risas. Por el rabillo del ojo captó el semblante de Alan, que no perdía detalle de lo que estaba sucediendo. —No me gustan las galletas integrales, prefiero las de chocolate. Más risas. Escuchó la sonora carcajada de Alan, y sintió que se la llevaban los demonios, pero de ningún modo dejó asolar expresión rabiosa a su rostro. Sólo se mostró impertérrita, sin apartar la mirada de la de su asombrado jefe. Deseaba que la tierra la tragase, pero no iba a concederle el gusto a aquellos impresentables de contemplar como ella se venía abajo. —Esto no es propio de ti, Stevens. He visto muchas cosas desde que estoy trabajando en este maldito periódico; cucarachas en la fotocopiadora, cuchicheos de mariquitas…, pero esto es el colmo. No es necesario que vuelva a repetirte que este no es un lugar para dormir. —No estaba durmiendo. Estaba pensando con los ojos cerrados —ni en un millón de años iba a admitir lo contrario. El rostro de su jefe se descompuso. —Necesito concentrarme en mi próximo artículo, y no encuentro otra manera, dado el ajetreo y ruido que reina en la oficina. Cierro los ojos y encuentro las palabras adecuadas. —¿Está usted culpando a sus compañeros de trabajo? —Dug teclea en su ordenador como si quisiera romperlo.

Pero no podemos culparlo. Sus dedos son del tamaño de una morcilla. El aludido le gritó algo a lo que no prestó atención. Se la debía por aquel día en que había cambiado su fondo de pantalla por el mensaje «Marny tiene tetas de cabra». El rosto de la oficina volvió a su tónica habitual y dejaron de prestar atención a la conversación, y aunque podía percibir la inquietante mirada de Alan a su espalda, lo ignoró y se centró en su jefe. —Recupera tus horas de trabajo quedándote esta noche a terminar la crónica de la Super Bowl. —Le recuerdo que ese trabajo no me corresponde a mí, Señor Stuart.

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