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Los dias de gloria – Mario Conde

Por favor, venid a mi despacho César, Vicente y tú porque tengo que deciros algo importante. —De acuerdo, iremos —contestó Enrique Lasarte. La llamada de Juan Sánchez-Calero, mi abogado en el proceso Banesto, a Enrique Lasarte revestía un cierto tono lastimero que se percibía con nitidez al escuchar el arrastre de sus palabras. Y no era para menos. Los elegidos para esa misteriosa reunión eran tres personas capitales. Enrique Lasarte, con independencia de ser mi amigo desde la época universitaria en Deusto, era consejero delegado de Banesto el día en el que el Gobierno de González y la oposición de Aznar decidieron intervenir Banesto a través del Banco de España. César Mora, consejero y miembro de la Comisión Ejecutiva del banco, era la tercera generación al frente de la institución y su influencia en la casa era notoria. Vicente Figaredo, perteneciente a las familias Figaredo/Sela, accionistas de importancia en Banesto, también formaba parte del Consejo y de la misma Comisión Ejecutiva. En este último concurría, además, la circunstancia de ser primo carnal de Rodrigo Rato, número dos del PP y portavoz de asuntos económicos. Cuando se produjo esa llamada telefónica habían transcurrido algunos meses desde el 28 de diciembre de 1993, día de la intervención del banco, pero no se vislumbraba en el horizonte una actuación penal contra nosotros. —Lo que quiero deciros me produce cierta…, no sé cómo llamarlo, no sé si vergüenza, congoja… En fin… Enrique, César y Vicente escuchaban con alguna inquietud esas palabras del abogado sin ser capaces de descifrar las razones ocultas que le provocaban la perceptible angustia. —He tenido un encuentro con Fanjul Alcocer, el secretario general y responsable de asuntos jurídicos del Banco de España. Me llamó para que fuera a verle y acudí. Supongo que sabéis que es quien lleva la responsabilidad jurídica de todo el tema de la intervención, ¿no? Claro que lo sabían. Era el hombre que entregó aquellos papeles redactados de urgencia el día 28 de diciembre a Mario Conde, en el despacho de un atribulado gobernador Rojo, escondido en una esquina fumando sin parar, y en presencia de un sonriente Miguel Martín, teórico subgobernador y efectivo ejecutor material de las decisiones adoptadas. Pero en ese momento lo que importaba era el mensaje, recibir la buena o mala nueva, así que los tres afirmaron el conocimiento del sujeto en cuestión con un movimiento de cabeza. Sobraban las palabras. —Bueno, pues me ha dicho… Quiero deciros que os lo transmito porque tengo obligación de hacerlo, aunque me resulta más que incómodo… Lo hago para cumplir con mi responsabilidad de abogado… Tanta zozobra al hablar, tanta introducción exculpatoria en una persona directa, seria e inteligente como Juan Sánchez-Calero, presagiaba que el contenido del mensaje revestiría una carga de profundidad, pero ¿en qué dirección? —Bueno… pues me ha dicho que os transmita…, que os diga que… que si hacéis una declaración pública manifestando que el banco, que Banesto estaba muy mal, que la intervención estaba justificada y que el culpable de todo es Mario Conde, en ese caso no tenéis que preocuparos de nada y que seréis debidamente recompensados. Silencio. Un manto de silencio denso en el que casi costaba respirar. El abogado trató de observar los rostros de los tres afectados por el mensaje, con aroma de coacción, que les acababa de transmitir en nombre y por cuenta de una institución como el Banco de España. En cualquier otro momento los tres habrían pensado que Juan Sánchez-Calero, hombre cabal donde los haya y prudente discípulo de Baltasar Gracián, había sufrido algún tipo de trastorno mental de origen desconocido. Pero ya habían vivido los desperfectos causados por la intervención del banco. Conocían algunas actitudes no demasiado edificantes de ex consejeros de Banesto… Percibían con claridad que la opinión pública no encajaba la artificial construcción que los medios de comunicación pregonaban al dictado ad náuseam. En ese escenario algo así era comprensible, aunque el fondo tenía tal carga de brutalidad que con todo y eso dejaba anonadado a cualquiera con un mínimo de sensibilidad.


Inevitable formularse para el interior de cada uno alguna pregunta de un tenor parecido a ¿en qué país vivimos? ¿Cómo es posible semejante mensaje procedente del Banco de España? ¿Quién gobierna esa institución? Ahora el manto de silencio que cubría la sala de juntas del despacho del abogado tenía mayor intensidad incluso que al comienzo, pero su estructura molecular sufrió una mutación cualitativa. Ninguno de los tres pronunció palabra alguna durante segundos que parecieron extenderse por minutos de un tiempo emocional. —¿Es todo, Juan? César tomó la palabra después de un cruce de miradas con Vicente y Enrique en el que se percibió el acuerdo entre los tres, acuerdo que no necesitaba de verbalismos para expresarse. —Sí…, es todo… Es un mensaje oficial, pero sí, eso es todo… —Gracias, Juan. Los tres se levantaron y abandonaron el despacho del abogado. Creyeron percibir en sus ojos un brillo diferente. Cuando comenzó a hablar transmitían estupefacción y zozobra. Ahora parecían verter al exterior algún sentimiento muy parecido a la alegría. Poco tiempo después, Lasarte, Mora y Figaredo fueron incluidos en una querella criminal que confeccionó el Banco de España. Otros consejeros fueron excluidos de ella. El 29 de julio de 2002, Enrique Lasarte ingresaba conmigo en la cárcel de Alcalá-Meco. Su mujer, María José de Launet, le visitó en prisión con la dignidad de quien conoce la verdad. La Audiencia Nacional le absolvió de cometer «artificios contables», pero el Tribunal Supremo revocó la sentencia y le condenó a cuatro años de prisión. Algunos dicen que el Banco de España consiguió convencer al magistrado suplente, Martín Pallín, de que esa condena resultaba imprescindible para dar apariencia de legitimidad a la intervención de Banesto. En agosto de 2010, primero con César Mora y después con Enrique Lasarte, recordaba este momento. No pude hacerlo con Vicente Figaredo porque falleció en agosto de 2008 víctima de un tumor pulmonar. Su muerte me causó un gran dolor. —Era la prueba del nueve de la atrocidad de la intervención —decía Enrique Lasarte—. Si hubieran tenido razón, ¿para qué habrían necesitado semejante cosa? Precisamente porque aquello fue un atropello es por lo que reclamaron declaraciones públicas nuestras justificando su brutalidad. Y decían estar dispuestos a retribuirnos… En fin… César, que en esos días se encontraba en Santander, me añadía por teléfono: —Tenías que ser el malo a cualquier precio. Necesitaban un banco en malas condiciones y un único responsable, como si un banco como Banesto dependiera de la voluntad de una persona sola… Pero así querían que fuera la cosa de cara a la opinión pública… He querido dar comienzo a este libro con ese brutal momento porque a lo largo de sus páginas pueden comprobarse comportamientos muy poco edificantes que seguramente dejarán un sabor amargo sobre algunos trozos de la sociedad española y ciertos protagonistas de estos largos y en gran medida dolorosos años. He meditado mucho acerca de su publicación. He esperado paciente el momento en el que su contenido causara un ínfimo daño. Los acontecimientos que aquí se relatan tienen antigüedades que, como mínimo, superan los quince años y algunos sobrepasan los treinta. Es tiempo que permite incluso ver la luz a los mejores secretos de Estado, que no es el caso de este libro, por cierto.

Creo que tengo no solo el derecho, sino el deber moral de escribirlo. Lo primero, porque si otros han relatado sin pudor alguno lo que decían ser mi vida, ¿por qué yo he de ser de peor condición para contar con detalle los hechos como sucedieron? Carece de sentido. Pero, además de ese derecho, entiendo que me asiste una obligación moral. Vivimos un momento crucial en la sociedad española. Me atrevo a decir que en todo Occidente y hasta en el mundo como globalidad. La crisis que nos asola es descomunal. No se trata, por supuesto, de un episodio cíclico propio del ritmo evolutivo de la economía. Va mucho más allá. No es un tópico, sino una afirmación incontestable, que en el fondo de nuestra situación lo que late es una verdadera crisis de valores. El andamiaje valorativo con el que hemos edificado nuestra convivencia es lo que en realidad ha fracasado, y el fracaso se mide no solo en términos de paro, quiebras, concursos, desempleo, sino, sobre todo, en la percepción del tipo de hombre que surge como resultado de los esquemas educativos, valorativos y convivenciales de estos años. En muchas ocasiones he dicho que no creo en las palabras de los hombres. Ni siquiera en sus hechos aislados porque cualquiera es capaz de una heroicidad en un momento dado. Solo creo en las conductas. Y de eso trata este libro, de las conductas de una serie de personas que protagonizamos, con mayor o menor medida y alcance, un momento decisivo de la vida española. Y esas conductas se ejecutan en ámbitos financieros, económicos, políticos y mediáticos, pero asumiendo que esta disección es más conceptual que otra cosa, porque lo que evidencia este libro —al menos eso espero — es que en nuestra sociedad el poder funciona como un todo en el que las disecciones conceptuales tienen solo un valor referencial, de forma si se quiere, pero no de verdadera sustancia. Y la conducta evidencia un fracaso. Quien analice dónde estamos comprenderá que no es un abuso calificar la situación como un fracaso. Se mire por donde se mire. ¿Que hemos progresado en algunos aspectos? Solo faltaba… En lo material y en determinados ámbitos la mejora es evidente, pero ¿se trata solo de eso? ¿Hablamos solo de euros per cápita? No, no creo que tengamos una sociedad mejor. Al contrario. Los problemas de 2010 son en una enorme medida los mismos que ya nos asediaban en 1993, solo que agravados, más acentuados en sus costados de mayor dolor. Y si eso es así, como así creo que es, es debido a eso que llamo el fracaso colectivo. Entre todos, unos más y otros menos, pero entre todos hemos construido, por acción u omisión, lo que ahora tenemos. No supimos, creo, estar a la altura de las circunstancias que definían la época que nos tocó vivir. Algunos de los que aquí cito han fallecido.

Otros han perdido su poder, el que entonces ejercían. Algunos imperios, como el caso de Prisa, pelean por intentar subsistir. Instituciones como la Judicatura y los partidos políticos alcanzan cuotas valorativas negativas entre los españoles. La clase política genera rechazo…, en fin, lo que todos sabemos. Pero lo que no sabemos es cómo y en qué manera hemos contribuido los que allí estábamos a este resultado. El objetivo de este libro es ayudar a entendernos a nosotros mismos. La vieja frase de que los pueblos que ignoran su historia se ven obligados a vivirla de nuevo es real como la vida misma, y en ese noray atenazo la decisión de publicar estas páginas, cuando el tiempo transcurrido y los acontecimientos que evidencian dónde estamos nos permiten sin acritud, ni venganza, ni odio, ni ninguno de esos venenos del alma, asomarnos a aquellos años de los que traen causa algunos de nuestros desperfectos sociales. Ojalá que sirva para entendernos y tratar de mejorar nuestra convivencia. En algunas ocasiones he escrito y sentido por dentro que el individuo, ese producto al que llamamos hombre, dejaba mucho, pero mucho que desear. Al fin y al cabo, somos los valores con los que edificamos nuestro interior, y por ello una vez ajustados a lo conveniente como principio rector de nuestra conducta, el surco que trazamos sobre nuestras vidas es capaz de producir espanto en demasiados casos. Pero son comportamientos como los de Enrique Lasarte, César Mora y Vicente Figaredo los que permiten seguir creyendo en el ser humano. No pensaron en fidelidades personales, ni siquiera institucionales. Simplemente, no aceptaron aquella vergonzosa propuesta por ser fieles consigo mismos, con su propia dignidad, con su historia, su pasado, su presente y su futuro. Querían en ese momento seguir siendo ellos sin arrendar dignidades, por alto que fuera el precio que tuvieran que pagar. No era conveniente, desde luego, decir que no a la propuesta de Fanjul Alcocer. Conveniente no era, pero rechazarla era simple, sencilla y llanamente un ejercicio de dignidad. A ellos mi agradecimiento, como consejeros, como amigos, pero sobre todo como personas, por ayudarme a seguir creyendo que el ser humano es capaz de albergar comportamientos dignos incluso en circunstancias en las que sientes que la presión de todo un Estado, que tiene que justificar lo injustificable, se extiende sobre tu vida, libertad, hacienda y la de tus familias. Gracias a Paloma Aliende, que no quiso aceptar aquella propuesta de seguir en el banco porque disponía de mucha información, según le dijeron… Pidió su cuenta y se fue sin siquiera una indemnización. Gracias, también, a aquellos otros que vivieron conmigo estos años sin arrendar su dignidad. Mis padres, hermanas, mis hijos, Lourdes Arroyo, mi primera mujer, y demás familia de sangre han tenido un comportamiento verdaderamente ejemplar, demostrando que ser familia es algo más, mucho más, que compartir una documentación oficial en un Registro Civil.

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