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Los dias de Birmania – George Orwell

U Capítulo I Po Kyin, juez de subdivisión en Kyauktada, al norte de Birmania, estaba sentado en su terraza. Eran sólo las ocho y media, pero del mes de abril, y la pesadez en el aire ya anunciaba las largas y sofocantes horas del mediodía. Los débiles e infrecuentes soplos de aire, frescos en comparación, agitaban las recién regadas orquídeas que colgaban del alero. Más allá de las orquídeas se podía contemplar el curvo y polvoriento tronco de una palmera contra un cielo de brillante azul marino. En las alturas, tan alto que deslumbraba dirigir la vista hacia ellos, algunos buitres describían círculos en el aire sin apenas agitar sus alas. Sin parpadear, casi como un dios de porcelana, U Po Kyin dirigió su mirada hacia la ardiente luz del exterior. Tenía unos cincuenta años y estaba tan gordo que llevaba mucho tiempo sin poder levantarse sin ayuda de una silla, no obstante resultaba bien formado e incluso bello en su grosor; pues los birmanos no se hinchan como los hombres blancos, sino que engordan de forma simétrica, como frutos madurando. Su cara era ruda, amarillenta y sin apenas arrugas, con ojos de color bronce. Sus pies —encogidos, arqueados y con todos sus dedos de igual largura— estaban desnudos al igual que su rasurada cabeza y vestía con uno de esos longyis de Arakan con cuadros en vivos verdes y rojos púrpura que los birmanos llevan en las ocasiones informales. Masticaba hojas de betel que sacaba de una caja lacada situada encima de la mesa y pensaba en su pasado. Había sido una vida de éxito deslumbrante. El primer recuerdo de U Po Kyin, allá por los años ochenta, era el de un niño barrigón y desnudo observando la entrada victoriosa de las tropas británicas en Mandalay. Recordaba el terror que le producían aquellas columnas de imponentes hombres en uniforme rojo, con sus rostros sonrosados bien alimentados con carne de vaca; sus largos fusiles sobre los hombros, y el rítmico y pesado caminar de sus botas. Había huido tras observarles unos minutos. A su manera infantil había entendido que su propia gente nunca podría compararse con esa raza de gigantes. Ya desde niño, luchar junto a los británicos y convertirse en un parásito entre ellos llegó a ser su principal obsesión. A los diecisiete años había intentado sin éxito trabajar para el gobierno. Demasiado pobre y sin relaciones para conseguirlo, había tenido que colocarse durante tres años en el maloliente laberinto de los bazares de Mandalay, como empleado para los comerciantes de arroz, a los que robaba cuanto podía. A los veinte años, un golpe de suerte en forma de chantaje le consiguió cuatrocientas rupias, con las que de inmediato viajó a Rangún para comprar un puesto como funcionario administrativo. El trabajo era lucrativo pese a su reducido salario. En aquel momento un grupo de funcionarios conseguía ingresos estables apropiándose de materias de los almacenes del gobierno, y Po Kyin (aún era simplemente Po Kyin; la U honorífica le fue añadida años después) tenía una tendencia natural hacia este tipo de negocio. Sin embargo, también tenía demasiado talento como para pasarse la vida como un simple funcionario administrativo, robando tristes cantidades de annas y pice. Un día llegó hasta él la noticia de que el gobierno, escaso de oficiales de grado inferior, iba a nombrarlos entre sus administrativos. En una semana esta decisión sería pública, pero si Po Kyin tenía una cualidad era la de estar informado al menos una semana antes que los demás. Vio su oportunidad y denunció a sus asociados antes de que pudiesen darse cuenta.


La mayoría fueron enviados a la cárcel mientras Po Kyin era nombrado oficial ayudante municipal en recompensa por su honestidad. Desde entonces no había dejado de ascender. Ahora, a los cincuenta y seis años, era juez de subdivisión y probablemente pronto sería ascendido a segundo vicecomisionado, con ingleses a su mismo nivel e incluso bajo sus órdenes. Como juez sus métodos eran simples. No se dejaba sobornar por la decisión de un caso, pues sabía que un magistrado que juzga erróneamente antes o después es atrapado. Su método, mucho más seguro, consistía en aceptar sobornos de ambas partes para luego tomar la decisión según los términos legales establecidos. Esto le consiguió una beneficiosa reputación de imparcialidad. Además de los ingresos que le proporcionaban las partes litigantes en los casos, U Po Kyin exigía implacablemente un impuesto, una especie de programa propio de tasas, a todas las aldeas bajo su jurisdicción. Si cualquiera de ellas no pagaba, U Po Kyin tomaba medidas represoras —grupos de dacoits atacaban la aldea, apresando a los líderes de la misma— de forma que siempre poco después el importe era íntegramente satisfecho. Así mismo fue partícipe en todos los robos a gran escala que tuvieron lugar en el distrito. Por supuesto, la mayor parte de esto era por todos conocido excepto por los oficiales superiores de U Po Kyin (ningún oficial británico creería nada contra sus propios hombres), sin embargo todo intento por incriminarle resultó invariablemente infructuoso. Sus seguidores, leales a cambio de compartir una parte del botín, eran demasiado numerosos. Cuando una acusación le salpicaba, U Po Kyin simplemente la desacreditaba con un buen número de testigos sobornados para posteriormente contraatacar con acusaciones que terminaban situándole en una posición más fuerte que al principio. Era prácticamente invulnerable, porque era demasiado juicioso como para utilizar cualquier instrumento erróneo, y también porque estaba tan inmerso en las intrigas que nunca podía permitirse caer en ningún descuido o desconocimiento. Se podía decir con casi total seguridad que nunca sería descubierto, que continuaría de éxito en éxito y finalmente moriría como un hombre honorable y con una fortuna valorada en varios lakhs de rupias. Incluso más allá de la tumba su éxito continuaría. Según la creencia budista, aquéllos que han hecho el mal en sus vidas se reencarnarán en la forma de una rata, una rana o algún otro animal inferior. U Po Kyin se consideraba un buen budista y como tal se proponía poner los medios para evitar tal peligro. Dedicaría sus últimos años a las buenas acciones, con lo que acumularía suficientes méritos para compensar el resto de su vida. Seguramente sus buenas acciones tomarían forma en la construcción de pagodas. Cuatro, cinco, seis, siete pagodas —los sacerdotes le indicarían cuantas—en piedra tallada, con tejados dorados y pequeñas campanas que repicarían al viento, cada repique una oración. De esa forma él podría volver de nuevo a la tierra en forma humana y masculina —porque una mujer está aproximadamente al mismo nivel de una rata o una rana— o en el peor de los casos en la forma de una bestia dignificada tal como un elefante. Todos estos pensamientos fluían rápidamente por la mente de U Po Kyin, la mayor parte de ellos en forma de imágenes. Su cerebro, aunque astuto, era bastante bárbaro y nunca trabajaba de no haber un motivo definido. La meditación como tal era algo ajeno a él.

Ahora había alcanzado por fin el lugar al que sus pensamientos se habían estado dirigiendo. Poniendo sus pequeñas manos triangulares sobre los brazos de la silla, se giró levemente y respirando con dificultad llamó: —¡Ba Taik!, ¡oye, Ba Taik! Ba Taik, el criado de U Po Kyin, apareció a través de la cortina de cuentas de la terraza. Era pequeño, con la cara marcada por la viruela y una expresión tímida y bastante ansiosa. U Po Kyin no le pagaba ningún salario, pues se trataba de un ladrón convicto, al que una palabra de más podría enviar de nuevo a prisión. Ba Taik avanzó tan lentamente hacia él que daba la impresión de estar retrocediendo. —¿Mi adorado señor? —dijo. —¿Hay alguien esperando para verme, Ba Taik? Ba Taik contó con sus dedos a los visitantes. —Está el jefe de la aldea Thitpingyi, mi señoría, que ha traído ofrendas, y dos aldeanos que también traen ofrendas y un caso de asalto para ser resuelto por su señoría. Ko Ba Sein, el jefe administrativo de la oficina del vicecomisionado, desea verle, y está Ali Shah, oficial de policía y un dacoit cuyo nombre desconozco. Creo que han discutido por unos brazaletes de oro que han robado. Y hay una muchacha joven de la aldea con un bebé. —¿Qué quiere? —dijo U Po Kyin. —Dice que el bebé es vuestro, adorado señor. —Ya. Y ¿cuánto ha traído el jefe de la aldea? Ba Taik pensaba que eran sólo 10 rupias y una cesta de mangos. —Dile al jefe —dijo U Po Kyin— que deben ser 20 rupias y que tendrán problemas si el dinero no está aquí mañana. Veré al resto enseguida. Pide a Ko Ba Sein que venga aquí a verme. Ba Sein apareció rápidamente. Era un hombre estirado y estrecho de hombros, muy alto para ser birmano y con un rostro de expresión curiosamente suave que recordaba a un pudin de color café. UPo Kyin había encontrado en él una herramienta muy útil. Poco imaginativo pero muy trabajador, era un excelente funcionario al que el vicecomisionado Mr. Macgregor confiaba casi todos sus secretos oficiales. U Po Kyin, de buen humor por sus pensamientos, saludó a Ba Sein con una sonrisa y con una señal de su mano le ofreció la caja de betel. —Bueno Ko Ba Sein, ¿cómo progresa nuestro asunto? Espero que, como nuestro querido Mr.

Macgregor diría —U Po Kyin pasó a hablar en un enfático inglés— ¿son ya perceptibles los progresos? Ba Sein no se rio con la broma. Recostado rígidamente en la silla libre, contestó: —Excelentemente, señor. Nuestra copia del periódico llegó esta mañana. Observe detenidamente. Sacó una copia de un periódico bilingüe llamado Burmese Patriot. Era un periodicucho de ocho páginas defectuosamente impreso en papel que parecía secante y que contenía por una parte noticias copiadas al Rangoon Gazette y por otra un repaso de las pequeñas heroicidades nacionalistas del país. En la última página la tinta se había corrido y había dejado la hoja entera negra como el azabache, como si fuera un lamento por la reducida distribución del periódico. El artículo al que U Po Kyin dirigió su mirada era de apariencia diferente al resto. Decía: «En estos tiempos felices, cuando nosotros pobres hombres de piel oscura estamos siendo elevados por la poderosa civilización occidental con sus múltiples bendiciones tales como el cinematógrafo, la ametralladora, la sífilis… ¿qué tema puede ser más interesante que la vida privada de nuestros benefactores? Por ello pensamos que algunos hechos acaecidos en el norte, en el distrito de Kyauktada, pueden interesar a muchos lectores. Especialmente sobre Mr. Macgregor, honorable vicecomisionado de dicho distrito. Mr. Macgregor es de esa clase de caballeros al viejo estilo inglés de la que hoy, en estos tiempos felices, tenemos tantos ejemplos ante nosotros. Un “hombre de familia”, como nuestros primos ingleses dirían. Un hombre de familia en todos los sentidos. Tan familiar que en el distrito de Kyauktada, donde lleva desde hace un año, ya tiene tres hijos y en su anterior distrito de Shwemyo dejó seis descendientes tras de sí. Mr. Macgregor, tal vez en un descuido por su parte, ha dejado desatendidas a estas criaturas, algunas de cuyas madres apenas tienen qué llevarse a la boca». Había una columna entera de material de este estilo que, miserable como era, se había hecho destacar del resto de los contenidos del periódico. U Po Kyin leyó el artículo entero detenidamente, sujetando el periódico con sus brazos extendidos —su visión se adecuaba mejor a objetos que estuvieran a una cierta distancia— y con los labios entreabiertos dejando a la vista un buen número de pequeños y perfectos dientes blancos, teñidos de rojo por el jugo de las hojas de betel. —Al editor le van a caer seis meses de cárcel por esto —dijo finalmente. —No le importa. Dice que sus acreedores sólo le dejan en paz cuando está en prisión.

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