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Los dias contados – Naomi A. Alderman

Los monitores estaban apagados. A veces, una línea de números pasaba a toda velocidad, más deprisa de lo que el ojo humano podía registrar. Pero la mayor parte del tiempo, estaban apagados. Estaban apagados, en cierto modo, durante todo el tiempo. Pero bueno, “todo el tiempo” es un concepto relativo. Puede pasar de todo en un cachito de tiempo infinitesimalmente pequeño para la escala humana. Así que, a veces había una frenética explosión de actividad. Pero principalmente, estaban apagados. Los monitores colgaban de las paredes de la gran sala, mirando hacia un pozo central, el cual estaba vacío. A veces, durante un período de tiempo infinitamente diminuto, estaba más lleno de lo que habría sido posible si no fuera por una física transdimensional avanzadísima. Si te quedaras en medio de ese pozo central y vacío durante una hora, no te habría pasado nada de nada. Es más, te habrías aburrido. Te habrías quedado allí mirando hacia los monitores apagados, dejando que tus ojos se ajustaran a la oscuridad. Habrías alzado la vista hacia el gran domo de cristal, que aún seguía radiando una pequeña cantidad de luz, lo suficiente para ver, y hacia las enormes y altas ventanas arqueadas y sus miles de vidrieras, y hacia las paredes de mármol inclinadas y hacia el techo, cernido más allá de ti, y te habrías impresionado por la grandeza del edificio, pero nada más. Habrías intentado ver algo por las ventanas, demasiado altas para que un humano de cualquier estatura distinguiera algo aparte de las estrellas y las lunas. Tal vez te hubieras parado a mirar a esas tres lunas rojas como la sangre durante un rato, con fascinación o sin interés, dependiendo de tu temperamento. Pero en esa hora, habría habido una única franja de tiempo. Vamos a redondear y a hacer como que hubiera sido la milésima parte de un segundo. En esa franja de tiempo te hubiera parecido como si les hubieran dado una paliza a todos tus sentidos a la vez. Entonces, de repente, las luces se encenderían de colores extraños y el lugar estaría lleno de cuerpos humeantes y apestosos y oirías voces furiosas gritando en mil idiomas que no podrías ni entender, y los monitores comenzarían a burbujear números y letras y la imagen de un hombre vestido de chaqueta de tweed de la cabeza a los pies, y la cosa habría sido tan increíblemente aterradora que habrías gritado con todas tus fuerzas. Y descubrirías que estarías gritando en un salón oscuro y vacío. Te habrías dado la vuelta, seguro/a de que algo horrible te acababa de pasar. Tu corazón estaría latiendo a mil por hora, tus pupilas dilatadas, la piel de gallina por el miedo. Pero el salón habría permanecido en silencio, y vacío, sólo con la tenue luz gris de los globos, muy por encima de ti, y las rojas lunas de más allá de las ventanas. No habría habido nada más que ver, o tocar, ni forma de entender lo que te acababa de ocurrir.


A menos, por supuesto, que pudieras ralentizar el tiempo. Entonces habrías visto algo más. Capítulo 1 El Sr. Symington y el Sr. Blenkinsop entraron en la vida de Andrew Brown posiblemente en la peor mañana de su carrera. Tampoco es que hubiera sido, hasta el momento, una carrera particularmente estelar. Andrew Brown no era ambicioso, sino más bien conformista. Tampoco era un gran partido, sino más bien normalito. Tenía un buen grado universitario y no había sabido muy bien qué hacer consigo mismo después de acabar. El hombre del servicio de orientación profesional había mojado una galleta integral en su té y sacado un folleto, aparentemente al azar de la pila de al lado. —El Banco Internacional Lexington ofrece entrevistas de trabajo la semana que viene —había dicho el consejero de orientación profesional, llegando tarde para darle un mordisco a su galleta antes de que esta se desintegrase, y luego para cogerla antes de que dejara el suelo perdido—. Oh, mierda —dijo, intentando arreglar el estropicio. —Pero es que… —Había dicho Andrew. El consejero de orientación profesional intentó recoger la galleta con unos papeles antes de darse cuenta de que eran importantes, y entonces intentó quitar los trozos de galleta de estos. A Andrew le pareció que ya se había olvidado de él cuando dijo: —Pruebe en Lexington, es una empresa de primer orden, un buen lugar para trabajar, vale la pena ir a mirar. Andrew Brown se preguntaba a veces si su vida habría sido totalmente diferente si la galleta hubiera sido un bombón. Tardaban más tiempo en disolverse. Se desenvolvía bien, eso era lo bueno. Ponle delante de un problema y él intentará resolverlo. Ponle delante de un examen y él intentará aprobarlo. Ponle delante de una escalera y el intentará subirla – sin comprobar si está apoyada contra algo o sin saber si lleva a alguna parte. Se había sentado delante del examen de admisión del Banco Internacional Lexington e intentado cuidadosamente responder a cada pregunta. Había trabajado duro en la jornada exterior de admisión colectiva construyendo una balsa con neumáticos y afrontando una imaginaria situación de negocios fallida. Se llevaba bien con la mayoría de la gente. Trabajaba muy bien en equipo – todo esto era mencionado en la carta que el Banco Lexington le había mandado ofreciéndole un trabajo.

Eso había sido hacía diez años, y todavía seguía subiendo esa escalera. Tras comenzar como becario, había llegado al puesto de analista financiero. Básicamente, consistía en leer acerca de empresas, poner unos números en hojas de cálculo, y hacer suposiciones aleatorias en cuanto a si iban a ganar más o menos dinero en los siguientes seis meses. Se sentaba delante de un ordenador durante doce horas al día intentando impresionar a la gente de arriba para subir otro peldaño más en esa escalera imaginaria y para que le ofrecieran una una cantidad de dinero decente. Lo malo de la escalera del Banco Internacional Lexington es que era larguísima y subirla era muy cansado, y por eso Andrew Brown no tenía tanto tiempo para pensar en si de verdad quería llegar a la cima – y además, como había también muchísima gente subiéndola, la vista desde la cima debía de valer la pena. Siguió subiendo. Trabajó duro. Puso su corazón y su mente y su alma en ello. Había un puesto vacante un escalón por encima del que estaba. Con un ascenso, tal vez conseguiría dos horas a la semana como secretario. Iría a reuniones más importantes, con más superiores, y tendría la oportunidad de impresionarlos, y si lo hacía lo ascenderían otra vez y luego… bueno, claro, al final acabaría dirigiendo toda la oficina. Es importante tener un sueño: de lo contrario te podrías dar cuenta de dónde estás. La reunión de hoy era particularmente importante. Iba a asistir la nueva jefa de la oficina de Londres, Vanessa Laing-Reandall. Era notoriamente difícil de complacer, pero si la impresionaba su carrera despegaría. Sólo un rival competitivo se interponía entre él y ese ascenso: la siempre agravantemente bien preparada Sameera Jenkins. Le había estado pisando los talones durante todo el año, siempre tenía una ventaja a su disposición, había trabajado una hora extra en un proyecto. Pero esta vez la tenía, lo sabía. Nadie podría haber estado más preparado que Andrew Brown. Ese ascenso era suyo: ya podía saborearlo. Se levantó la mañana de la reunión importante descansado y tranquilo. Podía oír el canto de los pájaros por la ventana, los silenciosos murmullos de la calle y… espera un minuto. ¿Descansado? ¿Tranquilo? Una repentina sensación de terror lo inundó. Se enderezó, casi incapaz de aguantarse, y se obligó a mirar a la alarma que había puesto en su móvil para las 5 de la mañana. La pantalla del teléfono estaba apagada.

Muerta. ¿Se había roto? Miró otra vez, con una horrible sensación hueca en su estómago. Se había olvidado de ponerlo a cargar. Se había quedado sin batería. Con el corazón bombeándole en los oídos y jadeando, saltó de la cama y corrió a ver el reloj del salón. Eran las 7 menos cuarto. Andrew Brown blasfemó en alto, y durante un buen rato. Pero estaba bien, no pasaba nada. Quería llegar a la oficina muy pronto, sobre a las 6 menos cuarto para darle a su presentación otro repaso, para comprobar si las fotocopias estaban bien. Todavía podía llegar, comerse la tostada de camino a la estación, y estar en la oficina con media hora de sobra antes de la reunión de las 8 y media. No había problema. Volvió volando a su habitación, golpeándose el dedo con toda la mesita de noche pero eso no importaba, no había tiempo de lidiar con el dolor cegador, y oh Dios, ¿le estaba sangrando el dedo? ¿Debería ponerse una tirita? No hay tiempo, ponte los calcetines, los pantalones, aféitate rápido, pero no tan rápido, no te querrás presentar con la cara hecha un cromo. Vale, bien, afeitado, ahora ponte el traje que habías sacado expresamente la noche anterior y… ¿qué demonios es eso? Parpadeó ante su traje, colgado eficientemente de una silla al lado de la mesita de noche, el cual tenía ahora una mancha gigante de agua sobre los pantalones. Tardó unos treinta y ocho segundos en darse cuenta de que cuando se dio con el pie en la mesita, también volcó su vaso de agua, el cual había caído en sus pantalones. ¿Podía llevar otro traje? Pero este era el mejor, el que su hermana Sara le decía que le hacía parecer tanto despampanante como profesional. Vale, la plancha. ¿Dónde había guardado la plancha? Después de asaltar cuatro armarios la encontró. La encendió. La tocó para ver si estaba caliente. Se quemó la mano. Planchó sus pantalones hasta que el lamparón desapareció. El teléfono sonó. ¿Habrá empezado pronto la reunión? ¿Le estaban llamando para saber dónde estaba? Respondió mientras intentaba, con una mano, meterse dentro del pantalón. —Andrew, soy Sara. Sé que es pronto pero sabía que estarías despierto.

—Hola, herma, estoy… —Tenía media tostada en la boca, una pierna dentro del pantalón, y estaba agarrando el teléfono entre la oreja y el hombro. —Sí, ya, Andrew, lo sé, estás muy ocupado, llegas tarde… Mientras intentaba maniobrar para meter el pie en los pantalones, perdió el equilibrio, colisionó con la tabla de planchar, la plancha cayó a la alfombra y el teléfono se cascó contra el suelo. Acabó de subirse los pantalones, cogió la plancha, proporcionando otra pequeña quemadura a su mano, se abrochó el cinturón y después se volvió a poner el teléfono en la oreja justo para oír lo que iba a decir su hermana: —¿No tienes nada que decir, Andrew? —Pues, em… —Estoy esperando. —La verdad es que llego tardísimo. En serio me tengo que… lo siento muchísimo, me tengo que ir. —¿Así que no quieres desearme feliz cumpleaños ni nada? —Pues… —Andrew miró hacia el lugar de la alfombra donde la plancha la había quemado. Suspiró. Debería haberse acordado. Quería enviar flores. Y una dedicatoria. Quería comprar un regalo. —Lo siento, herma, de verdad. Feliz cumpleaños. Ya te traeré algo, ¿vale? —Sí, sí, claro. Y yo les diré a tus sobrinos que los irás a ver antes de los 40, ¿vale? Miró al reloj. Eran las 7 y 3. Había un tren a las 7 y 11 que lo llevaba a la oficina en veinte minutos antes de que empezase la reunión. La estación estaba a diez minutos a pie. Corrió. Tras cinco minutos, ¡vislumbró la estación! ¡Había un tren en el andén! ¡El tren llegaba pronto! Echó carrerilla. Pero cuando pasó por el peaje, el tren arrancó de la estación. No era el de las 7 y 11. Era el de las 6 y 48 que se había retrasado. Los trenes llegaban con veinte minutos de retraso. Llamó a la oficina desde una cabina de la estación, e intentó remediar las cosas.

Dejó mensajes pero nadie los cogió. No iban a posponer la reunión por él. Cuando por fin cogió un tren que estaba a tope, su corazón iba a mil por hora. Se agarró a la barandilla a la que se aferró como si pudiese hacer ir más rápido al tren sólo con desearlo dentro de su cabeza. Salió corriendo de la estación hasta la oficina. Su traje recién planchado estaba empapado. Se dio cuenta de que la camisa no se había secado del todo desde la última vez que la había lavado, porque el sudor la hacía oler a moho. Siguió corriendo. Cuando vio que todos los ascensores estaban llenos, echó a correr escaleras arriba hasta la séptima planta. Llegó, sudoroso y mojado, y oloroso y con una lamparilla en la entrepierna que sospechosamente parecía como si algo mojado hubiera estado allí. Llegó justo a tiempo para ver a la perfecta y elegante Sameera Jenkins acabar su presentación. Para oír los aplausos de su jefe, y los del jefe de su jefe y los de la mismita Vanessa Laing-Randall. Era para echarse a llorar. Intentó dar su presentación. Incluso después de que le dijeran que la reunión había acabado. El tiempo se había agotado. Los convenció para que le dieran sólo cinco minutos y poder mostrar lo que había hecho. Pero no había tenido tiempo de ensayar su presentación, y el ordenador utilizó el archivo de sonido equivocado, el cual sonó como un cuesco. Sintió que las lágrimas comenzaban a derramársele por los ojos y pensó que ya nada podía ser peor que mostrar sus emociones delante de todos sus superiores – por no mencionar a Sameera Jenkins, que sonreía como un gato – así que les dio las gracias por su tiempo con una voz rota y volvió a su escritorio. Se sentó en la mesa y se quedó mirando pasmado a su hilera de archivos, sin poder ver otra cosa que los rostros de vergüenza de la gente sentada en la mesa de la sala de reuniones. Y entonces, sin saber cómo, el Sr. Symington y el Sr. Blenkinsop entraron en su oficina. Eran dos hombres blancos de mediana edad, vestidos con impolutos trajes negros de seda y camisas blancas a rayas azules idénticas. Uno de ellos llevaba una corbata verde oscuro, y el otro llevaba una corbata azul oscuro.

Tenían la clase de caras inocuas, ordinarias y bien afeitadas que olvidarías si ahora mismo se marcharan de la habitación. Andrew Brown no les había oído llamar, o invitado a entrar. Pero se olvidó de ello en cuanto los vio. Parecían la clase de gente que no tenías que invitar. Probablemente encajaran en todas partes. —Buenos días —dijo el de la corbata verde oscura—. Soy el Sr. Symington. Este es mi socio. —Buenos días, Sr. Andrew Brown —dijo el más alto y rellenito de la corbata azul oscuro—, soy el Sr. Blenkinsop. —Buenos, em, días —dijo Andrew Brown. —A pesar del hecho de que hemos oído que ha tenido usted un mal día, Sr. Brown —dijo el Sr. Symington. —Sí —dijo el Sr. Blenkinsop—. Sentimos mencionarlo, de verdad, sentimos sacar el tema, pero bueno, Sr. Brown, todos tenemos días malos a veces. —No podría haberlo dicho mejor, Sr. Blenkinsop —dijo el Sr. Symington—. Los días malos son algo muy común. Por eso el servicio que ofrecemos es tan valioso.

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